Edson Fachin, quizás el más lavajatista de los ministros del Supremo Tribunal Federal, anuló esta semana de un plumazo siete años de decisiones tomadas por el juez Sérgio Moro y sus colegas… pero dejó intacto el lío que ellas causaron en la vida brasileña. El acto tiene el refinamiento barroco de las tramas urdidas por la elite cuando algo amenaza con escapar a su control. En su faceta más aparente, es la clásica maniobra que los brasileños llamamos «entregar los anillos para no perder los dedos». Las últimas filtraciones habían hecho insostenible la situación del Lava Jato al revelar la coordinación entre el juez y una de las partes de la causa, lo que provocaría un escándalo incluso en un campeonato de fútbol de tercera división. Al anular las decisiones, pero no la instrucción de los casos, Fachin intenta salvar la operación de una vergüenza mayor, inminente, y de consecuencias mucho más amplias. ¿Qué pasará con los procesos que destruyeron Odebrecht y las grandes contratistas brasileñas (en favor de las empresas internacionales y, sobre todo, de las estadounidenses) si Sérgio Moro es recusado? Además, por el momento, el propio Lula da Silva no está absuelto, sino que está siendo sometido a la autoridad de nuevos jueces, en Brasilia.
La maniobra de Fachin puede no tener éxito y este elemento ciertamente ha entrado en el cálculo político del magistrado y de quien lo aconsejó. La acción judicial que apunta a investigar la parcialidad de Moro se podría retomar en las próximas semanas, aunque quizás con menos fuerza. Incluso si Lula regresa a juicio, las causas se tramitarán con dificultades, porque las «pruebas» conseguidas por el juzgado de Curitiba serán puestas en cuestión. Las posibilidades de una condena en segunda instancia antes de las elecciones de 2022 son muy remotas. Es altamente probable que Lula pueda postularse para presidente.
Y aquí viene la segunda faceta, la más importante, de las consecuencias del acto de ayer. ¿Qué provocará a nivel político? La primera sensación es, ciertamente, de alivio y victoria: una injusticia, aunque sea parcialmente, se repara y, en la profunda depresión en la que se ha hundido Brasil, todas las posibilidades de rescate son bienvenidas.
Pero el mayor riesgo es el de una polarización despolitizadora, similar a la que se produjo en vísperas de las elecciones de 2018. En ese momento, el enfrentamiento petismo versus antipetismo sirvió a la derecha. La opinión pública se oponía masivamente al golpe de 2016. La popularidad de Michel Temer había caído por debajo del 5 por ciento. Pero lo que la población juzgó, en las urnas, no fueron sus políticas, sino lo que los medios llamaron insistentemente «el mayor caso de corrupción en la historia de Brasil». Se eligió un presidente que respalda –y ha profundizado de forma grotesca– las políticas rechazadas por la abrumadora mayoría. Su victoria tuvo un segundo ingrediente. Los largos años de convivencia de la izquierda con las peores prácticas de la política institucional brasileña habían abierto el camino para que un aventurero se hiciera cargo de la narrativa antisistema. Es tan poderosa, a nivel mundial, que Bolsonaro confía en ella (la madre de todas sus fake news) para devastar el país y mantener aun así más del 30 por ciento de aprobación.
La repentina decisión de Fachin ha sido un puñetazo en la mesa política. Lula vuelve al centro, como le gusta. Habló este miércoles, en el Sindicato de Trabajadores Meta-lúrgicos, del abecé de San Pablo. A partir de ahora, tendrá dos caminos. El más fácil es cabalgar la polarización despolitizadora y, en paralelo, los acuerdos con la «vieja política». El otro requiere movilizar el país y, en cierto sentido, darse la vuelta a sí mismo: inspirarse en el recuerdo de las grandes huelgas que lideró hace 40 años, cuando los trabajadores eran los verdaderos antisistema y se atrevieron a desafiar a la dictadura y cambiar la faz del país.
(Publicado originalmente en Outras Palavras como «Lula, Fachin e as polarizações despolitizantes». Traducción de Brecha.)