Se ha hablado mucho de los «estrechos» intereses políticos que empujan a Benjamin Netanyahu a insistir en lograr la «victoria total» en Gaza, lo que en la práctica significa seguir con el genocidio y la limpieza étnica mientras intenta erradicar la resistencia. Este punto de vista ha sido expuesto de forma más destacada por los oponentes políticos de Netanyahu. Una selección al azar de prácticamente cualquier artículo de Haaretz de hoy aportará una serie de ejemplos. En lo que se equivoca este punto de vista es en que el interés israelí en continuar la guerra dista mucho de ser estrecho. De hecho, aunque está claro que Netanyahu tiene un interés político a corto plazo en continuar el genocidio de Gaza, es la combinación de estos intereses a corto plazo con los objetivos a largo plazo del movimiento sionista –la limpieza étnica de Palestina– lo que ha llevado a una confluencia histórica única: los intereses políticos de Netanyahu están alineados ahora con el imperativo colonial del sionismo.
Los adversarios políticos de Netanyahu señalan que su destino político está actualmente en manos de sus aliados mesiánicos de la derecha, Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvir, que han amenazado repetidamente con retirarse del gobierno de coalición en caso de alto el fuego. Esto provocaría el colapso de su gobierno, abriría el camino a nuevas elecciones y responsabilizaría a Netanyahu por haber permitido que Hamás aumentara su poder todos estos años como parte de su estrategia de afianzar las divisiones políticas palestinas, por no hablar del fracaso en materia de seguridad del 7 de octubre. Los opositores de Netanyahu quieren hacernos creer que sus maquinaciones están impulsadas únicamente por los delirios autoritarios de un déspota dispuesto a llevar a Israel al borde del abismo. Por ejemplo, el general de división Yitzhak Brik ha afirmado histéricamente que, «si la guerra de desgaste contra Hamás y Hezbolá continúa, Israel se derrumbará en menos de un año».
Esta crítica tiene elementos de verdad, pero también es deshonesta. Si los opositores a Netanyahu estuvieran en su lugar, también habrían querido «resolver» la «cuestión de Gaza», una realización del sueño sionista de conquistar toda Palestina y eliminar a su población nativa. La diferencia radica en las limitaciones que enfrentan los opositores a Netanyahu para hacer realidad ese objetivo; ahora piden a gritos un alto el fuego porque creen que firmar un acuerdo, aunque permita a Hamás mantener su presencia en Gaza, vale la pena para traer de regreso a los rehenes (que pertenecen a su base social). Y, lo que es más importante, saben que eso provocará la ruptura de la coalición de su adversario.
Netanyahu, por su parte, se encuentra en una posición única históricamente. La actual estructura de incentivos lo empuja a continuar con la guerra, aunque ello signifique sacrificar a los rehenes. La razón de ello es que, por primera vez en la historia sionista reciente, los incentivos políticos del actual líder del Estado judío hacen que la única línea de acción lógica sea una estrategia de continuo riesgo. Ni siquiera el establecimiento en Gaza de una presencia palestina administrativa del tipo de Vichy [como en Cisjordania] es aceptable para Smotrich y Ben-Gvir, que seguirán esgrimiendo la amenaza de disolver el gobierno ante cualquier medida conciliadora.
Al trazar este camino maximalista, Netanyahu está jugando con fuego, ya que una guerra más amplia con Hezbolá puede llevar a Israel a un atolladero que ofrezca poco más que la posibilidad de una victoria pírrica. Pero, en su opinión, también eso representa una oportunidad.
Netanyahu piensa desde hace décadas que una guerra a gran escala podría proporcionar a Israel la cobertura para llevar a cabo una expulsión masiva de la población palestina. El historiador británico Max Hastings lo citó explicando esta idea precisa en 1977. Al principio de la guerra en curso, Netanyahu intentó expulsar a la población de Gaza antes de enfrentar la negativa de Egipto. Mientras tanto, Ben-Gvir y Smotrich, junto con el movimiento de colonos, han intensificado la expansión de las colonias y han apoyado la violencia en Cisjordania; ya lograron limpiar étnicamente al menos 20 comunidades beduinas al amparo de la guerra.
Los críticos de Netanyahu no lo consideran un ideólogo como Smotrich y Ben-Gvir –y puede que tengan razón–, pero eso es irrelevante. La cuestión es que hoy en día, aunque presionar por la «victoria total» pueda provocar una guerra que perjudique a su país, no tiene alternativa, dado el actual equilibrio de poder dentro de la política israelí. Netanyahu espera conseguir su objetivo arrastrando a Estados Unidos a una guerra con Irán para asegurar la posición de Israel como única potencia regional en Oriente Medio. Este es un escenario que impulsa desde hace décadas, incluso ante un comité del Congreso estadounidense en 2002, cuando también instó a Estados Unidos a invadir Irak.
PELIGROS Y OPORTUNIDADES
Las cosas han cambiado desde entonces. Irán no es una potencia militar menor, como tampoco lo es Líbano. Tanto Irán como Hezbolá han acumulado suficiente poder bélico como para aumentar su capacidad de disuasión, lo cual garantiza que cualquier guerra regional no solo sería destructiva para ellos, sino también para Israel. Por eso la esperanza de Netanyahu es que Estados Unidos se vea obligado a intervenir y del lado de Israel.
El Ejército y la economía israelíes tampoco están preparados para una guerra a gran escala. A principios de julio, el Ejército israelí declaró que sufría escasez de tanques como consecuencia del elevado número que resultaron dañados y puestos fuera de servicio durante la guerra, mientras que el Ministerio de Guerra afirmó que unos 10 mil soldados y oficiales han resultado heridos, y cada mes 1.000 soldados se incorporan a programas de rehabilitación. Esta escasez de personal militar ha llevado a Israel a aprobar una ley que obliga a los haredim ortodoxos a enrolarse, anulando una exención que duró 76 años. Desde el punto de vista económico, la agencia Fitch rebajó la calificación crediticia de Israel a «perspectiva negativa» a principios de agosto como consecuencia de la guerra. En conjunto, parece que la economía israelí se enfrenta a una catástrofe.
Netanyahu ordenó los asesinatos de Fuad Shukr en Beirut y de Ismail Haniye en Teherán después de su discurso en el Congreso, donde fue ovacionado. Tras los asesinatos y las amenazas de represalias, Estados Unidos incrementó sus fuerzas en la región, preparándose para defender a Israel de cualquier represalia. Al mismo tiempo, el gobierno de Joe Biden se apresuró a intentar contener la situación con una nueva propuesta de acuerdo de alto el fuego. Esta incluye nuevas condiciones puestas por Netanyahu tendientes a correr la línea de lo que se consideraba un acuerdo aceptable, en contra de la opinión de los negociadores israelíes. No obstante, Washington solo señaló con el dedo a Hamás.
Netanyahu ha recibido todo lo que necesitaba de Estados Unidos a cada paso del camino, lo que le ha permitido perseguir su objetivo final sin apenas reproches. Tiene la esperanza de que su apuesta le salga bien y consiga una solución definitiva a la «cuestión de Gaza», convirtiéndose así en un héroe nacional sionista. Pero esto también abre la posibilidad de que Israel sufra un revés histórico que podría dar paso a una nueva era de resistencia para los pueblos originarios de la región.
(Publicado en Mondoweiss (23-VIII-24). Brecha reproduce fragmentos. Traducción de María Landi.)