Hacía tiempo que no veía un material documental tan removedor y desconcertante. Quizás, para quienes ya conocen el caso Padilla y su influencia en la toma de posición sobre la revolución cubana de muchos de los más importantes intelectuales americanos y europeos de principios de los setenta, el impacto no resulte tan grande; para mí, ingenua espectadora que sabía poco y nada al respecto, resultó una experiencia de una intensidad inusitada. Sobre todo, porque el trabajo de contextualización narrativa que hace la película, si bien no es estrictamente breve, resulta bastante pobre y no logra estar a la altura del archivo revelado. Entonces, a medida que avanza el visionado, la situación que se desarrolla en pantalla va dando giros y tomando significaciones diversas hasta que, al terminar, solo deseamos saber más, seguir investigando para tratar de comprender qué rayos es eso tan terrible y cruel que acabamos de ver.
Y es lo que tuve que hacer a la hora de ponerme a escribir esta nota: leer los poemas de Fuera del juego y Provocaciones, que le valieron a Padilla la detención en la cárcel; leer la versión escrita de su autocrítica, publicada antes de su declaración en la escena que muestra la película; leer el Cuadernos de Marcha de mayo del 71, dedicado al tema y llamado Cuba. Nueva política cultural. El caso Padilla, que incluye opiniones divergentes de gente tan importante como Mario Vargas Llosa, Mario Benedetti y Ángel Rama, textos colectivos escritos por muchos muchos otros y el discurso de Fidel Castro del Primero de Mayo de ese año; leer diversas críticas de la película, algunas más descriptivas, algunas escritas con la intención política, en el presente, de hacer acusaciones concretas a la izquierda latinoamericana –el material es de 2022, así que ha corrido agua bajo del puente–; leer entrevistas al director Pavel Giroud en las que cuenta de forma esquiva cómo se hizo con el material, y de modo mucho más explícito sus intenciones de denuncia, con el pasado como excusa, en torno al estado de la libertad de expresión en la Cuba de hoy.
Y aún habiendo leído todo eso, con una enorme cantidad de ideas dando vueltas en mi cabeza, continúa resultándome complejo intentar dimensionar lo que supone la exposición pública de ese material para la construcción historiográfica del pasado cubano. El lenguaje audiovisual es el lenguaje de esta época, su influencia en la construcción de la opinión pública es realmente más grande que nunca; tener la chance, para las nuevas generaciones, de visionar estas filmaciones supone, sin duda, la introducción de nuevas apreciaciones en torno al carácter represivo de la Cuba de los setenta, de la figura de Fidel Castro y, al fin y al cabo, de todo el proceso revolucionario. Además, implica volver a poner en juego, a la luz de los acontecimientos posteriores, la discusión y la reflexión acerca de la censura en ciertos gobiernos de izquierda: ¿era realmente necesario limitar la libertad artística de los intelectuales para el sostenimiento de la revolución? ¿Qué tipo de carácter alcanzó el gobierno cubano en su alianza concreta con la Unión Soviética si tuvo que caer de un modo tan explícitamente obsceno en la repetición de ciertos procedimientos violentos y terroristas con respecto a la disidencia?
El caso Padilla nos permite asistir a las declaraciones de un hombre de lentes que suda copiosamente mientras habla, que enfatiza hasta gritar, que asume gestos dramáticos. A veces, parece que todo su accionar es irónico, que en realidad está montando un rito teatral en el que, más allá de sus palabras, está tratando de que se vuelva evidente que está siendo obligado a decir lo que dice. ¿O en realidad esa interpretación es producto del sentimiento de empatía que produce su situación? ¿Estamos escuchando a un hombre que ha sido torturado? Más adelante, cuando comienza a acusar a sus propios compañeros con nombre y apellido, ¡cuando acusa a su propia mujer!, esa empatía nos abandona y se convierte en una especie de asco, de estupefacción, como si fuera difícil creer que eso que estamos viendo sucedió en realidad. Tal es el nivel de tensión que se produce en la pantalla y se extiende a la sala. Porque, además, hasta la distribución espacial que se percibe en las imágenes parece producto de una construcción ficcional: allí está el artista declarando, desesperado, y la platea que lo escucha, llena de cuerpos atribulados, encorvados, aterrorizados; cuerpos que no logran disimular su incomodidad, la desigualdad de fuerzas, la incapacidad de enfrentar la situación. Cuando, hacia el final, el escritor Norberto Fuentes sale de esa especie de atmósfera envenenada para alzar una voz ligeramente diferente, su impulso queda ahogado de forma casi inmediata. Allí continúan los intelectuales acusados por Padilla haciendo sus propias autocríticas, renegando de su trabajo como si no hubiera problema alguno en que ese procedimiento fuera parte de un proceso social supuestamente liberador.
Evidentemente, la contextualización de Giraud deja mucho que desear. Las fundamentaciones teóricas que la revolución sostenía, y que una enorme cantidad de intelectuales de izquierda compartían para defender este tipo de acciones, quedan afuera de su montaje. Incluso las palabras de Castro están recortadas y utilizadas con sendas intenciones acusatorias. Pero, de todos modos, es innegable que lo que ese archivo muestra tiene una fuerza de denuncia muy grande, porque, si bien no existe arte fuera de su época, escindida de la realidad material de la sociedad que la ve nacer, presenciar un acto de sometimiento tan radical de los artistas frente a la fuerza bruta del poder político supone, necesariamente, un impacto moral que nos obliga a situarnos de modo crítico. El caso Padilla es una película para volver a pensar en la historia política latinoamericana y defender la necesidad de salir del maniqueísmo para establecer una mirada lúcida, una que reconozca la dificultad de juzgar procesos políticos desde una perspectiva única, en la que criticar cualquier cosa implica invalidar todo lo demás. También es un material extremadamente valioso para apreciar de manera directa los efectos de la censura cultural y aprender que repudiarla de manera enfática, en cualquier caso, es lo mínimo que podemos hacer para tratar de no repetir las partes más abyectas de nuestro pasado.