Qué loca está la hinchada – Semanario Brecha
Violencia en el fútbol

Qué loca está la hinchada

“Violencia en el fútbol” es un concepto molesto, que resurge una y otra vez en medio del griterío de un discurso monocorde. Desde la ley de 2005 y el protocolo de seguridad firmado en 2008 poco se ha cambiado en cuanto a infraestructura y accionar, pero aun menos en la tónica de la conversación.

Una cancha de fútbol es un mundo en miniatura. Para empezar hay límites, y de todo tipo. Hay un recinto, líneas, arcos, redes, alambrados, muros, puertas y ventanas. Hay policías, periodistas, profesionales, obreros, chantas, vagos, ladrones y alcahuetes. Ricos y pobres. Hay palcos vip, clases medias y populares. Cuando llueve algunos se mojan y otros no. Todos lo vemos de distinta manera y desde distintos lugares, como al mundo. Hay “esforzados atletas” –los protagonistas del show– movidos al son del gran capital igual que su sustento anímico, los hinchas. El fútbol es un negocio rentable, redondo. Dejar de reconocer lo que está detrás de cada pase al extranjero, cada partido proyectado en nuestros televisores y cada transacción que desconocemos, puede llevarnos a creer en el fútbol como un espacio incapaz de hacerse cargo de sus problemas, totalmente puro, reservado para la gente “de bien” y que no debe ser ensuciado por agentes incivilizados, como el mundo. Pero no, en el fútbol confluyen las descargas de los sectores más disímiles, de un lado a otro de la escala social. Y con ellos la violencia, lamentable sustento de las lógicas de nuestro sistema de convivencia.

VENGO DE AYER

La violencia en el fútbol tiene antecedentes que se remontan a la década del 50, pero que recrudecen claramente en los noventa. En el año 1992 Wellington Castro fue atropellado por un coracero después de un partido entre Basáñez y Villa Teresa y murió aplastado. Dos años más tarde, en la previa de un partido clásico, fue asesinado el hincha de Nacional Diego Posadas, a manos de un hincha de Peñarol. En 1996, otra muerte volvió a sacudir al fútbol uruguayo, esta vez en el Parque Central, Daniel Tosquellas recibió el balazo de un hincha de Cerro que le costó la vida. Tres años más tarde, un policía disparó sobre el tricolor Fabián Martínez dejándolo paralítico. Aunque los desenlaces fatales no vuelven a aparecer hasta el año 2006 cuando es asesinado el hincha de Cerro Héctor da Cunha al salir de un partido ante Peñarol en el estadio Centenario, estos hechos naturalmente reprobados de forma casi unánime, han calado hondo en el imaginario colectivo y todavía parecen pautar la discusión del tema. En 2005, año en que se sanciona la ley que rige actualmente, la discusión se llevaba en los mismos términos de hoy, léase literalmente: un grupo de vándalos era el responsable de ejercer la violencia y alejar a “la familia” de las canchas. En una misiva entregada por el Poder Ejecutivo al presidente de la Asamblea General el 15 de setiembre de ese mismo año, se dejaba entrever la tónica de la conversación: “no puede ser que los escenarios deportivos y sus inmediaciones se hayan transformado en el campo de acción de grupos de vándalos que no respetan personas ni bienes (…) el deporte debe recuperar la posibilidad de que sus aficionados puedan concurrir tranquilos a los campos de juego, acompañados por sus familias”. Sumado a esto, revisar la discusión parlamentaria equivale a sentir que retrocedemos a épocas oscuras del pensamiento, con comentarios memorables como el de Enrique Pintado, actual ministro de Transporte y Obras Públicas: “Soy un concurrente a la tribuna y no se me escapa que allí, pese a que algunos jefes de hinchada no lo quieran reconocer, hay alcoholismo, marihuana –por lo menos– y, según nos denunciaba el presidente del Círculo de Periodistas Deportivos, doctor Etchandy, hasta parece que debajo de las banderas se vende sexo”. Está bien, quizás el fútbol sea un ámbito propenso a generar discusiones con retórica bolichera, pero de ahí a tratar de solucionar desde ese lugar el problema de la violencia hay una gran distancia. Sin embargo, este fue el ámbito de aprobación del marco legal vigente, a través de la sanción de la ley Nº 17.951. De aquel momento a esta parte muy poco cambió en la forma de atacar estos asuntos, pero lo que es aun más llamativo, el discurso sigue siendo el mismo.

NO SOY AYER

“En el Uruguay de hoy el fútbol es un espacio social infinitamente más seguro del que yo conocí en la segunda mitad de los ochenta y principios de la década del 90”, afirma a Brecha el sociólogo Rafal Paternain. En oposición a esto, el discurso dominante –reproducido y alimentado por el griterío mediático– y algunas medidas tomadas recientemente denotan una preocupación por el aumento de la violencia y el alejamiento de la familia de las canchas. Para el sociólogo Leonardo Mendiondo –que ha estudiado largamente el tema– es un “disparate” decir que la violencia alejó a la gente de las canchas, y las estadísticas le dan la razón. Los datos de la Asociación Uruguaya de Fútbol no discriminan edades ni familias, pero sí nos muestran un aumento constante en la venta de localidades, sólo tendiente a la baja durante la crisis de 2002. Que siguen ocurriendo episodios de violencia es una realidad, que preocupa también, pero su influencia en la asistencia de la gente a los estadios es bastante difícil de rastrear. En los momentos que siguen a los hechos de violencia más importantes, las entradas mantienen su escala ascendente, y su variación está vinculada mucho más a cantidad de partidos, aspectos económicos y sociales que a una reacción ante los hechos violentos. Tomando en cuenta la serie 1996-2012, el aumento es de aproximadamente 100 por ciento, pasando de 400 mil a 780 mil entradas vendidas. Volviendo a la familia, afirmar que la violencia la alejó de las canchas es una opinión basada en una percepción, compartible o no. Pero guiar el accionar estatal e institucional en base a una percepción parece una apuesta un tanto riesgosa. La falta de estudios multidisciplinarios en la materia es llamativa, y la ausencia de la Universidad de la República aun más. Desde la aprobación del marco legal vigente, que entre otras cosas incluyó la creación de la Comisión Honoraria para la Prevención, Control y Erradicación de la Violencia en el Deporte, es posible rastrear esta ausencia. Dicha comisión está integrada por representantes del Poder Ejecutivo, el Congreso de Intendentes y tres personalidades del deporte, pero no incluye por ley representantes del área de las ciencias sociales y humanas a pesar de tener entre sus cometidos “efectuar estudios e informes sobre las causas y efectos de la violencia en el deporte”. Consultado por Brecha sobre esta ausencia, Antonio Carámbula, subsecretario del Ministerio de Turismo y Deporte del Uruguay e integrante de la comisión, dijo que “tal vez no haya estudios de la profundidad referida, pero puedo asegurar que en la comisión hay un conocimiento básico de lo que son estos problemas”. Respecto a esto, explicó que además de los organismos públicos y privados mencionados “está representado el propio inau, o sea que posibilidad de acceso a técnicos hay, y tenemos asesores de todo tipo vinculados”. Los resultados están a la vista. No hay disponible ningún estudio elaborado por la comisión, y visitar el espacio en la web del Ministerio del Interior implica encontrarse con múltiples acuerdos, protocolos, firmas y demás documentos que nada tienen que ver con estudios profundos sobre las causas de la violencia en el deporte y los posibles efectos de las medidas a tomar. Al respecto Carámbula alega: “Nosotros tenemos algunas publicaciones que se han realizado en su momento y que se han enviado al Parlamento con compendios de normativas según las evaluaciones que se han hecho”, además –dice Carámbula– “nuestra comisión ha concurrido permanentemente a la Comisión Especial para el Deporte de la Cámara de Representantes que de alguna manera es una forma de hacerse responsable ante la ciudadanía de lo actuado”. En diálogo con Brecha, el sociólogo Leonardo Mendiondo reclama un espacio para un estudio profundo de la problemática y afirma que “el fútbol no está siendo pensado, no lo está pensando la academia, pero tampoco la clase política y la gente del fútbol”. Al mismo tiempo, asegura que esto permite que se difundan conceptos erróneos y se llegue a una “pésima” conceptualización del problema. La falta de estudios en la materia genera, para Paternain, un diagnóstico “absolutamente sobredimensionado, catastrofista e intolerante, alimentado por un discurso muy punitivo, que se ha ido enganchando y retroalimentando con las referencias al tema de la inseguridad”. Este diagnóstico, erróneo o no, de-semboca de forma inevitable en las mismas recetas, paquetes de soluciones cuasi mágicas para alejar a los “vándalos” del pulcro mundo del fútbol.

SUEÑO RECURRENTE

Vuelve una y otra vez, llega a nosotros cada vez que se enciende la alarma por un nuevo episodio de violencia vinculado al fútbol. Es el “modelo inglés”, solución discursiva favorita cuando se hace necesario demostrar firmeza y visión a largo plazo. En Inglaterra, el combate a la violencia en los campos de juego y a los hooligans, resignificados por estos lares como “barras bravas”, proviene de la era Tatcher. Con una fuerte impronta policial, pero acompañado de serias acciones educativas y grandes cambios estructurales, logró una coordinación entre el Estado, los clubes, sus hinchas y la policía que permitió atacar el fenómeno. En Uruguay los guiños a este modelo son constantes, en realidad podríamos decir que los avances en materia de combate a la violencia en el fútbol –si es que los hay– responden completamente a medidas made in England. Pero no se está cumpliendo con el más importante y el primero de los pasos: un fuerte compromiso y acción conjunta entre los distintos actores vinculados al tema. De ahí en más, el resto son precisamente guiños. A través de los medios de comunicación las confusiones van y vienen, las autoridades –cual metáfora del propio fútbol– se pasan la pelota de un lado a otro, se quitan responsabilidades y aparecen o de-saparecen en función de la gravedad de los nuevos asuntos que hacen explotar la opinión pública. En las noticias podemos ver que el Ministerio del Interior exige mayor compromiso del fútbol, pero la auf argumenta que no puede hacerse cargo de la seguridad y la comisión afirma que no descarta la posibilidad de jugar a puertas cerradas, entre otras cosas. Es desconcertante. Pero en la visita de la Comisión Honoraria para la Prevención, Control y Erradicación de la Violencia en el Deporte a la Comisión Especial para el Deporte de Diputados de febrero de este año, la primera argumentó que actualmente se tenía una mirada conjunta sobre el tema, opinión que comparte Carámbula, que dice ver en los últimos tiempos “un compromiso fuerte de llegar a decisiones de fondo”.

CÓMO ESTAMOS HOY, EH

Con respecto a la aplicación del marco legal vigente, el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Ruibal Pino, expresó en abril de este año en el Parlamento: “Reconozco que los jueces hasta el momento han actuado con flexibilidad, con benevolencia, salvo en situaciones aisladas de lesiones muy graves o muertes; eso está claro. En las peleas en que todos entran porque están todos peleando, todavía no se ha procesado a nadie”. Como muestra de esto, en los recientes festejos por el campeonato de Peñarol, todos los detenidos fueron liberados por falta de pruebas. En 2008, se firmó un protocolo de seguridad entre el Ministerio del Interior, el Ministerio de Turismo y Deporte, la auf y la Intendencia de Montevideo, estableciendo distintos compromisos para las partes. Este protocolo contiene varios elementos tomados del modelo inglés, pero aún no han sido aplicados. Por ejemplo, el punto uno establecía que los clubes no distribuirían entradas gratuitas a particulares, pero a raíz de un allanamiento policial se comprobó que por lo menos Peñarol ya estaba faltando a la cita, al encontrarse 50 entradas de cortesía en la casa de un hincha. En el punto dos, los clubes se comprometen a “denunciar hechos de violencia que obren en su conocimiento y a los protagonistas de los mismos”, pero nada de esto se ha visto hasta el momento. En el plano de la infraestructura, el avance es muy poco. Sí existen cámaras de seguridad en las canchas, cámaras portátiles y vallas, pero sigue habiendo piedras dentro del Estadio. Los baños siguen siendo lagunas y los específicos para mujeres están en estado deplorable. Los molinetes que registren los códigos de barra de los boletos vendidos, como se detalla en el protocolo, siguen sin aparecer a cinco años de su aprobación, y entrar a las cabeceras generalmente es un suplicio. Las personas no ven el partido sentadas –medida que el protocolo definía a mediano plazo–, pero tampoco se han numerado las localidades, ni es posible identificar a los hinchas. El grado de violencia policial va en aumento y difícilmente distingue a un hincha de un violento, como reclama el eslogan. Situaciones que ocurren hace largo rato, como el intento de pasar de una tribuna a otra, siguen siendo duramente reprimidas y no han podido ser prevenidas correctamente. La provocación y el insulto siguen siendo moneda corriente para los efectivos que trabajan en nuestros estadios, y las muestras de incompetencia sobran. Hoy, a ocho años de la aprobación de la ley, se mantiene la preocupación por las banderas y el argumento es el mismo, lo que pasa debajo. Quizás sea hora de repensar el rumbo y “aggiornar” las cabezas.

 

 

Estadio Seguro, el plan chileno

¿Cachái?

En Chile el discurso es similar, pero el panorama es distinto, y a través de Internet ya es posible notar algunas diferencias. En la web del Plan Estadio Seguro –insignia del gobierno chileno contra la violencia en el fútbol– es posible encontrar información de todo tipo. Desde los fundamentos del plan, pasando por los derechos de los hinchas, las estadísticas de ventas de entradas, y hasta las estadísticas penales que incluyen la cantidad de detenidos, querellados y condenados por equipos. Además de ajustar el marco legal, los chilenos implantaron importantes mejoras en la infraestructura de sus estadios, y sistemas de identificación precisos. Por ejemplo, la sanción para quienes estén registrados como participantes en hechos violentos va de seis meses a un año sin poder concurrir a los estadios, eso sí, pueden identificarlos. Otro aspecto interesante es que la seguridad dentro de los estadios corre por cuenta de los clubes y al mismo tiempo las penas incluyen a dirigentes y jugadores. Las responsabilidades de cada uno de los actores vinculados al plan están explícita y claramente definida en su propio texto. No hay recetas mágicas, pero hasta el momento Estadio Seguro parece avanzar con éxito. El presidente de la auf, Sebastián Bauzá, conoció el plan personalmente cuando Uruguay jugó en Chile por las eliminatorias.

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