Seguramente sea un ejercicio de nostalgia y el recuerdo, más bien una especie de espejismo, ese que frecuentemente se produce cuando miramos hacia atrás, a la infancia, a la juventud, a cualquier momento de esa era en la que los sueños todavía no se han roto, para bien o para mal. Me refiero a atesorar el deslumbramiento y la admiración que nos causó Paul Auster en los años noventa. Porque lo cierto es que cuando él apareció fue como un rayo y, claro, nosotras nos convertimos en la costurerita que dio el mal paso, totalmente encandiladas, perdidamente austeras para siempre, a pesar de que en el futuro nos aguardaran, por ejemplo, Tombuctú o Sunset Park. Por este entonces todavía no lo sabíamos, pero seguramente tampoco nos hubiera importado.
En los años ochenta la literatura anglosajona pa...
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