Esta película está dedicada a la memoria de Yvonne Ruocco, trabajadora del audiovisual uruguayo que se especializó en el cine de derechos humanos. Guazú Media, su casa productora, estuvo detrás de películas como El círculo (José Pedro Charlo, Aldo Garay, 2008), Matar a todos (Esteban Schroeder, 2007) o El casamiento (Aldo Garay, 2012), entre otras. Es por eso que Camino a casa cobra su verdadero sentido político no solamente como unidad fílmica, sino como corte y continuidad de una serie de realizaciones que sirvieron para procesar las vivencias de una generación. Continuidad por sumarse a la defensa colectiva de un punto de vista que considera que el reclamo de verdad, memoria y justicia debe continuar siendo un pilar en la construcción de una sociedad democrática; corte porque se trata de un material que, como otros documentales recientes con los que dialoga –Secretos de lucha (Mariana Bidegain, 2007), D. F. Destino final (Mateo Gutiérrez, 2008), Todos somos hijos (Carlos Conti, Esteban Barja, 2015) y, quizás en mayor medida, Ópera prima (Marcos Banina, 2018), Ausencia de mí (Melina Terribili, Argentina, 2018) y Delia (Victoria Pena, 2021)–,1 intenta enunciar las preguntas de otra generación, que está intentando procesar heridas y ocupar un lugar nuevo en la construcción común de nuestra memoria crítica de izquierda.
La protagonista de Camino a casa es Cecilia Caballero, hija de Carlos Caballero –ex preso político y exiliado en Noruega– y de su compañera Anne Marie Jeske, que, aunque aparece menos frente a cámara, es, en presencia o ausencia, una continua referencia. Varios audiovisuales han trabajado ya la relación filial con personas presas, exiliadas o desaparecidas, pero la innovación de esta película es que está dirigida a dos países, por Óscar Estévez en Uruguay y Elin Moe, amiga de la infancia de Cecilia, en Noruega. Esa especie de horizontalidad, de neutralidad geográfica alrededor de la condición de exilio, sitúa la mirada narrativa en un lugar distinto, quizás más frío pero, al mismo tiempo, ilustrativo en términos formales de los procesos que los personajes han atravesado. Estévez filma de un modo y Moe, de otro, pero el montaje trabaja con rigurosidad en la combinación de ambos lenguajes y la unidad conceptual nunca se encuentra comprometida. Lo que podría haber sido un caos y una falta de ritmo es, gracias a un muy buen trabajo de edición de Nicolás Ciganda, una estructura clara y fluida.
Carlos, Anne Marie y Cecilia se exiliaron en los setenta para huir de la persecución, la tortura y la cárcel. Con la apertura democrática volvieron a vivir a Uruguay, pero en la crisis de 2002, aunque los hijos –algunos nacidos en Noruega– se quedaron aquí, los padres tuvieron que exiliarse otra vez porque no pudieron sobrevivir a la realidad económica. Ese doble quiebre agrega valor documental al material, porque en el devenir de esta familia –en términos reales pero también dramáticos– se vuelve notoria la dimensión del desgarro que ha supuesto la instalación del neoliberalismo en América Latina. Así, se evidencian no solo las secuelas políticas y sociales del régimen autoritario, sino también sus consecuencias económicas. Esa permanente ambigüedad se saca de encima cualquier tentación de nacionalismo o de narración heroica situada en un tiempo ya terminado y funciona como un análisis profundo de la condición casi continua de opresión y colonización que ha caracterizado a la sociedad uruguaya desde mediados del siglo XX. La escena en la que Cecilia, resignada, cuenta a la cámara que no cree posible que sus padres vuelvan, mientras Carlos y Anne Marie explican desde Noruega por qué postergan la decisión todos los años, resulta desoladora, a pesar de las ganas de Carlos de quitarle tristeza a la situación con una frase memorable: «Si tenés dos países para amar, es mejor que amar solo a uno».
Otra duplicidad en una película llena de números pares es la metalingüística, que se establece entre el audiovisual Camino a casa como artefacto discursivo y la obra El tiempo sin libros, escrita por la noruega Lene Therese Teigen. La dramaturga es un personaje increíble, con su empatía gringa a prueba de balas. El proceso de escritura y puesta en escena de la obra en Uruguay –que dirige Cecilia– es un anclaje cronológico muy sólido para la estructura narrativa. Así, la reflexión acerca de la memoria es, en Camino a casa, un planteo complejo acerca de los modos en los que representamos el pasado reciente, como individuos y como comunidad. Se trata de la expresión de una necesidad generacional urgente: la de encontrar explicaciones para ciertas fracturas históricas provocadas por el capitalismo global en las familias, heridas que continúan afectando la intimidad vincular de las víctimas. Nos invita a pensar en aquellas cosas que no se discuten porque no encontramos tiempo o en los traumas que permanecen enclaustrados en un silencio tan naturalizado que imposibilita la superación. Y también propone considerar el arte como un espacio de posible resiliencia, que abre la ventana para que entre el aire.
1. Para una recopilación exhaustiva de la cinematografía uruguaya acerca de la última dictadura militar, véase la nota de Jorge Fierro, publicada en este semanario, en el marco de «Mayo es memoria», en 2020.