Entre los angakkut, los antiguos chamanes de Groenlandia, el inframundo es un lugar al mismo tiempo temido y anhelado al que se puede llegar por grietas bajo el mar o secretos pasajes en las montañas. Allí están el calor y la abundancia que consuelan las almas de los muertos afortunados y que visitan los chamanes en sus descensos órficos. Allí, bajo el cuidado de la Madre de las Profundidades, se yerguen los pilares que sostienen este mundo.
En la superficie, hace tiempo ya que la vieja religión ha sido desplazada de los censos por el luteranismo traído por los colonos daneses, pero las creencias y las costumbres tradicionales persisten entre una población 90 por ciento indígena, que en las últimas cuatro décadas ha logrado rescatar de la casi extinción su idioma originario y restituirle su masividad. Groenlandia es hoy el único país de las Américas donde la única lengua oficial es la autóctona, el kalaallisut, en el que se dictan las clases, se administra el gobierno y en el que transmiten los medios públicos. Ese renacer ha sido posible gracias a la conquista en 1979 de la autonomía respecto a la metrópolis colonial danesa, que ocupa la isla desde el siglo XVIII y de la que hoy Groenlandia todavía forma parte como uno de tres territorios constituyentes junto con Dinamarca y las Islas Feroe. Desde aquel año, un tema domina con ventaja la política groenlandesa: la independencia.
Mientras arriba se suceden los debates, bajo la colosal capa de hielo que cubre el 80 por ciento del país la abundancia llama por igual a las almas nativas y a las extranjeras. Groenlandia, poblada apenas por 57 mil personas, es rica en hierro, aluminio, níquel, platino, tungsteno, titanio, cobre, zinc, grafito, oro, diamantes. Allí hay litio, hafnio, uranio y oro, considerados minerales críticos para la transición energética y para la industria tecnológica. Bajo los fiordos y las montañas groenlandesas descansa una de las mayores reservas de minerales raros del mundo, elementos como el itrio, el escandio, el neodimio y el disprosio, esenciales para la fabricación de vehículos eléctricos, turbinas eólicas, aviones de combate F-35, semiconductores y una multitud de otros implementos digitales.
El subsuelo groenlandés es prácticamente virgen: solo dos minas (una de oro y otra de anortosita, usada para fabricar pinturas y fibra de vidrio) funcionan hoy en el país. Permanecen intocados incluso el petróleo y el gas natural, también abundantes. Extraer estas riquezas, protegidas por quilómetros de hielo y un clima brutal, es demasiado costoso para el erario de Nuuk, e incluso para el de Copenhague. Además, el ambientalismo está arraigado entre los groenlandeses. En las elecciones de 2021, la izquierda logró un batacazo electoral al llevar como eje de campaña su oposición a la apertura de una tercera mina. En los meses previos, las encuestas indicaban que un 65 por ciento de la población rechazaba la explotación del segundo mayor depósito mundial de óxidos de tierras raras, ubicado en el extremo sur de la isla, un proyecto dirigido por una empresa de sede australiana y capitales chinos. La mayor preocupación era el cuantioso uranio que saldría a la superficie como residuo, con el potencial de envenenar la superficie y a sus habitantes. Una vez en el gobierno, la izquierda prohibió por ley la extracción de uranio y, como parte de un compromiso con la lucha contra el cambio climático, también la de petróleo.
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«Esto es una cuestión de recursos naturales», aclaró Michael Waltz, asesor de seguridad nacional del presidente estadounidense, Donald Trump, en declaraciones en enero a Fox News. «Lo más importante acá son los minerales críticos», insistió, con la cruda desenvoltura que caracteriza hoy a Washington. Se refería a las declaraciones de su jefe, que poco antes había dicho que «la propiedad y el control de Groenlandia son una necesidad absoluta» para Estados Unidos. «De una manera u otra, vamos a conseguirlas», confió Trump en marzo, poco antes de recordarle ante las cámaras al secretario general de la OTAN que la anexión de Groenlandia es algo que «va a ocurrir». Si en su primer gobierno la idea parecía uno más de los caprichos volátiles del nuevo emperador, esta temporada la cosa se puso seria. «El objetivo a largo plazo del presidente Trump de reclamar Groenlandia para Estados Unidos ha pasado del terreno retórico a convertirse en política oficial estadounidense a medida que la Casa Blanca avanza en un plan formal para adquirir la isla ártica de manos de Dinamarca», aseguró The New York Times la semana pasada.
Ya existen dos proyectos de ley en el Congreso estadounidense prontos para darle luz verde al presidente bajo el eslogan «Hacer a Groenlandia grande de nuevo». El Times neoyorquino avisa además que el plan de anexión «moviliza a varios departamentos del gabinete». Aunque el matutino descarta el extremo bélico con base en fuentes anónimas en el gobierno, el propio Trump ha dicho en varias ocasiones que él no prescinde de la opción militar, llegado el caso.
Por ahora el presidente ha hecho amagues públicos de querer comprar la isla, algo que Estados Unidos concretó hace más de un siglo con la Alaska rusa y con las posesiones danesas en el Caribe. La oferta por Groenlandia ya se hizo en el pasado: Harry Truman tentó a la Corona danesa con el equivalente actual a 1.600 millones de dólares. Fue en 1946, mientras sus tropas ocupaban la isla (habían llegado cinco años antes, como respuesta a la ocupación nazi de Dinamarca, y no se irían hasta 1951, a regañadientes y previa firma de un acuerdo para mantener una base militar estadounidense que perdura hasta hoy). Citando documentos revelados por WikiLeaks, el portal Politico sostiene que, si bien aquellas ofertas fueron rechazadas, «el Departamento de Estado ha seguido monitoreando el potencial de producción de petróleo y uranio en Groenlandia al menos desde la administración Carter». La idea de hacerse con el territorio siguió dando vueltas en el siglo XXI, según otras comunicaciones publicadas por WikiLeaks. En un correo electrónico de 2008, uno de los analistas de la empresa Stratfor –proveedora de servicios de inteligencia de corporaciones como Dow Chemical, Lockheed Martin, Northrop Grumman, Raytheon y organismos estadounidenses como el Departamento de Seguridad Nacional, la Infantería de Marina y la Agencia de Inteligencia de Defensa– afirma: «Hay que tener en cuenta que la comunidad internacional, y en particular Estados Unidos, no permitirá que 57 mil personas gobiernen por sí solas una zona tan estratégica y rica en recursos. Ya somos dueños del lugar; deberíamos anexarlo en los próximos 50 a 100 años».
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Es probable que el cambio climático haya contribuido a acortar los cálculos. El ascenso de las temperaturas no es uniforme a lo largo del globo y en Groenlandia tiene lugar más rápido que en otros lugares. «Antes era dos veces más rápido, tres veces más rápido, y ahora pienso que se está calentando cuatro veces más rápido» que el resto del mundo, afirmó el científico polar especializado en el tema Ken Mankoff a la publicación inglesa London Review of Books. La capa de hielo groenlandesa, de más de 3 quilómetros de espesor en sus puntos de mayor grosor, «se está desmoronando», dice Mankoff. «Hay dos procesos que se combinan. Hay más aire cálido, veranos más calurosos y más lluvia; la atmósfera la está derritiendo desde arriba. Y también se está deslizando más rápido… Ese deslizamiento la está desgarrando, estirando y quebrando hasta que se agrieta, se rompe y luego fluye hacia el océano.»
«Hasta los turistas pueden ver que algo anda mal», sostuvo a la publicación británica el científico danés Morten Rasch, que ha trabajado en Groenlandia durante años. «Está sucediendo algo completamente extraño y, como geomorfólogo, me encuentro con paisajes que no tengo palabras para describir, porque no los hemos visto antes. El hielo simplemente se está derritiendo por todas partes.» En 2021, estudios publicados por la revista Nature y la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos alertaban que buena parte de la capa de hielo groenlandesa se encontraba al borde de un punto de no retorno camino a su colapso (véase «Lluvia en la tierra verde», Brecha, 14-I-22).
Por supuesto, son malas noticias para la humanidad, pero excelentes para el capital industrial y comercial, al menos en el corto y mediano plazo. En un artículo de comienzos de año, The Economist se regocija con el dato: «Desde la década del 80, el volumen de hielo en el Ártico se ha reducido en un 70 por ciento. El primer día sin hielo podría ocurrir antes de 2030». El derretimiento del Ártico no solo abarata los costos para extraer minerales de Groenlandia, cada vez más demandados por las industrias de punta, sino que facilita el pasaje de barcos por las rutas nórdicas. Esos itinerarios, hasta hace muy poco obstaculizados por el clima, ofrecen distancias de envío cada vez más cortas en comparación con las rutas tradicionales a través de Suez o Panamá, con la consecuente reducción de costos y tiempos de viaje. Se habla de distancias abreviadas entre 25 y 50 por ciento en el comercio entre Eurasia y Norteamérica, y de rutas libres de embotellamientos y de hutíes, aplaude The Economist (23-I-25).
Claro que el despeje del Ártico también acortaría el acceso de Rusia, y de su aliado China, a los recursos del hemisferio occidental, el que según la doctrina Monroe es «para los americanos». No en vano Trump ha señalado que Estados Unidos «debe tener Groenlandia por razones de seguridad internacional, por la paz mundial».
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A fines de enero, Trump y la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, mantuvieron una conversación telefónica de 45 minutos. De acuerdo a medios de los dos países, los diplomáticos europeos que conocieron el contenido del diálogo lo calificaron de «horrendo». Frederiksen luego comentó a la revista estadounidense Time: «Su presidente es muy directo». Palabras más, palabras menos, se dice que Trump dejó en claro que lo de Groenlandia no es un juego, y que Estados Unidos está interesado en los minerales de la isla, un punto que la primera ministra no le negó a Time.
En Dinamarca el tema tiene a todo el espectro político en pánico. No ocurre lo mismo en Groenlandia, aunque allí la idea de pasar a integrar Estados Unidos no es precisamente popular. Una encuesta publicada el 29 de enero y encargada por periódicos de la isla y de la metrópolis indica que el 85 por ciento de los groenlandeses se opone a ser parte de Estados Unidos. De los cinco partidos con representación en el Inatsisartut, el parlamento autónomo, cuatro rechazan con vehemencia los designios trumpistas. Naleraq, una formación nueva con una sospechosamente familiar combinación de nacionalismo feroz, libertarismo económico y retórica antielitista, se muestra entusiasta respecto a una mayor cooperación con Washington, pero, al igual que la mayoría de sus competidores, proclama que su objetivo final es la independencia de la isla. Con motivo de la reciente visita del vice yanqui, J. D. Vance, 1.000 groenlandeses marcharon frente al consulado estadounidense en Nuuk «por la nación groenlandesa» y contra «las repetidas alusiones al control y la anexión» del país.
Sin embargo, los groenlandeses parecen energizados por las diatribas de Trump. El país, que viene de un largo proceso de autonomización y de lucha contra la aculturación impuesta por los daneses, procesa aún el trauma del colonialismo. En 2022, la televisión pública danesa difundió un reportaje sobre la implantación forzada de dispositivos intrauterinos por el Estado danés en las décadas del 60 y el 70 que afectó a miles de mujeres y niñas groenlandesas. La película reveló la dimensión de un crimen del que hasta entonces apenas se hablaba en los ámbitos de gobierno. Los registros estadísticos de la época muestran que la tasa de natalidad groenlandesa bajó a la mitad a los pocos años de comenzada la campaña. El primer ministro saliente del gobierno autónomo, Múte Bourup Egede, acusa a Dinamarca de genocidio. Durante los últimos años, además, ha habido manifestaciones en Nuuk y Copenhague contra exámenes psicométricos que evalúan la «competencia parental», exigidos por el gobierno danés en todo el reino. Los manifestantes han señalado que el Estado tiende a separar a los niños de familias groenlandesas con mucho mayor frecuencia que de familias danesas. La situación recuerda lo ocurrido en la década del 50, cuando el gobierno colonial danés separaba por la fuerza de sus hogares a niños inuit y los enviaba a Dinamarca para su «reeducación». Copenhague no se disculpó por estos secuestros hasta 2020.
Otro documental, estrenado a comienzos de este año y titulado El oro blanco de Groenlandia, repasa la historia de la mina de Ivittuut, en el sur de la isla, regenteada por los daneses desde 1859 hasta su cierre, en 1987. De allí se extraía criolita, un mineral raro que permitió a Dinamarca producir aluminio de forma masiva y barata. La película estima que, a lo largo de su vida útil, la mina de Ivittuut produjo el equivalente a 60.000 millones de dólares, que partieron, todos y cada uno de ellos, hacia arcas danesas, sin beneficiarse los locales siquiera de impuestos o de un mísero salario. En la actualidad, el PBI groenlandés está en el entorno de los 3.000 millones de dólares anuales, la mayoría provenientes de la pesca y el turismo. Ante la práctica ausencia de desarrollo agrícola e industrial, la mitad de los ingresos del gobierno autónomo provienen de un subsidio que envía la metrópolis colonial, unos 635 millones de dólares anuales. Este monto suele ser tema de feroces debates con Copenhague, cuyas autoridades conservadoras siempre se han visto tentadas de reducirlo.
«La relación entre Groenlandia y Dinamarca está en su punto más bajo», dijo en marzo a The New Yorker Masaana Egede, editora jefa de Sermitsiaq, el periódico más importante de Groenlandia. «En Dinamarca se habla mucho de dinero y de qué obtienen ellos de Groenlandia», dijo. «En Groenlandia se habla de igualdad.»
Quizás esto explica por qué al mismo tiempo que Trump amenazaba con hacerse de la isla «de una manera u otra», Egede, de la izquierda independentista, declaraba a la radio pública nacional: «Necesitamos hacer negocios con Estados Unidos. Hemos comenzado a dialogar y a buscar oportunidades de cooperación con Trump», y aludía específicamente a la minería, afirmando que el país «tiene las puertas abiertas» en el sector (KNR, 13-I-25).
Buena parte de los yacimientos groenlandeses se encuentra bajo fiordos congelados. Para explotarlos, el trabajo de buques rompehielo es clave. Dinamarca –y por tanto Groenlandia– no cuenta con naves de este tipo, tras retirar la última de su flota en 2010. Rusia es la potencia en la materia y China intenta ponerse a tiro. Estados Unidos tiene tres y Trump dijo recientemente que planea ordenar 40. El otro factor clave es el capital, que los funcionarios de la Casa Blanca prometen que lloverá pronto sobre tierras groenlandesas. Lo cierto es que en la isla la riqueza del subsuelo es vista como la clave para lograr la ansiada independencia y deshacerse del vergonzante subsidio danés.
La derecha –Demokraatit, que ganó las elecciones de marzo– está más decidida aún que la ya decidida izquierda a abrir las grietas que llevan bajo tierra. El nuevo oficialismo, también independentista, pero desprovisto de melindres ecologistas, promete reformas que estimulen el crecimiento del sector privado, particularmente el minero, y «creen incentivos para el emprendedurismo al tiempo que reduzcan los obstáculos burocráticos», una alusión apenas velada a la legislación ambiental.
La jugada del acercamiento a Washington para financiar el sueño de la casa propia parece factible para el nuevo gobierno autónomo, pero muchos groenlandeses la juzgan riesgosa. Así se lo hizo saber hace pocos días a The Guardian el célebre actor groenlandés Angunnguaq Larsen: «Conozco la historia de Estados Unidos, cómo lo construyeron. Mataron a los indios, compraron esclavos, tienen una larga historia imperialista… Hay quienes piensan que se puede conseguir un puñado de dólares. Hay que ser muy cuidadosos».