Qué duro era mi valle - Semanario Brecha

Qué duro era mi valle

En cartelera: “Dulce país”.

“Dulce país”.

El western, sin duda, ha perdido su lugar en el cine. La conquista del espacio, o de extraños mundos que combinan rasgos medievales con otros de exacerbado futurismo de la mano de una tecnología que hace posible cualquier exceso visual, vuelve antiguos los anchos paisajes donde el amor, el odio y la codicia se dirimían en leyendas de coraje, encarnadas en tipos rudos que andaban a caballo, cuyo accionar se tenía que resolver en tratos con una naturaleza que los contenía, los maltrataba, los explicaba y, para los ojos del espectador, siempre fungía de “real”. Así, en los setenta, a propósito de Sam Peckinpah, por ejemplo, se hablaba de “western crepuscular”, lo que ya se había hecho en la década anterior con Un tiro en la noche, de John Ford (nada menos). Cada tanto el viejo género se desempolva con una formulación acorde a ese pasado, pero con matices propios del tiempo de realización del filme de que se trate. No hace escuela, pero su sola aparición pone un paréntesis altamente disfrutable. Son los casos de Los imperdonables (1992), de Clint Eastwood, y Appaloosa (2008), dirigida y actuada –junto con Viggo Mortensen– por Ed Harris, entre algún otro.

Dulce país1 es un western, pero australiano. Están ahí los paisajes impresionantes, tan seductores como agresivos. En este caso, con preponderancia de lo seco, lo hostil, dibujado en un conjunto de ocres y marrones que de sólo mirarlos dan sed, con eventuales recortes de cerros, un tramo desértico o una laguna. Una tierra conquistada por los nuevos ocupantes, de origen anglosajón, mientras que los viejos ocupantes indígenas resisten como pueden, en una suerte de esclavitud. Lo que muestra, evoca y recrea la película –dirigida y colibretada por un descendiente de la población indígena originaria, Warwick Thornton– es un hecho acaecido a fines de la década del 20 del siglo pasado, que releva y revela la forma de encarar el mundo de ese grupo invasor y colonizador, y su contraste con valores esenciales que preserva la cultura de los colonizados.

Entre un conjunto de pobladores blancos de un pequeño pueblo, el protagonista indiscutible de la película es Sam Kelly (Hamilton Morris), un aborigen que con su esposa, Lizzie, trabaja para un predicador bondadoso (Sam Neill). La espiral de furia racista que enfrenta a Sam con el irascible militar recién llegado March, un tipo que no vacila en violar brutalmente a Lizzie ni en encadenar a un niño a una piedra durante toda la noche, concluye en un certero tiro de rifle en la frente del colérico, propinado en defensa propia por el indígena. Vendrá luego la huida de Sam y Lizzie –¿qué indígena que acaba de matar a un blanco confiaría, en esas circunstancias, en la justicia de los blancos?–, su persecución por un puñado de hombres encabezados por un empecinado sargento (Bryan Brown), un desenlace inesperado para esa fuga, que culmina en el juicio público de Sam, y otros dos desenlaces más, para ese juicio y para la historia en sí. Casi en silencio –apenas habla con sus acusadores–, la estatura moral de Sam, tanto en lo que tiene que ver con su propia suerte como en la forma en que procede frente a su perseguidor, es el sustrato básico de esta película. Thornton lleva su narración con pulso firme, de una manera seca, concisa, y maneja notablemente la tensión que subyace a prácticamente todas las escenas, como si la paz o la armonía no pudieran tener lugar en ese sitio hostil para la convivencia humana. Además, siembra detalles que amplifican el sentido de los hechos concretos. El rol que le cabe al niño Philomac, por ejemplo. Su edad y su carácter de mestizo lo van deslizando hacia distintas situaciones, y lo acercan y lo separan alternativamente de los dos mundos de los que es el resultado. O el hecho de que el retorno al pueblo y el comienzo del juicio sucedan cuando un exhibidor ambulante proyecta en una pared una vieja película australiana, guiño del realizador para el pasado, tanto de su país como de su oficio.

Premio especial del jurado en Venecia 2017, Dulce país es una excepción, en todos los sentidos, entre lo que viene ofreciendo el cine. Sin vacilaciones, una gloriosa excepción.

1.             Sweet Country. Australia, 2017.

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