El atentado cometido por dos terroristas chechenios en Boston, durante la maratón que se desarrollaba en las calles de la ciudad el 15 de abril de 2013, causó la muerte de tres personas e hirió a más de doscientas. Uno de esos heridos, que perdió ambas piernas a consecuencia de las heridas sufridas, fue Jeff Bauman, un joven trabajador de 28 años que había ido a la maratón a alentar a su novia, que competía. Esta película dirigida por David Gordon Green se basa en el libro escrito sobre sus experiencias de sufrimiento y superación por el mismo Bauman con el concurso de Bret Witter.
Siempre es un poco temible lo que puede resultar una película de Hollywood dedicada a un tema como éste, con sus previsibles dosis de patriotismo y melodrama. Porque, por cierto, Bauman se convirtió en un héroe para sus conciudadanos y el país entero. Su testimonio fue decisivo para identificar a los culpables, y además fue empujado a esos gestos simbólicos tan caros al pueblo estadounidense, como inaugurar portando la bandera nacional un evento deportivo o lanzar la primera pelota en otro, demostrando su capacidad de superación de la mutilación sufrida.
Y esas dosis de orgullo patriótico aparecen puntualmente en la película, claro está. Apuntaladas además por la presencia de otro héroe, el hombre de origen costarricense cuya rápida intervención salvó la vida de Bauman. Este hombre, que había perdido a un hijo en la guerra de Irak, no siente rechazo ni rencor por el país que emprendiera esa guerra que le arrebató a su hijo. Al contrario, da muestras de uncido patriotismo como homenaje al hijo muerto, cuya imagen proyecta en Jeff Bauman.
Pero si el patriotismo dice presente, afortunadamente el melodrama es discreto. El director Gordon Green da muestras de haber aprendido algo del veterano Clint Eastwood en cómo retratar la cotidianidad de los héroes que resultaron serlo involuntariamente. Algo muy presente en su última película 15:17 Tren a París –que pasó casi desapercibida en nuestra cartelera– sobre tres jóvenes estadounidenses cuya presencia frustró un atentado terrorista en el referido tren, y que fueron reconocidos con toda la pompa por el entonces presidente francés François Hollande. Así, la parte más interesante del filme es la que refiere al proceso de aceptación de Bauman de su suerte, sus relaciones con su familia y con su novia. El camino de adaptación del protagonista a su nueva situación es mostrado con diversos matices que van desde la ternura y la resignación a la violencia y el rencor, sin declaraciones altisonantes o edulcoradas. El grupo familiar que lo rodea es rústico y desenfadado; trabajadores que beben abundantemente, adoran a Oprah Winfrey, viven a toda máquina los encuentros deportivos y apoyan con variables dosis de calor y de torpeza el sufrimiento y el proceso de superación de Bauman. El elenco colabora acertadamente. Tanto los matices que Jake Gyllenhaal puede darle a su interpretación de Bauman (tan llena de sutilezas que no la postularon al Oscar) como la discreta e intensa presencia de Tatiana Maslany encarnando a su novia, la soltura de Miranda Richardson como la alcohólica mamá del muchacho, y otro conjunto de rostros menos conocidos igualmente eficaces, logran que esos tramos dedicados a lo cotidiano sean los más ricos de la película. La (¿inevitable?) dosis de autobombo patriótico probablemente se ajuste a la verdad de lo que sucedió. Así son, pues. Pero no deja de ser una pena que ni una sola línea mínimamente crítica sobre la responsabilidad que le cabe a la aplaudida –por la película– y poderosa nación en la generación de fenómenos como ese terrorismo que ahora osó entrar en su territorio, aparezca en la pantalla ni siquiera lateralmente, mientras sí queda repicando ese enfático “no nos quebrarán” que un admirador le suelta a Bauman en la calle. Si ellos lo dicen…