En un auto, una pareja avanza visiblemente consternada por una ruta hermosa de Chile. Una ruta llena de árboles, iluminada por la luz de la tarde. Las expresiones de ambos personajes son de dolor, incomodidad y enojo. Ella tiene una rigidez notoria en la espalda y unas ojeras tremendas; su cansancio viene de lejos. De pronto él la convence, se arrepienten y dan vuelta, vuelven atrás unos pocos metros hasta que se detienen, bajan del auto y se ponen a buscar. La película avanza y comprendemos que han dejado solo, en un costado de la ruta, a su hijo de 7 años, que tuvo una conducta terrible durante el viaje y a quien le hicieron creer que lo abandonarían. Fueron solo unos minutos, pero ahora el gurí ya no está. Solo quedan el verdor de los árboles, la ruta desierta y una angustia tan real como cada segundo del tiempo que pasa.
Es cierto que el tiempo en esta película es real, si aceptamos que eso puede decirse de un discurso cinematográfico. El castigo está rodada en un solo plano y el equipo no utilizó trucos de montaje. Técnicos y actores ensayaron la puesta en escena como si se tratara de una obra de teatro, con las coreografías y las intenciones del caso. La apuesta da resultado, porque a medida que la tarde avanza hacia una noche que será demasiado fría para que un niño perdido la soporte vamos conociendo mejor la personalidad de esos dos padres, sus luces y sombras, su capacidad de lidiar con la situación límite y de apoyarse –o no– uno en el otro. La fotografía es memorable en su sencillez: con sutiles variaciones en la profundidad de campo y una preciosa y calculada parsimonia que permite a la iluminación natural hacer de las suyas, acompaña las actuaciones de manera muy eficaz, permitiendo que sean los cuerpos de los personajes, sus miradas, sus tonos de voz, los responsables únicos de concretar la transmisión de las distintas emociones.
Porque las acciones son pocas, el espacio es uno solo y el tiempo es real. Sin embargo, debido a ese minimalismo, los significados se agrandan, se expanden y estallan, haciendo que la tensión cinematográfica crezca de forma continua con cada movimiento –de los actores y de la cámara–, con cada gesto y cada diálogo. Es perfecta la manera en la que esta película chileno-argentina, escrita por Coral Cruz y dirigida con maestría por Matías Bize, logra ilustrar la tensión de una familia que ha llegado al límite, pero no por haber pasado por una situación concreta, circunstancial, que deriva en un conflicto, sino por la incapacidad de sostener, día a día, la armonía de la vida cotidiana. Interesante paradoja: la película muestra solo una hora y poquito de vida, pero en ella se condensa de manera evidente, mucho más que en otros títulos, todo lo demás, el pasado y el futuro. Así, en la perfecta verosimilitud de la situación, sentimos a esa pareja normal, progresista, de clase media, como parte de un nosotros que no nos enorgullece porque es espejo de un malestar profundo, tan reconocible como difícil de superar.
Sin maniqueísmos ni heroicidades chotas, la situación comienza a ser insoportable para los personajes, que se desdibujan en la desesperación y la impaciencia. Esa degradación deja paso a un clima de confesiones en el que asistimos a palabras que resultan, aun hoy día, difíciles de escuchar en la boca de una madre: palabras que asocian la maternidad al padecimiento y a la pérdida de identidad. La actuación de la increíble Antonia Zegers es devastadora, porque su interpretación no apela a un dramatismo obvio, sino que construye una representación del hartazgo tan sutil como contundente, permitiéndonos ver apenas, por detrás de las palabras y las lágrimas, el dolor acumulado por la estafa de un proyecto de felicidad que ha dejado paso al vacío. Pero, hacia el final, queda muy claro que la película no la juzga, ni a ella ni a Mateo, su marido: nos invita a hacernos cargo de lo que les pasa desde un lugar empático y compasivo, uno que comprenda que no puede aplicar lecciones morales, que se encuentra frente a una situación tan cierta como imposible de superar. Quedan las preguntas, las sensaciones, el desamparo de ser testigos de tanta soledad, la evidencia de que, en lo difícil que es la vida, lo único que podemos –y necesitamos– hacer para pasarla un poco mejor es ser capaces de decirnos, a nosotros y a aquellos a quienes amamos, la verdad, por terrible que sea. Es la honestidad compartida, parece sugerir la película, la única práctica en la que aún podemos confiar para superar el castigo y encontrar algún consuelo.