El director conversó con Brecha sobre su última película, una extraña y ambigua distopía futurista que presenta un Brasil donde la vitalidad de los cuerpos está al servicio del conservadurismo más extremo.
—Cuando vi la película en Bafici, hubo un señor que era pastor, católico, que se puso a gritar que Dios no era eso que vos mostrabas. ¿Cómo viene siendo, en general, la recepción de este trabajo?
—Hay una relación de ambivalencia. El espectador reconoce el mundo de la película como una distopía –es claro que se muestra un sistema opresor–, pero el personaje principal piensa que ese mundo que habita no es una distopía, sino una utopía. Johanna trabaja en ese mundo porque cree que es bueno, y que puede ser mejor. Entonces la película se desplaza del lugar de la típica distopía futurista para presentar una relación de ambigüedad, en la que los espectadores no perciben el espacio vital que se muestra del mismo modo que los personajes. Puede interpretarse de varias maneras, incluso utiliza una fábula bíblica.
—En un país con tradiciones espirituales tan diversas como Brasil, ¿cómo hicieron los evangelismos para entrar tanto en la sociedad? ¿Puede haber una clave en el deseo?
—Crecí en un barrio de la periferia en el nordeste de Brasil. Allí vi, con mucha fuerza, la agresión evangelista, que se viene expandiendo desde hace cinco o diez años. Algunos de mis amigos se han ido convirtiendo, la idea de familia es muy importante. Hay un proyecto claro de empoderamiento familiar y económico que transversaliza las comunidades, y la iglesia llena eso con su promesa espiritual.
—¿La iglesia está comprometida con que la comunidad crezca económicamente?
—Es que se trata muchas veces de personas, de familias, que no tienen orden alguno en su vida. Entonces se meten en la iglesia, que los obliga a darles el diez por ciento de sus ganancias, y si bien eso les quita dinero, también los ordena, los organiza… Eso es algo que los intelectuales no ven. Ellos critican que la iglesia les roba a los fieles, pero no son capaces de ver qué es lo que los fieles consiguen cuando se organizan en torno a la iglesia.
—¿Pero esas personas no pertenecían a ninguna comunidad? ¿No hay otras propuestas comunales?
—Es que especialmente donde no está el Estado entra la iglesia. Hace cuarenta años atrás este proyecto empezó en las cárceles, en los pueblos indígenas, en las periferias. Empezaron por los bordes de la sociedad, y por mucho tiempo eran una religión asociada a la pobreza. Por eso no importaba, nadie se fijaba. Y de repente, cuando quisimos acordar, era una cosa gigante: allí no había Estado, pero sí había una iglesia que controlaba la vida de las personas. Crearon un mundo paralelo. Además, durante el gobierno de Lula y de Dilma, la clase baja pasó a la clase media, y muchos fieles asociaron la prosperidad económica de su familia no a un proyecto de gobierno, sino a la iglesia.
—¿Cómo entra la película en esa lectura?
—Percibí que la discusión sobre estos temas era muy pobre. Los intelectuales estaban discutiendo el proceso filosófico de la religión desde un punto de vista muy sesgado; seguían hablando del diezmo, del dinero, y esto se trataba de un proyecto de poder. A veces menospreciamos a los conservadores, los pensamos como aburridos, como que no hacen nada interesante, pero cuando empecé a investigar vi que, estéticamente, los sectores religiosos son mucho más contemporáneos de lo que creemos. La religión evangelista cortó con la tradición católica: no hay imágenes, no hay santos, no hay esculturas. Lo que es el arte conceptual para el arte es el evangelismo para la religión. Para discutir el conservadurismo hoy, es preciso mirar lo que ellos son capaces de hacer, porque están actualizados. Debemos preguntarnos: ¿y si los conservadores incorporan las prácticas que hoy asociamos a una lógica más progresista?
Con la película, mi deseo era ese: mostrar que el conservadurismo es capaz de incorporar el neón, el glow, la cultura pop, la industria cultural, el erotismo de las agendas minoritarias, el feminismo. La pastora de Divino Amor es una mujer negra, potente; la mujer protagonista, Johanna, es capaz de invitar a una pareja para tener encuentros de intercambio sexual, entonces hay un juego, una ambivalencia entre la libertad y el disciplinamiento. En el mundo de la película la mujer tiene libertad para usar la burocracia, para tener una terapia grupal de sexo swinger, para mantener la familia cristiana y para procrear. A pesar de la supuesta emancipación, el cuerpo femenino es usado como un depósito de semen, enfocado en la reproducción. Eso es tremendamente violento, pero permite también cierta identificación del espectador, porque no es la mirada clásica que el cine ofrece sobre los conservadores.
—Es cierto, la opresión se siente, pero no se ve ninguna práctica que sea explícitamente violenta.
—Es que, cuando hablamos de conservadurismo, se espera que lo hagamos o de una manera chistosa, muy irónica, o de un modo en el que se identifiquen de forma muy evidente el bien y el mal.
—¿Pero no te dio miedo de que la película se interpretara como una lectura benevolente del evangelismo?
—Tú viste la reacción del pastor en Bafici: la película está claramente situada en una lectura crítica. Pero la cuestión es que en ella, el mal usa elementos que reconocemos como propios: hay música electrónica, la decoración tiene buen gusto, escuchamos a Juan Campodónico (risas). Porque los conservadores empezaron a incorporar cada vez más prácticas políticas y estéticas asociadas a otras formas de existencia.
Es fácil hacer el retrato de un conservadurismo aburrido, pero yo fui a rituales donde el pastor estaba celebrando la misa como un guitar hero, en una fiesta muy cool. Entonces la pregunta es: ¿cómo robarle la atención a una juventud que está escuchando a un guitar hero un domingo de tarde, danzando, bailando, en un ambiente perfecto? Tenemos desafíos mucho más difíciles de los que imaginamos.
—La película presenta una distopía futurista. ¿Cuáles fueron los desafíos más grandes a la hora de construir ese futuro?
—Quería construir un estado de futuro muy cercano, sin fetiche tecnológico. Me interesaba el punto de vista de una mudanza cultural que tiene óptima tecnología, pero no quería hacer una película fetichista, al estilo Black Mirror. Por eso es que la película empieza imaginando un Brasil donde el Carnaval no es la fiesta más importante, sino que lo más masivo es una fiesta de amor supremo, una gran rave en clave religiosa. ¿Brasil sin Carnaval? Entonces la sociedad cambió de verdad. Para mí era importante pensar que la tecnología, en este caso, estaba al servicio de un cambio político. En la película, la tecnología permite saber el estado civil de una persona, o si una mujer está embarazada. No es tan sofisticada, pero está centrada en el cuerpo; Divino amor trata sobre el control biopolítico del cuerpo. Por eso termina con un cuerpo descontrolado, un cuerpo sin registro, sin nombre, sin documento, sin nada.
—Un cuerpo sin Estado.
—Eso, un cuerpo sin Estado.
—¿Cuál es la relación concreta de la película con la situación política de Brasil y la ascensión de Bolsonaro?
—En Sundance salió un titular que decía algo como “esta película inaugura la nueva era de protesta en Brasil”. Pero lo curioso es que empezamos a escribir el guion en 2016, mucho antes de Bolsonaro. Es una película sobre la atmósfera de un país que estaba cambiando.
—Es que el cine es peligroso, prefigura la realidad.
—Sí, totalmente. Debería decirle a Bolsonaro que no me robe las ideas de la película (risas).
—¿Trabajaste con el mismo equipo creativo que en Boi Neon, tu película anterior?
—Con algunas personas sí, y con otras no. Sandino Saravia volvió a ser el coproductor uruguayo, también fue editada por Fernando Epstein. La nueva incorporación fue Juan Campodónico. Es muy bueno que podamos hacer un intercambio cultural creativo, con una comprensión libre del cine de arte, porque a veces las películas en cooperación se hacen en una frontera, con un actor brasileño y uno uruguayo, cosas así, pero en este caso todas las personas aportamos creativamente pensando en una obra universal.
—El erotismo tiene un lugar muy importante en tu cine. ¿Tenés algunas ideas anticipadas sobre el modo en que te interesa mostrar y contar los cuerpos?
—Algunas cosas que podrían ser muy absurdas o muy bizarras encuentran una cierta naturalidad en la manera en que las filmo. Trato de evitar ciertas manipulaciones y ofrecer una mirada un poco cruda sobre los cuerpos. La sexualidad es un elemento más, no es algo que deba ser tratado de una manera especial. Trato de que haya momentos ordinarios, cotidianos; por ejemplo, en Boi Neon hay una escena en la que el personaje está haciendo pichí, y yo nunca había visto, de frente, un hombre meando en el cine. Son cosas que a veces son tabú, y no sabemos muy bien por qué, y también son parte del machismo.
—En Boi Neon hay una escena hermosa donde una embarazada tiene sexo.
—¡Y con alguien que no es su pareja! Me gusta pensar por qué ciertas imágenes no existen, no están hechas. ¿Por qué no? Nunca vi una ecografía de un testículo en el cine, la infertilidad es un tema de la mujer; sin embargo, científicamente, es un tema mucho más masculino. Entonces me atrae que eso esté en una película. Poner la figura del macho en crisis también pasa por crear esas imágenes: un hombre haciendo pichí, un testículo escaneado en una máquina.