Movilidad y convivencia - Semanario Brecha
La ciudad del futuro: romper con la organización autocéntrica

Movilidad y convivencia

Cuando pensamos en la ciudad del futuro, a menudo imaginamos autos voladores, inteligencia artificial aplicada a la gestión del tránsito y a la limpieza, y robots que hacen tareas que hoy hacemos las personas. ¿Una ciudad del futuro sería necesariamente así?

HÉCTOR PIASTRI

Las ciudades son espacios que estructuran nuestra vida. Para nosotros, seres sociales, vivir cerca tiene sentido y nos conviene desde varios puntos de vista. En las ciudades podemos producir y consumir más fácilmente las cosas que generamos y que necesitamos, podemos socializar, crear redes de cuidado, acceder a bienes culturales, a propuestas gastronómicas, podemos tener mejores posibilidades de educación y formación, entre tantas otras cosas.

La cercanía y la diversidad de ofertas que ofrece la ciudad es imbatible. Por esta razón, más de la mitad de la población global vive en ciudades, mientras que en 1980 lo hacía solo el 39 por ciento.1 Al mismo tiempo, la ciudad tiene, cada vez más, peor reputación. La gran ciudad tiene fama de ser ruidosa, sucia, estresante y peligrosa. Para mucha gente, vivir en una ciudad es más un «mal necesario» que una elección de vida.

En Montevideo, como en muchas ciudades, observamos diversos problemas: que el ruido en muchas avenidas es tanto que no se puede hablar tranquilamente ni tampoco dormir o trabajar con las ventanas abiertas; que la contaminación del aire nos enferma; que una caminata se hace muy incómoda por el tamaño y el estado de las veredas; que uno se siente siempre preocupado por que sus niños no sean atropellados por autos; que el transporte público no es una opción atractiva para desplazarse; que muchas plazas no son lugares adecuados para juntarse entre amigos; que no se puede jugar más en la calle como antes; que mucha gente elige no vivir más en la ciudad, sino en lo suburbano; que los comercios de la ciudad tienen cada vez más dificultades; que la mayoría de las personas tiene miedo a andar en bicicleta.

La principal causa de estos problemas tiene que ver con que estamos ante una ciudad autocéntrica. Es decir, se deben a la cantidad de autos que circulan hoy por la ciudad. O, mejor dicho, a la cantidad de veces que nosotros, los montevideanos, elegimos desplazarnos en auto y a la forma en la que diseñamos nuestra ciudad para facilitar estos viajes.

Pero ¿cómo llegamos a este dilema? Hasta la revolución industrial, las ciudades del mundo habían crecido lentamente. Esas ciudades tenían dos características centrales. En primer lugar, todo tenía que estar cerca porque no existían medios de transporte que permitieran el desplazamiento de distancias largas. Las personas hacían todos sus mandados a pie y precisaban que los lugares de trabajo, educación, ocio y consumo estuvieran a distancias caminables. El centro era el lugar más requerido para vivir y solo las élites de la sociedad lo podían hacer. Como no había motores, tampoco había ruido ni contaminación.

En segundo lugar, el espacio público era la calle. Ahí se hacía todo: se trabajaba, se vendía, se jugaba, se festejaba, se socializaba. Y aunque las plazas del centro servían como lugares de encuentro y para ferias, la calle en su totalidad funcionaba como hoy funcionan las plazas.

Esto empezó a cambiar con el auge de los ómnibus y de los automóviles. El automóvil significó modernidad, libertad, la posibilidad de viajar siempre a cualquier lugar. Con él llegaron las normas de tránsito y se determinaron actividades peligrosas –y hasta prohibidas– para hacer en la calle, como cruzar a mitad de cuadra, hacer negocios o jugar.

Las ciudades se empezaron a diseñar para un número de automóviles que aún no existía, porque el sueño era que en algún momento todos tuvieran su propio automóvil. La rambla de Montevideo ya tenía seis carriles en los años cuarenta, cuando apenas había autos. Nadie se podía imaginar cosas como embotellamientos o búsquedas decepcionantes para estacionar ni tampoco que se iban a morir personas todos los días por colisiones con automóviles, o que un niño no pudiera ir a la escuela solo porque podría ser atropellado. De esa forma nació la profesión del ingeniero de tránsito: personas que no veían las calles y la ciudad como un espacio de convivencia, sino como una red de transporte que tenía que funcionar de forma rápida y eficiente para los autos.

Con el tiempo, la ciudad de cercanía, con la calle como principal punto de encuentro, se transformó en la ciudad de tránsito. El auto empezó a ganar cada vez más territorio y los demás usos quedaron marginados al espacio que sobraba. Hoy, nos cuesta imaginar que las calles no estén llenas de autos en marcha o estacionados. Las calles peatonales o mixtas, que antes eran la norma, ahora son excepciones.

Además, este modelo llegó a sus límites. Los autos, máquinas de una tonelada que pueden moverse a 150 quilómetros por hora, se usan ahora para mover a una persona a 20 quilómetros por hora por la ciudad. La pesadilla de un ingeniero debería ser esta ineficiencia.

INNOVACIONES QUE NO CUESTIONAN EL SISTEMA

Para enfrentar los problemas de la ciudad y, sobre todo, de la movilidad, a menudo escuchamos la palabra innovación. Muchas de las innovaciones que se venden como soluciones al problema de las ciudades con frecuencia son cambios tecnológicos que modernizan una parte del modelo sin cuestionarlo. Así se crean esquemas de subsidio a autos eléctricos sin cuestionar al auto como solución de movilidad, se desarrollan aplicaciones para el transporte público manteniendo recorridos ineficientes, se instalan semáforos como solución a todo conflicto o se construyen ciclovías en lugares residuales en lugar de avanzar en una redistribución más justa del espacio público.

Estas medidas son cambios cosméticos que no resuelven el dilema: solo lo manifiestan y reducen algunos de sus síntomas. Paradójicamente, la ciudad del futuro quizás no necesite innovaciones universales desarticuladas de la realidad socioterritorial, sino volver atrás y recuperar aquellos aspectos del pasado que, lejos de la tecnología futurista, propendan a ciudades más humanas. En este sentido, para generar un cambio real de la ciudad y volverla más atractiva, se torna necesario cambiar las reglas del espacio público. Únicamente así la ciudad se libera del dilema y aprovecha los beneficios de tener todo cerca.

LOS BENEFICIOS DE UN MODELO SUSTENTABLE

Afortunadamente, ya existe el modelo que prioriza los desplazamientos en transporte público, en bicicleta y a pie: se llama modelo de la movilidad sustentable. De esa forma, se logra ganar espacio para la mayor eficiencia de estos modos de transporte. En un carril para ómnibus se trasladan hasta 25 veces más personas que en un carril para autos, y la capacidad de una ciclovía es hasta diez veces más alta que la del carril para autos, una solución muy eficaz para viajes de menos de 5 quilómetros.

Ciudades que se transforman según diseños urbanos favorables para viajes en bici, a pie y en sistemas de transporte público atractivos experimentan un cambio de comportamiento de sus habitantes hacia estos modos, ya que estos usan cada vez menos el auto. En consecuencia, los viajes en auto también se hacen más rápidos y atractivos, porque hay menos tránsito vehicular. En este punto, la ciudad del futuro empieza a aprovechar todo su potencial, porque los beneficios van mucho más allá de la eficiencia en movilidad. La ganancia en espacio y la reducción en tránsito vehicular nos favorece en tres niveles.

Primero, a nivel social, porque se generan más espacios donde la gente puede pasar tiempo para socializar al aire libre. También fomenta la inclusión, porque las personas que más ganan movilidad y autonomía son aquellas que hoy están expulsadas del sistema urbano, especialmente niños y niñas, personas mayores y personas con discapacidades. Además, los viajes a pie aumentan las chances de cruzarse con gente en el camino y se asocian con una mayor sensación de pertenencia y seguridad. Segundo, a nivel económico, porque mucha gente no tiene que dedicar gran parte de su sueldo a su propio automóvil, ya que ahorra en el sistema de salud por mayor actividad física con crecientes números de viajes a pie y en bici, y los comercios chicos venden más. Tercero, a nivel ambiental, ya que se reducen la contaminación del aire y el ruido, se genera más espacio para árboles que dan sombra en verano, se puede reducir la superficie asfaltada, que aumenta el peligro de inundaciones, y se bajan las emisiones que contribuyen al cambio climático.

Al final, el modelo actual, con todas sus inconveniencias e ineficiencias, es una decisión, no una ley natural. Nosotros podemos y debemos cambiarlo.

UN CAMBIO ORGANIZACIONAL

El gran desafío para la ciudad del futuro se encuentra, entonces, en lograr un cambio organizacional que dé lugar a miradas interdisciplinarias sobre la ciudad y que desarrolle estrategias de incidencia en la población para concientizar sobre la necesidad y las potenciales ganancias de un cambio hacia el modelo sustentable.

Con relación al espacio público, seguimos con muchos procesos verticales y monodisciplinarios que raramente involucran a la población en la toma de decisiones. Pero el modelo autocéntrico, incluso con estas restricciones cotidianas, no está siendo suficientemente cuestionado por la sociedad. Muchas personas creen que sus necesidades de movilidad se pueden satisfacer mejor con una buena infraestructura vial para autos.

También por esto, el diseño urbano es configurado principalmente por ingenieros de tránsito que buscan un mayor flujo vehicular, expulsando así otros usos del espacio público. Son pocas las ciudades del mundo que en los últimos años han invertido más recursos en parques, plazas, lugares de encuentro y escenarios urbanos que en intersecciones, túneles, puentes y semáforos.

Como vemos, el espacio urbano no es neutro, sino que está –e históricamente estuvo– cargado de intención y se configura como el reflejo de las dinámicas sociales, culturales y económicas de las localidades, y, por tanto, tiene la capacidad de estimular o, por el contrario, de restringir los usos y las prácticas que se desarrollan en él. Actuar sobre el espacio parece clave, pues tiene un potencial transformador y la capacidad de incidir en las formas de habitar y apropiarse de la sociedad.

Es necesario, entonces, avanzar hacia un modelo en el que las calles sean diseñadas según las necesidades de las personas que viven, trabajan, estudian o pasan tiempo en ellas. Para eso se necesita que desde la gestión del espacio público se ponga a las personas como centro de las decisiones.

*Tim Voßkämper es integrante del colectivo Ciudad Abierta: colectivociudadabierta.org

1. División de Población, Naciones Unidas.

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