Con el mayor de los respetos a las organizaciones de la colectividad israelita del Uruguay, alzo mi voz de judía para decir: por favor, no hablen en mi nombre. No se arroguen el derecho de hablar por «los judíos»: es una falta de respeto hacia todos los judíos que no compartimos las ideas sionistas. Y hago extensivo este pedido a los medios de comunicación que llaman a esos voceros «representantes de la colectividad judía», pues representan solamente a un sector de esa colectividad. Somos muchísimos los judíos que no participamos en esas organizaciones, y no por ello somos menos judíos.
Soy judía y soy antisionista. La sola existencia de un Estado judío me parece segregacionista, en la misma medida que un Estado católico, budista o musulmán; en la misma medida que un Estado negro o rubio o indígena. No niego el derecho a que una nación quiera tener un Estado, pero que esté basado en el hecho de ser judío lo contesto totalmente. Por supuesto, dado que ya existe y que millones de personas lo consideran su patria, no voy a negarlo en tanto país, aunque me gustaría que se desvinculara de la «judeidad» para su definición.
Entiendo que nacer en un Estado judío empobrece enormemente la experiencia vital de ser judío. Los judíos, desde hace dos milenios, hemos tenido la suerte de participar en al menos dos culturas: la que mamamos de nuestra familia y la del país en que hemos nacido. Así, un Einstein es tan alemán como judío y yo, tan uruguaya como judía. La riqueza de esta doble cultura es en buena medida lo que ha producido que el aporte judío al mundo haya sido tan importante: siendo menos de
0,02 por ciento de la población mundial, 23 por ciento de los premios nobel han sido judíos. La diáspora, desde sus primeros días, aunque implicara sufrimiento para quienes tuvieron que emigrar, ha sido, a la larga, una fuente de riqueza cultural. Es la historia común la que ha formado a la nación (en términos antropológicos) judía: esa historia implica desplazamientos y mestizaje cultural. Borrarla de un plumazo, en un vano intento de volver a los orígenes, es negar la riqueza de esa historia.
Pensemos por un momento en que la mitad de la historia del pueblo judío se desarrolla fuera del Mediterráneo oriental. Esta especie de «vuelta al origen» propuesta por el sionismo implica, por la vía de los hechos, la negación de la mitad de nuestra historia. Si algunos judíos sentían la necesidad de tener un Estado, ¿por qué en Palestina?
En términos históricos, la reivindicación de la tierra palestina carece de fundamento objetivo. Es cierto que una serie de tribus nómadas que compartían algunas creencias comunes se sedentarizaron en la zona de Canaán, divididas durante la mayor parte del tiempo en dos reinos: Judea, al sur, e Israel, al norte. Pero no es menos cierto que en esos territorios convivían otros pueblos. La tradición bíblica relata cómo David expulsó a los jebuseos de Jerusalén para trasladar allí su capital desde la antigua Hebrón, lo que demuestra efectivamente la existencia de otros pueblos asentados allí antes que los hebreos y, por ende, también con derecho a reivindicar esa tierra. La sola presencia histórica de un pueblo en un lugar no amerita el reclamo de esa tierra. Si así fuera, los árabes deberían estar reclamando España, los holandeses podrían reclamar Nueva York, los romanos Londres, porque ellos la fundaron. Es ridículo por donde se lo mire. Estoy con Sigmund Freud cuando dice que quizás instalarse en una zona menos cargada históricamente (y, agrego yo, no poblada) hubiera sido preferible para aquellos judíos que sentían la necesidad de tener un Estado.
Tampoco es de recibo el reclamo de esa tierra por razones religiosas. Nuestra civilización occidental, desde hace al menos 2.500 años, entabló el pasaje del mito al logos. Desde la democracia ateniense los argumentos de carácter religioso no fueron válidos a la hora de tomar decisiones políticas, que debían sustentarse en argumentos racionales. El argumento de la «tierra prometida» implica una involución cívica de 2.500 años. Pero, incluso aceptándolo, sabemos que la relación de los judíos con esa tierra no ha sido homogénea ni estable, y que sufrió a lo largo de la historia procesos de transformación.
LO QUE EL SIONISMO SIGNIFICÓ
Los judíos nunca fuimos un pueblo con ideas monolíticas o unánimes; bien al contrario, como herederos del Talmud (escuela de debate, duda y reflexión), múltiples tendencias se han agitado en su seno. El sionismo ha causado, desde su aparición, una profunda división entre los judíos. Los judíos más famosos han sido antisionistas. Así, por ejemplo, Freud, en una carta del 26 de febrero de 1930 a Chaim Koffler, miembro de la Fundación para la Reinstalación de los Judíos en Palestina, decía: «Quien quiera influenciar a la mayoría debe tener algo arrollador y entusiasta para decir, y eso, mi opinión reservada sobre el sionismo no lo permite. […] Me hubiera parecido más prudente fundar una patria judía en un suelo no cargado históricamente; en efecto, sé que, para un propósito tan racional, nunca se hubiera podido suscitar la exaltación de las masas ni la cooperación de los ricos. Concedo también, con pesar, que el fanatismo poco realista de nuestros compatriotas tiene su parte de responsabilidad en el despertar del recelo de los árabes. No puedo sentir la menor simpatía por una piedad mal interpretada que hace de un trozo del muro de Herodes una reliquia nacional y, a causa de ella, desafía los sentimientos de los habitantes de la región. Juzgue usted mismo si, con un punto de vista tan crítico, soy la persona que hace falta para cumplir el rol de consolador de un pueblo quebrantado por una esperanza injustificada».
Einstein era aun más enfático. En 1948 envió una carta a Shepard Rifkin, líder sionista de Estados Unidos, en la que se lee: «Cuando una catástrofe real y final caiga sobre nosotros en Palestina, el principal responsable por esta será Gran Bretaña, y el segundo responsable serán las organizaciones terroristas nacidas desde nuestras propias filas. No me gustaría ver a alguien asociado con esa gente criminal y engañadora».
La preclara Hannah Arendt, en The Jew as Pariah, de 1978, escribió: «No menos peligrosa, y en total acuerdo con esa tendencia general, fue la única contribución de la filosofía de la historia que los sionistas aportaron con sus nuevas experiencias: “Una nación es un conjunto de personas… que se mantienen unidas por causa de un enemigo común” [Herzl], una absurda doctrina que contiene tan solo esta pequeña verdad: que muchos sionistas están, ciertamente, convencidos de que ellos son judíos para los enemigos del pueblo judío. Por lo tanto, estos sionistas concluyen que sin antisemitismo el pueblo judío no podría haber sobrevivido en los países de la diáspora; y por eso ellos se oponen a cualquier intento en gran escala de liquidar el antisemitismo».
Jean-Paul Sartre había dicho que «si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría». Podría agregarse que si el antisemita no existiera, el sionista lo inventaría. Lo necesita para su justificación. Hoy, más allá de condenar enfáticamente la masacre de inocentes, hay que entender qué es el sionismo, cómo nace y cómo se transforma en lo que es.
ELEGIR
Ante los procesos de cambio que se dieron a partir del siglo XVIII (Ilustración, nacimiento de los Estados modernos, revolución industrial, etcétera), los judíos tuvieron que elegir entre mantenerse dentro del universo cerrado de sus comunidades, cuyas instituciones y tradiciones no habían sufrido el mismo proceso de secularización, o asimilarse: incorporarse a los nuevos Estados como ciudadanos corrientes en la calle, pero judíos en su casa. Esta fue la tendencia que más se impuso. Los miembros más poderosos entre los judíos asimilados crean entidades fiduciarias que respaldan empresas estatales o actúan como burócratas y diplomáticos en la administración, lo que probaba que los judíos podían convertirse en excelentes ciudadanos de los nuevos Estados y librarse así de los arraigados prejuicios y ataques antisemitas que habían nacido con la cristiandad. Ya Pablo en sus cartas a los tesalónicos del año 50 d. C., anteriores a los evangelios, tiene durísimas palabras contra los judíos, como «asesinos de Cristo» y «enemigos de todos los hombres» (1 Tesalonicenses 2:15). Es que los judíos impedían a los cristianos evangelizar en su tierra, pero esto sirvió de justificación para el odio al judío durante 20 siglos. Este odio puede imputarse (además de al fanatismo religioso) al hecho de que los judíos eran la única comunidad implantada entre cristianos. El «diferente» siempre sirvió de chivo expiatorio. Se los culpó de la peste negra. De su aislamiento en Venecia nos viene la palabra gueto.
Volviendo a la modernidad, la mayoría de los judíos se van asimilando a la sociedad con la que conviven. Los que se han transformado en ciudadanos poderosos asimilan la ideología del Estado nación y sus mecanismos como única forma de entender las relaciones entre comunidades políticas, al tiempo que van formando «guetos de lujo», lo que los puso en el punto de mira de aquellos sectores de la sociedad que habían sido afectados por las nuevas estructuras liberales (antiguas élites terratenientes, obreros pauperizados), dando lugar a un nuevo antisemitismo, renacido como un instrumento de movilización política a gran escala, que desembocó en el fenómeno nazi.
Arendt descubría en su trabajo sobre «la banalidad del mal» (Eichmann en Jerusalén) que lo más perturbador en el interrogatorio del administrador de los campos de concentración era la ausencia de rechazo personal contra los judíos. La atrocidad se había basado simplemente en ignorar la condición humana de los judíos. Los judíos eran irreconciliablemente «los otros», de cuyo destino no tenían por qué preocuparse.
Es en este contexto que irrumpe con fuerza el sionismo, si bien existía desde el último tercio del siglo XIX, nacido de una generación de pensadores judíos que reivindicaba un proyecto diferente. Según Arendt, entrañaría «grandes promesas, pero también potenciales perversiones». Desde el comienzo se expresaron dos tendencias divergentes en el seno del sionismo. La triunfante, representada por Herzl, se entregó inmediatamente a los poderosos, es decir, se apoyó en las élites judías, que deseaban «mantener el control de las masas pobres», y se orientó hacia los salones de las altas relaciones diplomáticas. Ese proyecto persiguió la creación de un Estado nacional judío que exportase a Palestina las relaciones imperialistas, mantenedoras del statu quo impuesto desde Europa.
AQUEL SUEÑO
La otra tendencia, la de Bernard Lazare, había puesto mayor énfasis en el valor revolucionario de los judíos corrientes, al margen de las élites. Palestina podría haberse convertido en una fuerza que integrase a los árabes y dinamizara la región. Los kibutz, al margen de las estructuras burocráticas del Estado convencional, habían engendrado una nueva forma de propiedad, de explotación agraria, etcétera. Es decir, el embrión de una auténtica demos, una comunidad verdaderamente democrática y casi socialista. Pretendían ofrecer una esperanza de soluciones que serían aceptables y aplicables por cualquier pueblo. Palestina podía alzarse como la vanguardia del cambio y de allí su potencial revolucionario. Pero esta esperanza estaba inextricablemente ligada al éxito en integrar a la población árabe del territorio: «La idea de la cooperación judeo-árabe […] no es un ensueño idealista, sino la escueta afirmación del hecho de que, sin ella, toda la aventura judía está condenada», decía Arendt.
La intransigente actitud de los líderes sionistas (Weizmann y Ben-Gurión) con respecto a la inclusión activa de la población árabe signa el rechazo final de Arendt al sionismo y esta señalaba, en 1963, que Israel estaba condenado al eterno conflicto. La idea de un sionismo revolucionario, integrador, democrático, novedoso perdió ante las élites poderosas, que hicieron triunfar las tendencias imperialistas de los modelos estatales europeos.
En 1944, la Organización Sionista Mundial declaró públicamente la pretensión de establecer «una comunidad judía» que abarcase «de forma indivisible e íntegra la totalidad de Palestina», y estableció una hoja de ruta en la que los árabes ni siquiera eran mencionados. Arendt escribió un fulminante artículo, titulado «Zionism Reconsidered», en el que proféticamente decía que las consecuencias de esto podían ser terribles y señalaba que crearía una fractura en el seno de la judeidad mundial, como efectivamente sucedió; los israelíes no eliminarían el antisemitismo, sino que lo reforzarían y dejarían a las demás comunidades judías no israelíes expuestas a él. Si el objetivo del sionismo era construir un lugar donde los judíos pudiéramos sentirnos seguros, el tipo de sionismo triunfante demostró su fracaso: no solo menos de un tercio de los judíos del mundo decidió emigrar allí, sino que, además, con sus políticas nos pone en peligro a todos los judíos, tanto en Israel como en el resto del mundo.
Además del sacrificio de toda experiencia novedosa en favor de un cerrado bastión armado, zarandeado por inacabables episodios de violencia, Arendt afirmaba que el proyecto sionista conduciría a una crisis moral y política, marcada por el terrorismo (como los grupos Irgun y Stern) y el aumento de los métodos totalitarios. Vista la historia posterior, podría decirse que lo que Arendt consideraba una fábula delirante (construir un Estado judío excluyendo a la población palestina y dependiendo de un poder extranjero) ha acabado por convertirse en una horrenda realidad. Es la nefasta defensa de una identidad convertida en «chovinismo racista».
ALIANZA ESTRATÉGICA
Hay datos que no mienten y que deberían llamar a la reflexión: cada vez que hay una escalada militar, tanto Hamás como Likud, ahora aliado a la ultraderecha, aumentan su popularidad. En el artículo «A Brief History of the Netanyahu-Hamas Alliance», el diario israelí Haaretz deja en evidencia una alianza estratégica de muchos años con el fin de mantenerse en el poder. En el congreso del Likud de 2019 Netanyahu decía: «Cualquiera que quiera evitar la creación de un Estado palestino debe apoyar nuestra política de fortalecimiento del Hamás y de transferencia de dinero al Hamás. Esto participa en nuestra estrategia: aislar a los palestinos de Gaza de los de Cisjordania». Los autoproclamados portavoces de la comunidad judía en el mundo son, en realidad, portavoces del sionismo, señala Yakov Rabkin, catedrático de historia de la Universidad de Montreal, autor de Historia de la oposición judía al sionismo. Y agrega: «Los demás somos gente corriente y no nos organizamos tanto ni tenemos tanto dinero, pero somos la mayoría».
Es difícil de probar que los judíos no sionistas podríamos ser mayoría. Sin embargo, en Estados Unidos, donde radica la colectividad más numerosa, las principales organizaciones sionistas han apoyado de forma entusiasta a los republicanos, pero los judíos han votado masivamente a demócratas: siempre por encima del 70 por ciento. «Más allá del distanciamiento», un estudio de Steven M. Cohen y Ari Y. Kelman, emplea datos de una encuesta a judíos estadounidenses de 2007 para desnudar el choque que provoca Israel en el mundo judío y subrayar de manera rotunda la total desafección, particularmente de los más jóvenes: entre los menores de 35 años, menos de 20 por ciento dice que está «siempre orgulloso de Israel» y apenas la mitad se siente «cómodo con la idea de un Estado judío». Estos porcentajes solo varían significativamente en la franja de mayores de 65 años.
Pero entonces, si la mayoría de los judíos no somos sionistas, ¿cómo es posible que estos aparezcan como portavoces de todos los judíos? Cecilie Surasky, portavoz de Voz Judía para la Paz, apunta que «el problema es que una minoría de extrema derecha ha logrado imponer su agenda mientras los judíos no militantes permanecen al margen».
Efectivamente, hay muchísimos judíos que, ante el espectáculo de tanta barbarie y horror, por primera vez están comenzando a alzar la voz. Han nacido cientos de organizaciones de judíos por la paz en el mundo. La campaña «No en nuestro nombre» recogió decenas de miles de adhesiones, cientos de intelectuales y artistas empezaron a hablar. El poder del sionismo en los diferentes países es suficiente como para considerar los riesgos que podría implicar, para un judío de a pie, oponerse a él públicamente; sin embargo, el corsé está empezando a ceder. La usurpación de la identidad de todo el pueblo judío, en manos de los sionistas, ya no puede seguir siendo tolerada.
* Esta nota fue publicada originalmente en la revista digital uruguaya Va de Nuevo el 5 de abril de 2023. Por su valor y actualidad, Brecha la republica en una edición reducida autorizada por la autora. Los subtítulos son de Brecha.