Los resultados políticos de la interpelación a la ministra de Salud Pública, Cristina Lustemberg, por la situación del presidente de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), Álvaro Danza, no trajeron ninguna sorpresa. Esencialmente, no había razones sustantivas para la convocatoria desde el momento en que Danza ya había renunciado a sus cargos en centros asistenciales privados, por lo que la interpelación reiteró una puesta en escena ya característica de estas instancias por parte de la clase política uruguaya, en las que los argumentos brillan por su ausencia y provocan cansancio (o en el mejor de los casos desinterés) en la población en general.
Pasada esa instancia, sigue sin quedar demasiado claro el porqué de la doble torpeza política del Frente Amplio: primero al designar a una persona que, más allá de lo jurídico, desde el punto de vista ético debería haberse apartado de sus cargos antes de asumir, y luego al dilatar casi de manera caprichosa una situación que incomodó notoriamente a buena parte del gobierno y le dio la oportunidad a la oposición de sobreactuar indignación cuando la gestión anterior de ASSE comienza a ser un asunto relevante en la agenda política (y quizás también, a futuro, en la judicial).
Pero, más allá de estas disputas, el hecho generó una oportunidad, perdida nuevamente, de construir una discusión pública relativa al menos a dos aspectos que me parecen importantes desde el punto de vista político con relación al salario y las retribuciones de los funcionarios públicos en general y de los servicios de salud en particular. Uno tiene que ver con los mínimos y el otro, con los máximos.
Por el lado de los mínimos, una parte del argumento de la defensa de Danza se apoyó en la consideración del «magro» salario que recibe en su nuevo cargo al frente de ASSE, por lo que esta situación en cierta medida habilitaría el mantenimiento de otras tareas por fuera de sus responsabilidades públicas. El argumento podría ser de recibo, pero el problema es que quienes lo sostuvieron son las personas encargadas de encontrar soluciones. ¿Tiene sentido que el presidente del mayor prestador de salud del país sea retribuido con ese salario? ¿Cuáles deberían ser los ingresos mínimos razonables para un cargo de tamaña responsabilidad? ¿Qué tan alto o bajo es este salario –de 130 mil pesos, según declaración jurada de Danza– con respecto a otras funciones de responsabilidad similar dentro de la Administración Central en Uruguay? ¿Y en comparación con organismos como las personas públicas no estatales que fijan retribuciones con mayor libertad por regirse por el derecho privado?
Quizás en un análisis de este estilo, se pueda observar que, con su fragmentación actual, el Estado uruguayo no solo compite con el sector privado de manera desigual para captar recursos humanos altamente capacitados, sino que incluso dentro del mismo aparato estatal existen situaciones intolerables. Pero que públicamente no se haya instalado este tema dentro del sector de la salud puede ser leído también como un indicador más de la escasa relevancia política que se le asigna dentro del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS) al prestador público. Por el presupuesto asignado, por la población que atiende y por la responsabilidad política que conlleva, este cargo debería ser retribuido de manera similar al de las autoridades de organismos como el Banco de Previsión Social o la Dirección General Impositiva.
Parece muy difícil sostener una estructura de provisión de políticas de salud que verdaderamente persigan objetivos de universalización de la cobertura y de calidad asistencial menos desigual cuando los recursos destinados para el funcionamiento de los prestadores públicos, pero también las capacidades del Ministerio de Salud Pública (MSP) para ejercer una efectiva rectoría y regulación del sistema, son tan dispares respecto a los de los actores con los que debe interactuar (y, sobre todo, a los que debe controlar).
Por la parte de los máximos, el manoseo público de los ingresos de Danza dejó instalado otro punto que tampoco fue retomado ni problematizado: el de los ingresos máximos que como sociedad estamos dispuestos a tolerar. Seguramente este asunto pueda recibir más y mejores argumentos desde la filosofía, pero puede intentarse una primera aproximación.
Un estudio reciente elaborado por el MSP demostró que el nivel de inequidad que alcanzan los ingresos en las remuneraciones del sector privado de la salud es superior al del promedio de la economía uruguaya (véase «Al topeo», Brecha, 26-IX-25). En ese sentido, este tema podría vincularse con la propuesta que se está impulsando desde el PIT-CNT de un ajuste tributario para el patrimonio de las personas que pertenecen al 1 por ciento más rico.
En un escenario de «austeridad permanente» en el sector salud y generalizado en la discusión de la ley de presupuesto por parte del Ministerio de Economía y Finanzas, con diferentes prestadores privados que presentan dificultades financieras y que, al mismo tiempo, vienen arrastrando problemas de calidad asistencial vinculados, por ejemplo, a tiempos de espera, quizás sea buen momento para discutir políticamente si es tolerable que una persona acumule cifras de ingresos desorbitadas como consecuencia de la multiplicación de cargos, guardias o cobros por acto médico, que implican condiciones de trabajo contrarias a cualquier normativa de salud ocupacional y promueven prácticas asistenciales que vulneran derechos de los pacientes. El exceso de cesáreas en el país es un ejemplo claro en ese sentido. Más allá de las retribuciones, el multiempleo (que en este caso no es por necesidad) repercute negativamente en la calidad del trabajo realizado en lugares de alta jerarquía, y por lo tanto debería regularse de mejor manera.
Este punto remite de modo directo a las formas explícitamente mercantilizadas del ejercicio de la medicina en Uruguay, frontalmente opuestas a los principios rectores del SNIS. El caso no remite solo a cuánto ganan ciertos profesionales, sino que es un emergente brutal de los mecanismos perversos que hoy en día rigen la atención sanitaria en el país. Asumiendo por un momento que este tema podría concitar cierta atención pública, las preguntas que siguen son: ¿quién o quiénes podrían promover algún tipo de transformación de esta situación?, ¿qué coalición social y política podría liderarla? Claramente los asuntos vinculados a la salud deben ser abordados cada vez más por una multiplicidad de saberes, organizaciones y propuestas que excedan, complementen y dialoguen con la histórica centralidad que ha tenido la medicina en este sector de la política.
Guillermo Fuentes es investigador del Departamento de Ciencia Política y del Instituto de Justicia Social y Desigualdades de la Universidad de la República.



