También lo son sus libros, que rara vez llevan prólogo. Algunos son apenas más gruesos que una plaquette. La mayoría vio la luz en ediciones de autor o fueron impulsados por su amigo Daymán Cabrera, en «minilibros» de Vintén Editor. La poesía es un estado de gracia que no se puede sostener más que en su propia levedad. «A veces, sin querer, doy en pensar/ en las pequeñas cosas olvidadas», escribió en Los viejos muros (edición de autor, 1954). Tampoco deben explicarse o justificarse los versos. No es algo que él explicite, simplemente salta a la vista. Hay rarísimas excepciones, como el largo y nerudiano –casi una letanía– recitado de El rostro de la muerte en el disco del sello Carumbé (1962) o en el prólogo a El país de las mujeres (Vintén, 2005), en el que se inventa un seudónimo, Karmar...
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