Productoras de siete países fueron necesarias para hacer esta película,1 palestina en su temática, ubicación y realización, lo que quizá apenas pueda sugerir las dificultades de producir cine en un contexto así. Sin embargo, se trata de una realización sencilla en su planteo formal, con todos los esmeros puestos en un libreto afinado, unas interpretaciones convincentes, una mirada comprensiva a dos maneras distintas de vivir la misma realidad, aun partiendo de la misma herencia.
Un padre y su hijo (interpretados por Mohammed Bakri y Saleh Bakri, padre e hijo en la vida real) recorren las calles de Nazaret para entregar en mano, casa por casa, como al parecer lo exige la tradición palestina, las invitaciones para la boda de la hija del primero y hermana del segundo. En esos recorridos e ingresos a distintas casas de parientes o amigos se van delineando las cosas que separan al padre del hijo, al hijo del padre, y de parte de su comunidad. También van surgiendo pequeñas historias de vida de cada una de esas personas y familias: encuentros, expectativas, pérdidas, soledades. Son los días anteriores a la Navidad, y quizá una sorpresa adicional para un espectador no demasiado conocedor de la realidad palestina –seguramente la mayoría, quien escribe incluida– es que todas esas familias son cristianas, y dan profusas muestras de su fe mediante imágenes y adornos, un jolgorio chirriante de luces, árboles y vírgenes apretados en ambientes exiguos y ataviados de una modernidad barata.
Pero el centro indiscutido es lo que ocurre entre el padre y el hijo. El primero es un respetado profesor, el segundo es un arquitecto que vive en Italia. El padre no pierde las esperanzas de un retorno definitivo del hijo; éste no se aviene a las concesiones que el padre ha debido hacer –y sigue debiendo hacer– para vivir en un régimen tutelado por Israel. Como marco invisible y doloroso que se agrega a la situación de la familia está la ausencia de la madre, que los abandonó para emigrar, ella también, en pos de otro hombre.
Los diálogos marcan un afuera y un adentro entre los que se fueron y los que se quedaron a vivir en su tierra como pueden, y dejan entrever los juicios y sospechas que tienen unos sobre otros. “Con tan sólo lo que vale su auto podría alimentar a todo un campamento de refugiados”, dice airado el padre sobre su futuro consuegro, connotado intelectual dirigente de la Olp que vive en el exterior. La mayoría de la película transcurre dentro de un viejo auto, donde mediante planos muy cortos, cerrados, la realizadora Annemarie Jacir enfoca esa cercanía distante entre dos generaciones, dos formas de entender la vida, dos maneras de ser palestino. La ciudad, esa cuyo nombre tantas resonancias míticas trae, se cuela por las ventanillas del automóvil, muy pocas veces bella –en la lejanía, en las colinas llenas de sol–, y más frecuentemente mostrada, en los rincones donde se detienen para subir una escalera y hacer una visita, exhibiendo sus pérdidas, su deterioro físico que el visitante, justamente desde esa condición, puede constatar sin anestesia. “¿Acá no recogen la basura?”, dice, y también: “¿Por qué tapan una arquitectura tan hermosa con láminas de plástico?”. Y en otro tramo, ante el abordaje de un niño que vende cachivaches navideños en la calle: “¿Desde cuándo sucede esto?”. “Son los cisjordanos”, explica el padre, resignado.
La directora introduce así, mediante mínimos apuntes, datos sobre lo que sucede en su país: el cambio en los gustos, la gestión urbana, y otros temas más definitorios y dramáticos. Lo hace con una estética ajena a cualquier épica, apuntando a lo cotidiano de gentes que construyen como pueden su normalidad existencial; sufriendo, como en el caso de los dos protagonistas, la herida de distancias que pueden o no –como el futuro de Palestina, queda abierta la solución particular– ser irreversibles.
- Wajib. Palestina/Francia/Colombia/Alemania/Emiratos Árabes/Qatar/Noruega, 2017.