El 68 puede ser visto como una insurrección internacional de (parte de) una nueva generación contra el poder en sus diversas formas. Más allá de las diferentes concepciones que las orientaban, las militancias multiplicadas de entonces pelearon contra relaciones de dominación económica, política, militar e ideológica, incluidas las que surgen del patriarcado. Quizás en eso radique un valor perdurable de lo que para algunos fue una burbuja que no dejó rastros.
Como revolución fracasó tanto en lo económico como en lo político: no logró abrir senderos para socialismos de nuevo tipo. No sucedió así en lo cultural, en varias de cuyas facetas marcó un punto de viraje. Aquella insurrección fue en varios casos atrapada por el vértigo trágico de la violencia. Algunos de sus intelectuales de culto coquetearon con el tremendismo a la distancia, particularmente adhiriendo a la revolución cultural maoísta que sembró el caos en China, multiplicó los sufrimientos de su pueblo e impulsó como reacción el tránsito hacia el capitalismo autoritario. Pero en buena parte del mundo el 68 abrió espacios a grandes movimientos sociales transformadores, el nuevo feminismo y el ambientalismo, ante todo. Generó considerables dosis de esa energía emocional compartida que, si bien siempre puede tener efectos inesperados y aun indeseados, es imprescindible para que las transformaciones tengan protagonistas colectivos. Aquella energía desbordante alimentó variadas experiencias a nivel de base –la mayoría casi inadvertidas, como las que procuraron diseñar cambios técnicos para enriquecer el trabajo como actividad humana y no para afirmar el control sobre los trabajadores–, de las que algunas han sobrevivido y otras pueden llegar a revivir.
Pero el mundo de hoy es otro, sin parangón en la historia, aunque bastante más parecido al de los años treinta y tempranos cuarenta que al de los sesenta. Ha recobrado vigor la amenaza de una catástrofe nuclear y se agiganta la de un holocausto climático. Contra lo que Trump representa resulta imperativa una convergencia en la diversidad como la que, casi demasiado tarde, emergió contra Hitler.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Hace falta un esfuerzo mayúsculo para comprender un poco mejor las dinámicas del poder y del cambio social. Bandera definitoria del 68 fue, en buena hora, la solidaridad con Vietnam. Pero su triunfo no constituyó un avance hacia el socialismo sino un jalón –probablemente el que mayores dolores causó– de la revolución anticolonial. Para captar por qué el mundo ha mutado de manera tan distinta a lo que se suponía en los setenta, cuando Estados Unidos fue expulsado de Indochina y la mejor tradición revolucionaria latinoamericana revivió en el triunfo sandinista, quizás sea útil una «visión Marx ampliada».
Esquematizando hasta un extremo poco aceptable: 1) hay que prestar mucha mayor atención a la tecnología como base material del poder, pero no sólo a las fuerzas productivas sino también a las fuerzas destructivas y a otras tecnologías, como las de la información y la comunicación; 2) la fundamental visión de Marx acerca de las interacciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción, que pueden impulsarse o bloquearse mutuamente, debe ser ampliada no sólo para tener en cuenta otras tecnologías sino también otras relaciones sociales; 3) las relaciones económicas, políticas, militares e ideológicas son las que mayor poder social organizado generan, especialmente a través de sus interacciones con las tecnologías.
La concentración del poder en un vértice político-militar asfixió a la economía y trabó la innovación tecnológica; el socialismo de Estado soviético implosionó. El capitalismo neoliberal aprovechó la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación para golpear al trabajo organizado y afirmar su dominio global. Los perdedores de la globalización en Occidente, en especial trabajadores precarizados y poco formados, constituyeron el principal sostén de la reacción política e ideológica que simboliza Trump. Cuando éste triunfó, los ideólogos del capitalismo global que dirigen el Foro de Davos llamaron en su auxilio a Xi Jinping, símbolo de un capitalismo autoritario que cultiva tanto la ciencia y la tecnología como la ideología nacionalista. Como en los años treinta, todos los que pueden construyen poder militar. Entre los poderosos no se presta mayor atención a lo social o lo ambiental.
La revolución, como asalto al poder que haría emerger el socialismo en tanto combinación superior de fuerzas productivas y relaciones de producción, simplemente no ha tenido lugar. Curiosamente, Marx veía de otra manera la revolución que culminó en su época: describía en efecto la emergencia de la burguesía como un proceso intersticial que tuvo lugar en los poros de la sociedad feudal. Hoy, de manera muy distinta a las de hace cincuenta o cien años, ha vuelto a escena la necesidad de la transformación social para la supervivencia, amenazada por el deterioro climático y la violencia inseparable de la desigualdad. Urge construir combinaciones de tecnologías y relaciones sociales que sean más justas, frugales y sustentables. Habrá que hacerlo trabajando, grosso modo, a tres niveles: impulsando a nivel micro o intersticial formas renovadas de la convivencia; articulando a nivel medio, regional o nacional, estrategias para el desarrollo humano sustentable; no dejando de buscar a nivel macro o global acuerdos para conjurar las catástrofes que se dibujan en el horizonte.
Hacia una transformación deseable y viable sólo se avanza desde lo mejor del pasado que ha llegado hasta hoy. En Uruguay urge un profundo cambio en el cambio. Sólo puede protagonizarlo una nueva generación. La del 68 deja a lo sumo una lección: hay que arriesgarse a pensar con cabeza propia. Y también una esperanza: vendrán generaciones más exitosas, como lo fueron la generación democratizadora del 83 y la del No a la Baja, que entenderán mejor las realidades del poder para marchar hacia un mundo menos injusto y más vivible.