El ministro de Educación y Cultura, el doctor Pablo da Silveira, fue consultado por el semanario Búsqueda la semana pasada respecto del balance que hace de su gestión al frente de la cartera. Aunque advirtió que era demasiado pronto para hacer balances, señaló algunos de los logros que a su entender se alcanzaron.
Da Silveira explicó que el gobierno no hizo en la educación un único gran cambio, sino una cantidad de pequeñas modificaciones que, conjuntamente consideradas, tienen el carácter de una verdadera revolución.
Entre esas modificaciones, mencionó (y hay que entender que han de parecerle las más importantes) la eliminación de los consejos de Primaria, Secundaria y UTU, la transformación curricular, el otorgamiento del título de licenciado en Pedagogía a docentes mediante una prueba de reconocimiento de su nivel académico y, finalmente, la política de conversión de los centros de estudio en comunidades educativas mediante la promoción de la enseñanza por proyectos y el aumento de las competencias y las atribuciones de los directores.
Una revolución (en la acepción de la palabra que aquí resulta relevante) es un cambio rápido y profundo. Da Silveira sostiene entonces que, en el corto lapso que representan estos cuatro años de gestión, la educación pública uruguaya ha experimentado una transformación muy importante.
Pero ello es bastante discutible. Varios de los presuntos logros de esta administración están en estricta continuidad con experiencias anteriores. Carezco de los elementos para decir si innovaciones como la creación de los centros María Espínola son buenas o malas. Pero, aunque fueran muy positivas, estarían muy lejos de poder ser consideradas (ni por separado ni en forma conjunta) cambios revolucionarios. Los propios documentos de esta administración testimonian la continuidad institucional de la mayoría de las transformaciones a las que se refiere el ministro.
Es verdad que hubo modificaciones en las propias estructuras de gobierno de la educación, pero nadie en su sano juicio puede considerar eso un cambio verdaderamente significativo. Es el propio ministro, cuando el periodista le pregunta si son esos los cambios revolucionarios a los que se refiere, quien debe aclarar que lo revolucionario en todo caso es el conjunto de las modificaciones introducidas y no esos cambios puntuales en las estructuras de gobierno.
Un cambio que no es revolucionario es una reforma. Pero aquí no es que no haya ocurrido una revolución: es que ni siquiera hubo una reforma. Lo que hay es una realidad de fondo que permanece (con sus luces y sus sombras) y algunas pequeñas alteraciones en la superficie. Habría que ser muy obtuso y fanático para pensar que nada de lo que hizo la presente administración en materia educativa es bueno, pero las modificaciones que hayan tenido lugar se dan en un marco general de estabilidad y continuidad.
Hace varios lustros, décadas a esta altura, que la educación pública uruguaya cambia (poco) según se despliegan en las instituciones un conjunto de ideas pedagógicas directrices, siempre las mismas, que siguen allí, aunque los gobiernos pasen y los signos ideológicos presuntamente cambien. En este sentido, no constituye ninguna revolución, ningún cambio de rumbo, ninguna alteración del estado de las cosas establecido, sino pura continuidad, pura permanencia, pura inmovilidad –y Da Silveira lo sabe– tener a los docentes por licenciados en Pedagogía. Colgarles ese título es hacer la apoteosis del dogma pedagogista dominante y no se me ocurre nada menos parecido a una revolución que hacer eso.
Le asiste la razón sin dudas al ministro Da Silveira cuando afirma cosas como estas: «Hay mucha evidencia en el mundo que dice que una de las cosas que más expulsan a los alumnos de los centros de estudio es el anonimato en esos centros, que se convierten en lugares donde nadie tiene nombre, donde los vínculos de los alumnos con los docentes, y entre los docentes, son muy débiles y muy superficiales. En cambio, los centros que tienen más capacidad de mantener a sus alumnos son aquellos que funcionan como comunidades educativas en donde no hay gente anónima».
El problema del anonimato del estudiante (que nadie sepa ni le importe si está o no está en el centro educativo, ni por qué está si está, ni por qué no está si no está) es sin dudas un problema real. Ignoro si la actual administración ha dado pasos ciertos hacia su resolución. Si, llegado el caso, quedara claro que así ha sido, no seré yo quien le escamotee el mérito correspondiente.
Pero el sistema tiene otro problema, tanto o más importante que el de la expulsión de los estudiantes, que es el de los aprendizajes.
El ministro conoce la situación. Todos los elementos de juicio recabados por distintas vías desde hace décadas indican que la capacidad de comprensión lectora, la más básica y fundamental de todas, y su hermana, la de producir textos competentemente escritos en la lengua materna, viene cayendo en picada.
No importa que existan signos superficiales de que la cosa no va tan mal. No importa que se reformen los planes para incluir autores y corrientes de moda, que haya algunos indicios de aparente actualización académica, de estar al día, de estar atentos a la novedad (esa obsesión del mundo moderno). Todo contenido, finalmente, habrá que reducirlo a papilla, porque la papilla es el único alimento que efectivamente puede suministrar el sistema y el único que, en cualquier caso, toleran sus usuarios.
«El papillismo dominante», la tendencia a ofrecer contenidos cada vez más pobres, aunque sean modernos, digitales, innovadores, multi o transdisciplinarios y demás estupideces que se celebran idolátricamente, es uno de los problemas principales que hay que atacar. Desde luego, no es evidente cómo habría que volver a introducir los contenidos de calidad en el sistema. Pero, como se dice habitualmente, y es verdad, reconocer el problema es ya la mitad del camino recorrido a la solución. Empezar por reconocer este problema, eso sí sería algo verdaderamente revolucionario.
El ministro dijo que está intranquilo ante una hipotética victoria del Frente Amplio (FA) en las próximas elecciones porque, a su entender, un gobierno de esa fuerza política abortaría la revolución educativa en curso.
No quiero tomarme confianzas indebidas, pero creo que puede dormir tranquilo, señor ministro. Si gana el FA, la mayoría de los cambios que su administración introdujo se conservarán sin modificación alguna. Desde luego, se harán otros, pero tenga por seguro que serán más o menos idénticos a los que usted mismo haría si continuara otros cinco años en el cargo.