El gobierno, a través del Ministerio del Interior, trabajó activamente para generar en la opinión pública la idea de que existía la necesidad imperiosa de contrarreformar el nuevo Código del Proceso Penal a escasos meses de su puesta en práctica, cosa que efectivamente terminó de pasar el miércoles de esta semana, con la aprobación definitiva en el Senado de las modificaciones propuestas.
El nuevo Código del Proceso Penal (Cpp), que sustituyó el modelo inquisitivo clásico, en el que el juez conduce e instruye el proceso y ordena la prueba (vigente en nuestro país desde los albores del Estado), por uno de corte acusatorio, entró en vigencia el 1 de noviembre del año pasado. Cuando apenas llevaba tres meses de aplicación, el 14 de febrero de este año, el diputado nacionalista Pablo Abdala elevó un pedido de informes a la Fiscalía General de la Nación referido a sus resultados preliminares. Abdala quería saber, entre otras cosas, si la Fiscalía advertía un aumento de la impunidad como consecuencia de su puesta en práctica y, muy especialmente, como consecuencia de la menor aplicación de la prisión preventiva y la mayor utilización del mecanismo del proceso abreviado y otras vías procesales alternativas, así como del uso de penas sustitutivas de la prisión. En un país donde no se evalúa nada, casi nunca, que un representante nacional pidiera una evaluación preliminar de los resultados de algo, aunque fuera a tan sólo tres meses de su puesta en ejecución, no puede ser sino una buena noticia. Si no fuera por todo lo que pasó después.
Como el informe se elaboró en mayo, la evaluación se extendió en tres meses, hasta cubrir el semestre que va desde noviembre del año pasado hasta abril de este año, inclusive. En ese período, la Fiscalía constató que, superadas ciertas dificultades iniciales, el sistema de justicia penal envió a prisión prácticamente a la misma cantidad de personas bajo el nuevo proceso acusatorio que antes, cuando estaba vigente exclusivamente el viejo sistema inquisitorio. Por lo tanto, concluyó en su informe que, salvo por el mal desempeño esperable en sus primeros meses, el nuevo Cpp no generó por sí mismo mayores niveles de impunidad. “Por el contrario, la evidencia aportada revela que el nuevo proceso se acercó rápidamente a los mejores logros del código anterior y más importante aun, que tiene el potencial para superarlos en términos de condenar y enviar a prisión cuando corresponda a quienes cometen delitos.”
Fiscalía presentó su informe el 23 de mayo, pero, para entonces, la campaña para contrarreformar el Cpp ya había empezado. Los niveles de violencia criminal en el país estaban en franco aumento y el gobierno había decidido cargarle esos malos resultados en materia de seguridad a la cuenta del nuevo código. Lo cual ofrecía la ventaja extra de que, al haber sido apoyado por todos los partidos, la responsabilidad se diluía en el conjunto de las fuerzas políticas con representación parlamentaria.
El sábado 12 de mayo, en una entrevista con El Observador, un funcionario del gobierno, el director nacional de Policía, comisario general (r) Mario Layera, dijo que Uruguay se encaminaba hacia un escenario muy difícil en materia de seguridad. El periodista que lo entrevistaba, Gabriel Pereyra, sostuvo que la Policía había estado hasta ahora, en materia de diagnóstico, un paso adelante del resto, anunciando lo que el futuro deparaba. Y le preguntó cómo veía la situación de aquí en más. “(Veo) un escenario como El Salvador o Guatemala. El Estado se verá superado, la gente de poder económico creará su propia respuesta de seguridad privada, barrios enteros cerrados con ingreso controlado y el Estado disminuirá su poder ante organizaciones pandilleras que vivan de los demás, cobrando peaje para todo”, fue su respuesta.
Es evidente que sus superiores conocían el contenido de las declaraciones de Layera de antemano. Y, como era esperable, salieron a respaldarlo de inmediato. Habían pasado escasos tres días de las declaraciones del funcionario cuando, el 15 de mayo, el Poder Ejecutivo envió al Parlamento un proyecto con modificaciones al nuevo Cpp que buscaba acotar el beneficio de la libertad anticipada, establecer en forma obligatoria la prisión preventiva para reincidentes y dar mayores potestades a la Policía. Los cambios propuestos despertaron escasos apoyos en los operadores judiciales, la crítica casi unánime de la academia y una declaración explícita de repudio de las organizaciones de la sociedad civil especializadas en el tema. Dentro de la propia fuerza de gobierno la iniciativa fue recibida con poco entusiasmo y muchas críticas.
Lo que se ejecutó en los meses siguientes fue una verdadera operación de propaganda para conseguir lo que finalmente se consiguió el miércoles de esta semana: emparchar el nuevo Cpp con la promesa de que bajarán las cifras del delito, porque aumentará la cantidad de condenados, o, al menos, porque aumentará el monto de sus condenas, y con ello el costo del delito (así como la población carcelaria).
Desde el Ministerio del Interior se favoreció de muchas maneras la idea de que el deterioro en la seguridad estaba causalmente vinculado a la puesta en práctica del nuevo código: primero, mediante declaraciones como la de Layera, luego, mediante intervenciones de personas del entorno directo y máxima confianza del ministro, como Fernando Gil Díaz, director de la Unidad de Comunicación del ministerio, y, finalmente, mediante reiteradas incursiones del propio ministro en los medios de comunicación. Por último, los técnicos del ministerio terminaron por ponerle un nombre rimbombante al presunto fenómeno: “efecto noviembre”.
El propio informe de Fiscalía de mayo de este año desmiente el supuesto “efecto noviembre” o, al menos, invita a investigar mejor la relación causal entre una cosa (la puesta en práctica del código) y otra (el aumento sensible del delito, sobre todo de los homicidios, que ha ocurrido en estos meses). El problema es que, para cuando el informe de Fiscalía se presentó, el gobierno ya había enviado al Parlamento, hacía una semana, el proyecto de contrarreforma del código. Lo cual sugiere de manera muy fuerte que la decisión no fue técnica, sino política, en el peor de los sentidos de la palabra.
La campaña orientada a instalar la necesidad imperiosa de emparchar el código, que se instaló desde entonces, resultó exitosa; al menos por el momento. El gobierno consiguió que su iniciativa obtuviera un amplio respaldo parlamentario. La opinión pública se convenció en gran medida de la existencia del mentado efecto. Y consiguió que la responsabilidad política por el aumento de la delincuencia se diluyera entre las distintas fuerzas que componen el arco parlamentario. En sus propias redes sociales, por citar un ejemplo, Pedro Bordaberry ha tenido que atestiguar que se le exigiera en tono airado que asumiera su parte de responsabilidad por haber votado este código por culpa del cual “nos están matando”.
La operación resultó exitosa, aunque probablemente sea pan para hoy y hambre para mañana. Porque, si el efecto noviembre no es real, como cabe sospechar, el gobierno va a tener que hacerse cargo del “efecto agosto”, cuando le reclamen por qué las cifras de la inseguridad no bajan, a pesar de que logró que prosperara con éxito la contrarreforma del Cpp.
En una de sus numerosas incursiones mediáticas de estos meses, el ex fiscal Gustavo Zubía dijo que, desde la puesta en práctica del nuevo Cpp, habíamos estado viviendo en Disneylandia. Tiene razón. Y seguimos allí. Sólo que es una Disneylandia siniestra. Y es probable que se ponga peor.