Que Palestina es un pueblo que sufre desde hace décadas es innegable. Que la injusticia levita impune entre sus tierras mientras se destruyen vidas es indiscutible. Sin embargo, el mundo mira. ¿Qué pensarán los palestinos sobre quienes percibimos el conflicto desde afuera? Debe ser desolador considerar la posibilidad de que la comunidad internacional les haya soltado la mano. Su tierra se vuelve cada vez más rocosa y allí siguen, aguantando. Uno de ellos es Basel Adra, joven activista palestino de Masafer Yatta que lucha desde su infancia contra la expulsión masiva de su comunidad por las autoridades israelíes. Basel es el protagonista de No hay otra tierra, película que, por una macabra paradoja, participó en los festivales de mayor prestigio, ganó varios premios y el domingo pasado ganó el Oscar. Fue dirigida por Adra y Hamdan Ballal, palestinos, junto con los israelíes Yuval Abraham y Rachel Szor.
En las montañas sureñas de Cisjordania viven 20 aldeas palestinas en la comunidad Masafer Yatta. Desde la guerra de los Seis Días, en 1967, Israel ocupa esta zona en la que los palestinos resistieron históricamente a la violencia, incluso desde que, en 2022, una resolución del Tribunal Supremo de Israel habilitó la expulsión de miles de sus habitantes. Ese año, el medio France 24 habló con Jaber Dbabseh, miembro de la comunidad invadida y desplazada, y dijo: «Yo heredé esta tierra de mi padre, y mi padre la heredó de su propio padre. Mi padre tiene 87 años, por lo que es mayor que la edad de Israel». Uno de los personajes del documental señala que sus antepasados se instalaron en la década del 30 del siglo XIX y que el Estado de Israel ha emprendido un camino tenaz para señalar a los palestinos como extranjeros en su propia tierra.
Desde su niñez, Adra se enfrentó al desplazamiento forzado y acompañó a sus padres, también activistas, en la agonía de hacer todo lo posible para que la fuerza militar israelí dejara vivir a su comunidad. La experiencia se encarna en el documental gracias a una cámara de mano que empezó siendo operada por familiares del protagonista hasta que creció, y allí pasó a sus manos. La usó para registrar los desacatos violentos de los militares y de los colonos civiles israelíes que aparecen de sorpresa y armados para oprimir a los vecinos palestinos. «Empecé a grabar cuando empezó nuestro fin», relata Basel en su película. Y es que Adra se plantó ante el atropello de su gente y apuntó la cámara directamente hacia su agresor, quien respondió con violencia. El material audiovisual lo prueba; mientras filma, el camarógrafo recibe un golpe con un palo y el mundo se invierte, el cielo queda abajo y la tierra arriba. Gritos. Llantos. La respiración asfixiada de Basel detrás del lente. Disparos. Explosiones. La cámara se daña y el panorama se congela en determinados fotogramas; una especie de paralelismo con nuestros sentidos, que, a medida que se intensifica el infierno, comienzan a fallar hasta desconectarse de la realidad.
Hay otras escenas documentadas por un camarógrafo con una cámara de cine que acompaña a Basel, quien narra su historia con voz angustiada. Esta otra cámara se ocupa de indagar la vida de los habitantes de la comunidad. El documental ejemplifica la respuesta del Godard cuando estaba en el Grupo Dziga Vertov y recién había sucedido el mayo del 68: cuando le hicieron la pregunta «¿cómo se hace cine?», su respuesta fue: «El cine consiste en poner la cámara en todas partes, en tratar de filmar todas las cosas, en mirar los fenómenos colectivos». Así, No hay otra tierra escala a otras dimensiones y expone un sinfín de crueldades: máquinas que destruyen las viviendas palestinas y obligan a sus habitantes a buscar refugio en cuevas de piedra; la demolición de la escuela construida por los propios palestinos –durante el día por mujeres y niños, durante la noche por los varones, para evitar la represión militar–; allanamientos nocturnos en hogares; el destrozo de la infraestructura que les suministra agua y luz; manifestaciones en la calle reprimidas con gases lacrimógenos; el robo de autos y otros bienes de los habitantes por los militares; una madre que se aferra al generador que un uniformado trata de llevarse porque es la única manera de cuidar a su hijo con discapacidad. Todo esto en una paleta de colores seca, áspera que pinta imágenes tan crudas como imborrables.
La película es la prueba irrefutable de la miseria planificada. Basel es abogado, pero cuenta que no le queda más opción que trabajar en construcciones israelíes: edifica casas para el Estado que busca exterminar los hogares de su comunidad. Tiene prohibido salir de Cisjordania. Sin embargo, la película es responsable: aclara mediante un personaje que no todos los israelíes comparten la política salvaje del Estado de Israel sobre el pueblo palestino. Yuval Abraham es un periodista israelí que apoya la resistencia en Masafer Yatta y denuncia en sus escrituras la violación de los derechos humanos. Es uno de los creadores de la película, y, al recibir el galardón el domingo, dijo algo significativo: «Cuando veo a Basel, veo a mi hermano, pero somos desiguales. Vivimos en un régimen en el que yo soy libre bajo la ley civil y Basel vive bajo leyes militares que destruyen su vida y que él no puede controlar. Hay un camino diferente. Una solución política sin supremacía, con derechos para ambos y nuestra gente. Y como estoy acá, tengo que decir: la política exterior de este país está ayudando a bloquear este camino. ¿No ven que estamos entrelazados? ¿No ven que mi gente solo puede estar segura si la gente de Basel es libre? No hay otro camino».
La película cumple un rol metacomunicacional que resulta fundamental para la reflexión sobre el conflicto. En una conversación entre Basel y Yuval, el periodista israelí dice que quiere escribir más, desesperado por que lo lea más gente; el palestino le responde que está demasiado entusiasmado. «Como si vinieras a solucionar todo en diez días y luego te fueras a casa. Esto lleva décadas ocurriendo.» Así, lo invita a acostumbrarse a fracasar y a tener paciencia. Lo mismo sucede con la visita de un medio inglés que se comunica con una mujer que casi pierde a un hijo en un ataque militar. El británico busca empatizar con ella, le menciona que él también tiene un hijo y que de estar en su lugar se volvería loco. Luego se va. Se retira del cuadro y la mujer queda sola. Rompe en llanto.
Basel se pregunta si el documental servirá para algo. En el escenario de los Oscar, expresó: «[La película] refleja la dura realidad que hemos estado soportando durante décadas. Le pedimos al mundo que tome acciones serias para poner fin a la injusticia y detener la limpieza étnica en Palestina». Parte del público vestido de gala aplaudió, algunos pocos se abstuvieron en silencio. En el documental, las actitudes y los gestos de los habitantes palestinos de Cisjordania transmiten un impulso vital inexplicable, misterioso. En una charla entre el activista palestino y el periodista israelí, mientras fuman unos puchos, imaginan una Palestina libre en la que el primero pudiera visitar al segundo en su casa. Hay un silencio excepcional en esa noche estrellada, a diferencia del estruendoso ambiente que inunda el resto del documental. Basel expresa que su privación de derechos se sostiene por el gran poder militar y tecnológico del Estado de Israel, y que los israelíes no deberían olvidar que ellos también fueron débiles y sufrieron, igual que Palestina. Y augura que no tendrán éxito, que nunca conseguirán que los palestinos abandonen esas tierras. Más silencio. La escena termina, la realidad no.