Caben pocas dudas de que la reforma del Código del Proceso Penal es una de las mejores cosas que le ha ocurrido a la Justicia uruguaya en los últimos años. «En el sistema anterior, la gran mayoría de los imputados eran procesados con prisión preventiva y, dada la extensión de los procesos judiciales escritos, permanecían sin condena durante largos períodos», afirma la Fiscalía General de la Nación en su último balance del sistema penal.1 Cuando el nuevo código del proceso empezó a regir, siete de cada diez adultos privados de libertad permanecían sin condena. El 69,8 por ciento de las personas a las que el Estado imponía el encierro en las condiciones consabidas podían ser inocentes o merecer una pena menos dura.
«En ese momento Uruguay se encontraba entre los países con peor situación en esta dimensión y penúltimo a nivel de América del Sur», consigna el texto de la Fiscalía. Apenas 11 meses después de su entrada en vigor, la cantidad de presos con condena superó por primera vez a la de los que carecían de ella. En 2019 solo la tercera parte de los encarcelados seguía sin sentencia. De acuerdo a los datos del Instituto Nacional de Rehabilitación, a fines del año pasado el 93 por ciento de los privados de libertad contaban con condena. «De esta manera», celebra el Ministerio Público, «Uruguay se coloca, según los datos más recientes disponibles, como el mejor país de América del Sur».
Por cierto, el dispositivo del código que posibilitó esta transformación no fue el establecimiento del carácter oral y público de los juicios, aunque fuera una de sus novedades más comentadas inicialmente. Por el contrario, el cambio provino de la posibilidad de evitar los juicios, introducido con la creación del proceso abreviado.
El proceso abreviado es un mecanismo de condena sin juicio previo. Hasta 2020 podía aplicarse en todos aquellos casos a los que correspondieran penas mínimas de no más de seis años. A partir de la Ley de Urgente Consideración (LUC), su alcance se restringió a las que se pagan con menos de cuatro. Consiste en ofrecer al acusado la posibilidad de disminuir su eventual condena a la tercera parte de la que tendría de resolverse el tema en un juicio. Para eso el imputado debe renunciar explícitamente al juicio y aceptar el relato de los hechos que ha construido el fiscal, lo que incluye –claro está– reconocer que ha cometido el delito.
La Fiscalía es mano en este juego. Debe mostrarle al defensor los elementos con que cuenta para considerarse capaz de obtener determinada condena y convencer al imputado de que le conviene renunciar a las garantías del juicio y lograr una pena más corta. Si el acusado acepta, habrá una audiencia en la que el juez correspondiente deberá examinar si el acuerdo alcanzado cumple con los requisitos legales y, siendo así, dictará la sentencia que confirma el acuerdo con la Fiscalía. No habrá apelación. El imputado deberá «cumplir de manera efectiva y en todos sus términos» la pena que resulte, ordena el código.
La mayoría abrumadora de los casos se resuelven hoy por este camino. Apenas aprobado el mecanismo, se empleó en el 60 por ciento de los casos y el porcentaje fue subiendo al punto de que ya en 2020 el 99,3 por ciento de las sentencias dictadas eran consecuencias de procesos abreviados. Los juicios orales y públicos explican menos del 1 por ciento de las sentencias emitidas. Los juicios, de acuerdo al código viejo, llevaban entre 400 y 500 días, según cayeran en juzgados de Montevideo o del interior. Los juicios bajo el nuevo régimen tardan 331 días promedialmente. Mediante el proceso abreviado la sentencia se obtiene en 31 días.
El injusto penal
Uno de estos procesos abreviados condujo a que, el 2 de agosto de 2020, el Juzgado Penal de Primera Instancia del 41.o Turno condenara a L. G. como autor de un delito de rapiña especialmente agravado a la pena de cuatro años de penitenciaría con descuento de la preventiva ya sufrida. L. G. había consentido la pena ofrecida por la Fiscalía, así que no tenía derecho a apelarla. Pero había un problema: L G. siempre había carecido de capacidad de prestar consentimiento.
El caso llegó a oídos de abogados de fuste. Los doctores Federico Álvarez Petraglia y Emiliano Loureiro asumieron la defensa y presentaron el único recurso que el nuevo código admite contra los abreviados, que es el de revisión ante la Suprema Corte de Justicia. Acompañaron sus argumentos del informe de una junta médica que confirmaba que la enfermedad psiquiátrica que aqueja al condenado lo hacía inimputable.
Los defensores presentaron su escrito ese mismo diciembre. La Fiscalía bregó por su rechazo. La Corte, por su parte, ordenó una pericia del Instituto Técnico Forense que respondiese si, en el momento de cometer la rapiña, L G. era o no consciente del carácter ilícito de sus actos. Pasaron dos años desde la sentencia de condena hasta la resolución de la Corte. Para L G. fueron dos años de cárcel que hay que sumar al tiempo que traía de preventiva. El 6 de octubre de 2022 se anuló por primera vez, y por unanimidad, una sentencia emergente de un proceso abreviado.2
L G. poseía «una patología de signos evidentes», observó el penalista Rodrigo Rey en un artículo dedicado a la «disruptiva» decisión del alto tribunal, publicado en la Revista de Derecho Penal (n.o 30, 2022). Como había argumentado la ministra de la Corte Bernadette Minvielle, el examen que realizó el juez sobre el acuerdo que le llevaba la Fiscalía había sido «insuficiente y técnicamente defectuoso». Las preguntas que había planteado al acusado para evaluar que efectivamente hubiera dado su consentimiento al proceso no habían sido capaces de responder lo más obvio.
Los atributos individuales de los operadores del sistema explican alguna parte de sus problemas. Hay fiscales que «han pedido formalizaciones por hechos que no son delitos», declaró un juez de Montevideo para Los acuerdos en el proceso abreviado, desde el punto de vista técnico y desde la perspectiva de las personas condenadas. El texto sintetiza una investigación dirigida por el sociólogo Henry Trujillo que pone en evidencia la existencia de callejones a los que el juez mejor dispuesto no podría encontrarle salida.3
Los autores presentan un caso paradigmático. Un acusado tenía tres antecedentes por hurto, pero lo que habría de resolverse era si esta vez sería condenado a tres meses de prisión por desacato. El delito se habría configurado porque el imputado había violado la orden de no acercarse a «la víctima denunciante» que había dispuesto un juzgado de familia. La confidencialidad de la información no permite saber si la denunciante era una expareja a la que habría violentado o amenazado violentar, pero es probable.
Los autores de la investigación entienden que hay tres perfiles de imputados: el de los conocedores del sistema que gozan de suficiente lucidez; el de aquellos que no están en condiciones de evaluar su situación (por ejemplo, L. G.), y el de aquellos que sí están lúcidos, pero carecen de experiencia en el sistema penal. Los conocedores lúcidos son quienes mejor se llevan con los procesos abreviados y el acusado en cuestión pertenece a esta categoría: demostraba entender perfectamente el lío en el que estaba.
Sin embargo, el fragmento de la audiencia citado insume tres páginas dubitativas. El acusado sostenía que su acercamiento a la víctima denunciante había sido involuntario. El trayecto del ómnibus que tomaba para ir a trabajar se introducía en el área que tenía prohibida. Por eso, aseguraba, lo había informado a la Dirección de Monitoreo Electrónico.
«No sé si avisó o no avisó», reconoce el juez durante el diálogo, que pregunta y repregunta porque entiende que el acusado no termina de estar de acuerdo con el arreglo realizado con la Fiscalía. «No sé si surge que usted avisó. Lo que surge es que usted incumplió. Eso es lo que surge de la investigación», explicó el magistrado. El fiscal tampoco pudo dar una solución categórica al dilema: invocó unas planillas, que «es lo que nos llega a nosotros», pero no negó que los avisos del acusado pudieran constar en otra parte. La defensa, entre tanto, parecía ocupar el lugar del fiscal y extremó sus argumentos para que el acusado confirmase su consentimiento: «La única cosa que le voy a decir es que a mí me es indiferente si usted firma o no firma. Porque yo, cuando termine la audiencia, me vuelvo a mi casa. El que no está en la misma situación es usted».
Resolviera lo que resolviera, el acusado siempre iría preso. Podía ir por tres meses si aceptaba el acuerdo. Si no lo aceptaba, iría seguramente por bastante tiempo más, por los 331 días hábiles que demora un juicio. Días que debería pasar en el Módulo 8 del ex-Comcar, donde se recluye a los que sufren prisión preventiva o cautelar. El mismo módulo de donde hace algunos años hubo que rescatar a los presos desnutridos: hombres jóvenes que pesaban 47 quilos. El mismo módulo que el juez que hizo lugar al reciente pedido de habeas corpus de los operadores penitenciarios insiste en citar como uno de aquellos donde el hacinamiento es mayor y la situación edilicia, inaceptable.
Esto es así porque la ley dispone que la Fiscalía está obligada a pedir prisión preventiva para aquellos imputados que poseen ciertos antecedentes, como el hurto, así como para todos los acusados de delitos vinculados a estupefacientes, categorías que –reunidas– explican el 53 por ciento de las imputaciones penales. Lo que el acusado, en definitiva, no se resignaba a aceptar era que, para defender su verdad, que era que había comunicado la infracción involuntaria que se veía necesitado de cometer, debía enfrentarse a sobrevivir un año en el Módulo 8 y, si abdicaba de ella en beneficio del acuerdo con la Fiscalía, también pagaría con cárcel: «Es que no puedo creer que sean tres meses de pagar en una prisión por haber pasado tres veces, avisando, en un ómnibus», se explicó.
La contrarreforma
La ley que obliga a la Fiscalía a imponer esas prisiones preventivas es una de las casi diez que han ido deshidratando las nociones garantistas que inspiraron la reforma del Código del Proceso. La última de ellas es la LUC, pero las modificaciones regresivas comenzaron a aprobarse incluso desde antes que el nuevo código comenzara a regir. Se aprobaron tres en 2016, cinco en 2017, una en 2018 y luego vino la de emergencia. Según Rey, son normas que «revelan un fuerte grado de improvisación legislativa», inspiradas en justificaciones que «han juzgado sumariamente el código sin evidencia empírica suficiente y apropiada».
Efímera fue, por ejemplo, la suspensión condicional del proceso, una de las vías alternativas a la prisión que preveía el nuevo código. Inicialmente parece haberse desestimulado su uso: durante el primer semestre de 2018 estas vías explicaban el 24 por ciento de las resoluciones del sistema, pero en el mismo período de 2019 pasaron a ser el 15, mientras jerarcas del Ministerio del Interior criticaban públicamente la aplicación que estaban teniendo en la justicia penal. La LUC hizo explícita su derogación. En diálogo con Brecha, el penalista Martín Fernández, integrante del Ielsur (Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay), insistió en lo atado de manos que dejó a los operadores la clausura de esa experiencia.
El contexto en que los operadores y los imputados deben tomar sus decisiones tampoco ayuda a ofrecer las garantías debidas. Para empezar, la amenaza de un año en el Módulo 8 coarta cualquier voluntad de rechazar la oferta fiscal. Por otra, los acusados vienen en su mayoría de una detención producida en flagrante delito –en la que raramente falta violencia–, de pasar la noche en una celda –frecuentemente sin comer–, después de recorrer esposados distintas oficinas del sistema –desprovistos en muchos casos de las nociones más elementales del funcionamiento del sistema y apenas informados en pocos minutos por un contacto con sus defensores–, como lo demuestra la investigación del equipo de Trujillo. Así deben «negociar» con una poderosa Fiscalía, a cuyas órdenes obedece la Policía, presionada por esa sociedad que estuvo más cerca de aprobar los allanamientos nocturnos que la reforma sobre la seguridad social.
Fernández está convencido de que hay que evitar «demonizar» el proceso abreviado. Volver al esquema procesal que había sancionado la dictadura no es –evidentemente– la respuesta. Pero reunir rapidez y justicia no parece tarea fácil. La sentencia de la Corte que dispuso la libertad del esquizofrénico preso y condenado es de octubre de 2022; la investigación dirigida por Trujillo es de noviembre del mismo año. Sin embargo, ni Rey ni Fernández advierten signos de que estén en marcha los cambios que entienden necesarios.
Entre tanto, marchar preso siendo inocente, pero presentando «rastros o señales que hagan presumir firmemente que acaba de participar en un delito» (tal como autoriza la Ley de Procedimiento Policial), ser luego incriminado y verse entrampado en la opción de elegir –estresado, hambriento y en tiempo récord– entre una prisión más larga o una más corta y entre un módulo u otro del ex-Comcar parece una eventualidad perfectamente probable en un sistema como el que describen los investigadores.
«Lo paradójico es que, en el caso del trabajador fallecido al desplomarse el techo del Disco de 8 de Octubre y Garibaldi, el abreviado funcionó al revés», dijo a Brecha, sin embargo, el investigador del Grupo de Estudios en Política Criminal Rodrigo Mariotta, que trabaja sobre la aplicación de la Ley de Responsabilidad Penal Empresarial (véase «Hecha la trampa», Brecha, 7-XI-24).
La resolución del caso es la única sentencia firme fundada en esa ley. Salió de un proceso abreviado. La Fiscalía formalizó al empleador por no brindar las condiciones de seguridad elementales, pero no por la muerte de Gonzalo Manuel González, de 34 años. No imputó el delito de homicidio culposo y la sentencia no expresa las razones de una omisión tan extraña, subraya Mariotta. El abogado comentó que da «por descontado que la empresa tuvo una defensa particular que le permitió esta salida. El mismo proceso abreviado que significa condenas exprés para los más vulnerables permitió también esta salida».