Los secretos de la isla - Semanario Brecha
El cementerio de Gorriti

Los secretos de la isla

Lápidas trasladadas de Isla Gorriti al cementerio de Maldonado. SENGO PÉREZ

Sin que nadie los recuerde, cuatro marineros estadounidenses descansan en sus tumbas del cementerio de Maldonado. Sin visitas, sin flores, son apenas restos sin vida sepultados lejos de casa. Pero no siempre estuvieron ahí. Probablemente, ninguno de los 600 turistas que visitan diariamente la isla Gorriti en la temporada de verano sepa que aquellos muertos llegaron al cementerio local expulsados de la isla.

Con un área de 22 hectáreas, ubicada a dos quilómetros del puerto de Punta del Este, Gorriti fue primero conocida como isla de las Palmas, porque la palma yatay –la del butiá– crecía silvestre antes de que el hombre introdujera tamarices, pinos y eucaliptus. Fue Juan Díaz de Solís, su «descubridor», quien la bautizó así en 1516. Y así la siguió llamando Diego García de Moguer diez años después, y Sebastián Caboto al año siguiente, y el portugués Martín Afonso de Sousa en 1531. El mundo «descubierto» por Cristóbal Colón en 1492 era tierra fértil para exploradores que devendrían en descubridores de tierras ya descubiertas…

La isla fue objeto de disputa de las coronas española, portuguesa y británica; fue zona de operaciones de piratas; fue refugio para exiliados de la guerra grande, y también cementerio de los hombres que morían en altamar.

El primer difunto identificado en la isla fue hallado en 1673, cuando Juan Miguel de Arpide, capitán de la corona española, tomó posesión de la isla en nombre del rey Carlos II y encontró una cruz con una inscripción en idioma holandés: «Aquí está enterrado Henrique Bartholomé de Vesteruschi, malogrado el tres de octubre del año de mil seiscientos y setenta». Posteriormente también fueron sepultados W. R. Johnston, tripulante del buque inglés Doris, que murió en 1806; T. H. Reynolds, también tripulante de un barco inglés; un marinero de la corbeta italiana Caracciolo, en 1872, y C. Mills, un sastre inglés que, aunque muerto en Maldonado, se vio impedido de descansar eternamente en tierras continentales por no profesar la religión católica, por lo que su cuerpo fue enviado a la isla.

También fueron enterrados en Gorriti los restos de los tripulantes de buques estadounidenses: W. Anderson, del buque Lancaster, muerto en 1887, Olaf Johnson, John Worth, Cox Wain y otro marinero, del Pensacola, quienes murieron en 1890, y Patricio Nooman, del Essex, descansaban en tierras isleñas.

Si bien no hay menciones a tesoros escondidos en la isla, Estados Unidos mostró particular interés en destinar dinero para obtener una porción de tierra –piratas ellos también, después de todo–, con la justificación de mostrar respeto y homenajear a sus compatriotas allí sepultados. Primero la escuadra naval estadounidense solicitó permiso para instalar una cerca de hierro alrededor de las tumbas de sus compatriotas. Pero, allá lejos, en Washington, ambiciosos, querían más: en 1892 el cónsul de Estados Unidos solicitó comprar un terreno para construir un nuevo cementerio. La propuesta fue rechazada por las autoridades uruguayas, que la interpretaron como una falta de respeto a la soberanía nacional.

Con el argumento de que allí se cometían todo tipo de irregularidades –entierros sin autorización, desembarco de tropas extranjeras que bajaban para enterrar y rendir honores militares a sus muertos o para hacer prácticas de tiro–, el gobierno uruguayo dictó una resolución que prohíbe a las naves de guerra de cualquier nacionalidad hacer ejercicios de fuego en aguas jurisdiccionales, y ordenó la exhumación y el traslado de los cuerpos enterrados, o lo que de ellos quedara, al cementerio de Maldonado.

Una vez ahí, ya sin ser útiles a ningún propósito, los muertos fueron olvidados por su madre patria. Son apenas unos nombres casi ilegibles sobre un mármol blanco, lejos de casa.

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