Es probable que unos cuantos cinéfilos uruguayos estén iniciando hoy su culto por la obra del director japonés Hirokazu Kore-eda, ya que poco de su cine se había conocido en este país. Pero ahora mismo conviven en cartelera dos de sus películas, Nuestra hermana menor y Somos una familia. La Palma de Oro de Cannes (máximo galardón del prestigioso festival) para esta última seguramente haya sido una oportunidad para efectivizar el estreno de la primera, una película de 2015 que, en realidad, no era la anterior del cineasta, sino que hubo otros dos grandes largometrajes (El tercer asesinato, de 2105, y Después de la tormenta, de 2016) entre ambas. Como sea, Kore-eda viene filmando desde hace décadas obras sobresalientes, entre las que también se destacan After Life (1998), la increíble Nadie sabe (2004) y Still Walking (2008).
El título “Somos una familia” es una opción medianamente aceptable para un juego de palabras intraducible del japonés (el significado de “manbiki kazoku” difiere según la interpretación verbal o su lectura en kanji) que refiere al mismo tiempo a una “familia unida” y a un “robo en familia”. Y la esencia del filme1 tiene que ver con ambas significaciones: se trata de un grupo familiar improvisado, un rejunte de marginados que conviven bajo un mismo techo, en una vivienda precaria, perdida a la sombra de las grandes estructuras edilicias de Tokio. Estos personajes malviven obteniendo magros ingresos de trabajos zafrales o irregulares y del robo de alimentos y otros productos básicos en tiendas y supermercados. Cuando deambulando por la calle se encuentran con una niña pequeña hambrienta y abandonada, deciden hacer lo que presumiblemente han hecho ya varias veces: adoptarla y convertirla en una más de ellos.
Es así que Hirokazu Kore-eda utiliza sus recursos para generar una atmósfera con aires de documental, introduciéndonos a un micromundo en el cual la informalidad y la clandestinidad se articulan con un sistema de valores propio, que difiere en pequeños detalles de los de las familias tipo, pero que igual es perfectamente comprensible y hasta lógico. Los personajes siguen ciertos códigos autoimpuestos, como no robarle a los pequeños tenderos o enseñar a los niños el arte del “descuidismo” para que sientan el orgullo de estar aportando algo para la familia. Kore-eda no sólo evita juzgarlos, sino que se aleja de toda clase de paternalismo o miserabilismo, porque la prioridad es, ante todo, la empatía y la humanización de cada uno de ellos. En los almuerzos, en los diálogos casuales, en los paseos y los momentos de ocio, en la calidez y el amor compartidos en comuniones sutiles y mágicas, comprendemos en carne propia las motivaciones de un grupo más sólido que muchísimas familias reales.
Aun así, lejos de encumbrar o idealizar esta
peculiar forma de vida, durante el último tercio de película aparecen las
grandes incomodidades, se introducen la ambigüedad y los cuestionamientos, y
comienzan a exhibirse las grandes falencias del cuadro construido. Lo que en un
principio compramos como una familia “ideal” deja ver al tiempo su propia
oscuridad, sus graves problemas intrínsecos. Sólo un gran maestro podía
proponer un periplo de este porte y lograrlo con tal eficacia.