El fiscal Pacheco pidió el procesamiento de Raúl Sendic y de varios ex directores de Ancap por múltiples irregularidades durante su gestión en la petrolera pública. A esta altura es difícil negar que existieron tales despilfarros, desprolijidades y privilegios a negocios de particulares, y a pesar del control de daños ejercido por la actuación del Tribunal de Conducta Política del Frente Amplio, la renuncia de Sendic a la vicepresidencia y la inexistencia de enriquecimiento personal, se trata de un duro golpe para el diferencial moral que por muchos años el partido de gobierno reclamó sobre blancos y colorados.
Mientras esto ocurre, una tormenta de acusaciones de nepotismo y de usos inaceptables del poder estatal para el provecho personal afecta a figuras del oficialismo y la oposición. La corrupción se instala como el tema central del debate político uruguayo.
En muchos países de América Latina, caen presidentes mientras se descubren tramas de sobornos, vínculos turbios con empresarios y se persiguen figuras de gobiernos anteriores, en tanto los actuales representan directamente intereses oligárquicos y reprimen a quienes se les opongan. En el resto del mapa, los países ricos no están en absoluto exentos de estas dinámicas: desde la “caja B” del Partido Popular español y el caricaturesco Silvio Berlusconi hasta los emires del golfo Pérsico, los oligarcas del mundo poscomunista y Donald Trump, que cuenta con una cantidad prodigiosa de escándalos de todo tipo y color. No es casual que simultáneamente asistamos a un brutal aumento de la desigualdad y del poder de las empresas sobre los gobiernos y las personas.
Se devela un mundo manejado por negociados que influyen en los gobiernos de maneras mucho más directas de lo que quisiéramos, a través de los sobornos, los financiamientos a las campañas electorales, las redes de contactos, las amenazas de desinversión (también es corrupción que un gobierno tenga que someterse a privados con poder de destruir la economía). A veces, algún millonario decide resolver el problema del financiamiento de las campañas autofinanciándose, empeorándolo aun más al unificar en una sola persona el poder político y los negociados empresariales.
Y esto es apenas lo que sabemos. Es evidente que la situación es mucho peor de lo que parece. Pero también que la reacción de indignación que genera la corrupción hace de las acusaciones un arma poderosísima, que los medios de comunicación empresariales (muchas veces son parte de las mismas tramas corruptas) no han dudado en desplegar. Los informes televisivos y los twits van más rápido que la justicia, y la propia justicia puede ser parte del juego. En estas condiciones, el cinismo y el “son todos iguales” cunden, generando efectos despolitizadores que tienen consecuencias políticas indiscutiblemente negativas, dejando la mesa servida para demagogos (muchas veces millonarios con abundante experiencia en los entretelones del poder) que se opongan a “los políticos”.
Así, la corrupción descoloca los ejes de disputa, ya que sostener las mismas posturas que un político corrupto pone a quien las sostiene peligrosamente cerca del “roban pero hacen”, en un difícil cálculo entre la probabilidad de que los ataques sean injustos (siempre dudosa por la parcialidad y la complejidad técnica de la información), la seguridad de que si estos ataques son exitosos, las ideas de su contrincante político van a retroceder y el temor a quedar expuesto como defensor de un corrupto. La discusión sobre la corrupción parece tener, entonces, un efecto despolitizador, desplazando el problema desde los proyectos políticos hacia las virtudes o vicios personales de los dirigentes.
LA CORRUPCIÓN SEGÚN… Y sin embargo, la corrupción no es un tema externo a la política. Al contrario, es uno de los problemas centrales de las preocupaciones populares y de la historia del pensamiento político. ¿Qué es, entonces, la corrupción? Se trata de una palabra con muchos sentidos. Según uno de ellos, algo corrupto es algo podrido. También es una palabra que anda cerca del pecado (“la corrupción de la carne”) y encuentra, por lo tanto, su opuesto en la virtud o la santidad. En la mitología platónica y cristiana, lo material se corrompe como una fruta fuera de la heladera, mientras las virtudes del espíritu son intemporales, y por lo tanto inmunes a los ciclos de corrupción. Pero en el plano específicamente político, los griegos no pensaban la corrupción como algo que le ocurría solamente a individuos, sino también a los estados.
Para Platón y Aristóteles, existen gobiernos virtuosos y gobiernos corruptos, y el principal criterio de diferenciación es que mientras los primeros gobiernan para el bien colectivo, los segundos lo hacen para el bien de quienes gobiernan. Con el tiempo, los gobiernos virtuosos se van corrompiendo y dando lugar a los corruptos, en un tiempo cíclico. Hoy recurrimos a menudo a ideas de este tipo, y no es difícil pensar ejemplos de ciclos políticos en los que unos movimientos aparecen como una fuerza virtuosa en favor del colectivo para luego ser cooptados, comprados y burocratizados, formando un nuevo régimen corrupto que tendrá que ser sustituido por un nuevo movimiento virtuoso.
Montesquieu, a su vez, distingue entre cuatro tipos de gobierno: la democracia, la aristocracia, la monarquía y el despotismo, correspondiendo a cada uno un “principio”, es decir, aquello que lo hace obrar y sin lo cual se corrompería. Así, el principio de la democracia es la virtud del pueblo, sin la cual la ambición y el exceso pueden llevar al despotismo; el de la aristocracia es la moderación, que impide que los miembros de la elite se manejen de manera arbitraria haciendo insostenible la aceptación popular de la desigualdad; el de la monarquía es el honor, que permite la existencia de poderes intermedios que sostienen el poder del rey, y el de la tiranía es el miedo, sin el cual nadie se sometería a un gobernante que está por encima de la ley.
La corrupción sería entonces la ausencia del principio que permite la continuidad del régimen. Si lo pensáramos desde Montesquieu, podríamos decir que la corrupción que vemos se debe a que vivimos en democracias que están perdiendo la virtud o, más bien, en aristocracias cuyas élites están perdiendo la moderación.
La tradición republicana propone la separación de poderes para prevenir la corrupción. La existencia de contrapesos evitaría concentraciones excesivas de poder. Los fueros a parlamentarios y los mecanismos de juicio político asegurarían que los jueces no se extralimiten en la persecución de gobernantes y representantes populares, y no se conviertan así en árbitros capaces de definir quién gobierna. La importancia de estos límites a la justicia reside en que la existencia de un criterio extrapolítico para juzgar la moralidad de la política (como si los jueces no pudieran ser corruptos) sería un camino hacia el autoritarismo.
Así llegamos al problema de la separación de la política y la moral. Para Maquiavelo, la política no debe ser juzgada por criterios morales, salvo en sus resultados. Y si la moral importa, en todo caso, es como apariencia: es claro que para tomar el poder y conservarlo es necesario parecer bueno. El problema entonces no es quién es corrupto, sino quién logra mostrarse como impoluto para obtener el poder. La virtud, para Maquiavelo, es saber hacer lo necesario para obtener y mantenerse en el poder.
Más que la corrupción en sí, importa qué efectos tienen y qué intereses favorecen los controles y las denuncias que supuestamente luchan contra la corrupción. No podemos caer en la trampa cuando se introduce en un sector de la economía dominado por el Estado un mecanismo de mercado para “dar transparencia”, se derroca un gobierno popular para “restaurar la república” o se desbaratan políticas sociales porque son “planes clientelistas”.
MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL. El moralismo como postura política suele ser tremendamente conservador, despolitizador, ciego a las relaciones de poder: un cheque en blanco que, explotando nuestros impulsos morales, le da el poder a alguien que para obtenerlo sólo tuvo que decir que el mal está mal y el bien está bien. No podemos olvidar que la lucha contra la corrupción fue una de las banderas de la dictadura uruguaya, y de todos los demás fascismos, que ven una sociedad que se pudre y necesita de orden. Apoyar a alguien por presentarse como el menos corrupto es un acto de ingenuidad e irresponsabilidad cívica.
Y, sin embargo, sería también una extrema irresponsabilidad terminar por aceptar la corrupción como algo inevitable. Porque no queremos vivir en una sociedad podrida. Convive en nosotros una idea platónica de corrupción como gobierno en provecho de los administradores con una idea maquiavélica de virtud, según la cual los gobernantes que no buscan descarnadamente su provecho van a ser devorados por otros más hábiles. Queremos la cabeza de los políticos corruptos en una pica mientras festejamos el cinismo despiadado de Frank Underwood.
La corrupción que vemos a nuestro alrededor es el reflejo sobre la política del creciente poder de los ricos y de una tendencia global en una dirección cada vez más oligárquica, en la que un pequeño grupo manda, está por encima de la ley y ejerce la violencia contra quienes se le opongan.
Contra esta tendencia, lo que necesitamos no son políticos más virtuosos, ni apegarnos a morales abstractas contrarias a la corrupción de la carne, sino ir hacia otro régimen. Uno en el que no manden (o mejor, no existan) millonarios, tecnócratas y repartidores de cargos. En el que los asuntos comunes se gestionen en común, en el que las jerarquías puedan tocarle a cualquiera, en el que los delitos sean juzgados por pares, en el que nadie tenga los recursos para comprar a otro, radicalizando el principio republicano de la división del poder, pero incluyendo no sólo el estatal, sino también el poder económico, que también corrompe. Podríamos llamarlo democracia, o socialismo, entendiendo que en una democracia, la virtud que importa es la del pueblo, que debe descubrir cómo gobernarse a sí mismo.
* Politólogo, integrante de Entre.