En esa quietud hipnótica que, como pocos, suscita Horacio Quiroga en los jóvenes (apuntalado en gran medida por el aura siniestra de su periplo vital), con el sonido estridente del tren de la tarde que pasa a escasos metros del liceo y deja el estruendoso quejido de su bocina repicando a lo lejos, luego del ajetreado ir y venir de bancos que lastima el constante murmullo de los últimos coletazos del recreo, se pone en movimiento, otra vez, el espectáculo del amor, la locura y la muerte. Encallamos, todos, en un silencio sin nadie.
¿Cuándo fue la primera vez que leí este cuento? ¿Cuántas veces he recorrido sus líneas de aquel momento a esta parte? Caigo, nuevamente, en los secretos engranajes de “El almohadón de plumas”, en ese amontonamiento de enunciados que se deslizan, al parecer casi p...
Artículo para suscriptores
Hacé posible el periodismo en el que confiás.
Suscribiéndote a Brecha estás apoyando a un medio cooperativo, independiente y con compromiso social
Para continuar leyendo este artículo tenés que ser suscriptor de Brecha.
¿Ya sos suscriptor? Logueate