Mundo de la vida y política de víctimas - Semanario Brecha

Mundo de la vida y política de víctimas

Un país periférico como Uruguay, situado en una de las regiones más desiguales y violentas del mundo, que presenta una matriz de protección social resistente, ha tenido en el delito un problema de alcance estructural y de importante gravitación sociopolítica. En un contexto de reestructuración de los sectores medios y de las clases populares, la victimización se ha expandido e impactado en las representaciones, las evaluaciones y la subjetividad de una buena parte de la ciudadanía. Las experiencias con el delito se generalizaron, al mismo tiempo que las mejoras socioeconómicas y el aumento promedio del bienestar social (2005-2014) volvieron a colocar al país en un lugar de relativa excepción. El caso uruguayo es de interés para mostrar cómo un paisaje consolidado de ciudadanos y referencias estatalistas se desestabiliza ante los nuevos procesos de desigualdad social y la emergencia de las víctimas, como sujetos poderosos y representativos, fraguados en el sufrimiento, algo propio del mundo del delito y la violencia.

No es una tarea sencilla comprender en profundidad a las víctimas del delito. Las más visibles y con discursos estructurados en el espacio público ofrecen más facilidades a la posibilidad del estudio, en tanto que otras permanecen en un lugar de inaccesibilidad. En general, a lo que se puede acceder es a un conjunto de experiencias que involucran a hombres y mujeres de distintas edades, aunque muy concentrados en el universo de las clases medias y medias bajas. Pequeños y medianos comerciantes, vecinos organizados en diferentes barrios, adolescentes de las zonas más integradas de la capital, mujeres empleadas o profesionales dan el tono de la realidad de la victimización en el Uruguay actual. Es posible que una sociología de las víctimas del delito deba profundizar en la incidencia de los espacios más marcados por el delito violento, las autoidentificaciones ideológicas o partidarias y el lugar que se ocupa en la estructura de clases sociales a la hora de comprender las culturas afectivas que operan como mediadoras de las experiencias de victimización.

En efecto, los sentimientos y las emociones están condicionados por reglas y normas que arraigan socialmente. Los cuerpos y sus marcas también están atravesados por las desigualdades sociales. Y las representaciones sobre lo intolerable suelen ser tributarias de ciertos sentimientos morales y de la capacidad (y habilitación) de sostener un discurso a partir de la propia experiencia. En este contexto, hay víctimas más visibles y reconocidas que tienen un lugar de preeminencia en el campo. Algunas víctimas indirectas de los homicidios (madres emblemáticas) y los vecinos y los comerciantes afectados por los delitos contra la propiedad logran sostener discursos en primera persona y erigirse en figuras representativas de los padecimientos mayoritarios. Muchas de estas víctimas se consolidan a medida que otras identidades sociales van perdiendo fuerza y, de esa manera, contribuyen a mitigar los procesos de desorganización social. Pero hay otras víctimas que se apoyan en el poder de sus identidades preexistentes y, desde allí, establecen sus demandas en términos de ley y orden. En definitiva, las víctimas más visibles logran poderosos canales de identificación con un mundo en común, y la expresión de sus representaciones y emociones sirve para mantener una realidad compartida.

También hay víctimas emergentes que han ganado protagonismo dentro del campo, como las mujeres afectadas por los distintos tipos de violencia de género. Las violencias escondidas, que se manifiestan de golpe o en etapas de lenta gestación, y las identidades heridas y no aceptadas configuran una realidad que oscila entre la impotencia y la necesidad de concretar comportamientos liberadores. Muchas de esas víctimas suelen estar centradas en sí mismas y referir a sus vidas por fuera de los relatos afincados en las desigualdades estructurales de género. Aun así, sus experiencias rara vez toman la forma visible de un discurso en primera persona, con la excepción de algunas comunidades terapéuticas y emocionales. En general, las víctimas de la violencia de género son víctimas habladas a partir de traducciones políticas y demandas institucionales.

Por último, cuando se producen ciertas interseccionalidades –de clase, género y edad–, nos encontramos con víctimas negadas e invisibilizadas. Las experiencias de injusticia, la precariedad socioeconómica y las definiciones en términos de alteridad cultural son barreras que impiden el acceso al campo de las víctimas. Del mismo modo, es posible identificar conflictos importantes sobre la condición de víctimas plenas a partir de situaciones de violencia sexual que entrañan momentos de alta visibilidad pública, con fuertes operaciones de negación. Distinto es el caso de algunos adolescentes de los sectores medios y medios bajos, cuyas experiencias cotidianas con los delitos se tramitan en silencio y con resignación. Al tiempo que dan cuenta de una identidad generacional que refleja vulnerabilidades, estos adolescentes suelen reproducir los discursos hegemónicos del mundo adulto sobre la violencia, el delito y la inseguridad.

Este diverso mundo de la vida nos enfrenta con la capacidad creadora de las víctimas y con las distintas formas de conformar un gobierno de las víctimas. El alcance de la agencia, las complejas combinaciones de identidad, las dinámicas de desprecio y reconocimiento, y las eventuales inserciones en comunidades de dolor son algunos de los elementos que habilitan la supervivencia de las víctimas como sujetos activos y creativos. Del mismo modo, el lugar que ocupen en la estructura social, el anclaje emocional de sus narrativas, las estrategias de lucha y las performances en el espacio público serán elementos decisivos para que las víctimas se encarnen como sujetos representativos y de alta visibilidad.

En Uruguay, la trama organizativa y los movimientos de las víctimas del delito han tenido una débil concreción. Con la excepción del movimiento de mujeres en torno a la violencia de género y algunos núcleos de vecinos que reclaman por más seguridad, las formas organizadas de tramitar las demandas y construir comunidad en torno a la victimización han sido pocas y se han neutralizado en función de los intereses del Estado. En efecto, en los últimos años la matriz estadocéntrica propia del proceso uruguayo ha desplegado un doble movimiento. Por una parte, el aumento de la victimización y la intensificación de las representaciones negativas sobre la inseguridad han estimulado una política criminal cada vez más represiva y un aparato de vigilancia y control más robusto. El momento punitivo se reafirma cuando el Estado penal se expande con la intención de dar respuestas a las víctimas reales y potenciales. Por otra parte, durante los años de crecimiento económico y gobiernos progresistas, el Estado social en Uruguay se ha reconstruido para mitigar las consecuencias más severas de la precariedad social, pero, al mismo tiempo, ha institucionalizado políticas sociales destinadas a los cuidados, la reparación y la rehabilitación. El ciudadano vulnerable es objeto de un esfuerzo político y un discurso orientado a solventar sus fragilidades. El gobierno de las víctimas del delito puede inscribirse en esta tendencia, aunque sus resultados hayan sido poco consistentes hasta el momento. Desde la priorización de algunas víctimas, pasando por una fuerte institucionalización de otras (por ejemplo, las de la violencia de género), los dispositivos administrativos y asistenciales ostentan sus debilidades y no logran salvar la distancia que hay entre los discursos de reconocimiento y las verdaderas prioridades institucionales.

El ciudadano vulnerable lo es aún más cuando le toca transitar por experiencias de victimización. Este criterio ha sido la base de acción de algunos dispositivos recientes, como la Unidad de Víctimas y Testigos de la Fiscalía General de la Nación (la respuesta institucional más importante en materia de política de víctimas). La posibilidad de reconocer e intervenir a las víctimas más vulnerables e invisibilizadas ha constituido un cambio importante, que ha desatado fuertes disputas en el campo penal en torno al alcance de una verdadera política de protección de las víctimas del delito. En cualquier caso, las nuevas bases de legitimación del humanitarismo moral en torno a las víctimas han sido claves para consolidar los engranajes más productivos del sistema penal. Las políticas individuales de reconocimiento, la búsqueda de la conformidad y un mayor número de sentencias condenatorias marcan las dinámicas de un nuevo subcampo de las víctimas del delito.

Las víctimas del delito introducen desafíos políticos de gran magnitud. Sin embargo, no podemos disociar su abordaje de la consolidación actual del momento punitivo. Del mismo modo, muchos de los rasgos de este nuevo sujeto social pueden ser útiles para dialogar con otras tendencias de la época. Por un lado, se señala que vivimos en un tiempo de insensibilidad, ceguera moral e indiferencia ante el sufrimiento humano.1 Esa indiferencia opera, pero de manera selectiva. La victimización es capaz de desatar pasiones focalizadas y el sufrimiento humano puede transformarse en un espacio de ásperas disputas morales. Por otro lado, esta época ha sido caracterizada por la expansión del victimismo y la centralidad sociopolítica de los sentimientos. Según algunos autores, la vida social queda marcada por la presencia de identidades fuertes y susceptibles que desactivan los intercambios racionales y las pretensiones de universalidad.2 Pero las víctimas del delito cumplen la tarea de recordar las fuentes reales del dolor y el sufrimiento, y desde la heterogeneidad de sus experiencias se dificulta la construcción de un imaginario único y compartido. Si la condición de víctima pudiera activar una suerte de ideología del victimismo, esta, en realidad, presentaría rasgos muy limitados y comparativamente menos gravitantes que las representaciones comunes que labran el momento punitivo. Pero estas especulaciones exigirían otras investigaciones.

1. Bauman, Z. y Donskis, L (2015). Ceguera moral. La pérdida de la sensibilidad en la modernidad líquida. Buenos Aires: Paidós.

2. Giglioli, D. (2017). Crítica de la víctima. Barcelona: Herder.

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