Ya han pasado tres años. Recuerdo que fue el 30 de abril de 2010 cuando el Sabalero llegó a La Habana procedente de Nueva York, donde había participado en un homenaje a la cantante argentina Mercedes Sosa, fallecida por esos días. Esa misma noche debía actuar en el Salón Turquino, en lo alto del hotel Habana Libre, en El Vedado. Lo acompañábamos varias decenas de uruguayos, aunque no todos fuimos a verlo, deseosos de presenciar al día siguiente la conmemoración del Primero de Mayo en la Plaza de la Revolución, evento para el que había que levantarse muy temprano en la mañana.
De manera que acercarse a él e intercambiar algunas palabras fue posible recién en Trinidad, la hermosa ciudad del centro de la isla, gran centro azucarero y esclavista en tiempos coloniales. Allí estaba programado un intercambio cultural con dos comités de Defensa de la Revolución (CDR) que se efectuaría en la noche siguiente a nuestro arribo y que tendría al Sabalero como centro del espectáculo. Durante el día, mientras recorríamos las calles empedradas por donde antaño sólo transitaban carruajes tirados a caballo, nos manifestó cierto temor. Era un problema tecnológico que si se presentaba no tenía la menor idea de cómo resolverlo.
Llegamos al sitio convenido casi al anochecer. Son dos CDR separados por poco más de una cuadra. Nos habían dicho que toda la vida social en Cuba se canaliza a través de los CDR, desde la organización de un cumpleaños hasta las frecuentes donaciones de sangre, desde el Día de la Madre hasta la lucha contra el dengue o contra la obesidad. Sabíamos que los CDR son el referente que tiene todo cubano, el lugar de consulta y de evacuación de sus problemas, y que quedar ajeno a ellos es casi como vivir en el desierto, pero esa noche íbamos a saber mucho más. Nos dividimos en dos grupos, uno para cada CDR.
Todas las casas de la cuadra están abiertas y han puesto sillas de plástico en las veredas. Entre vivas y aplausos nos reciben unas quinientas personas, mujeres, niños, hombres, de todas las edades, blancos, negros y mulatos. Pronto da comienzo un desfile de modas. Diecisiete niñas de distintas edades, la menor de apenas 3 años, desfilan por la calle con distintas vestimentas coloridas y veraniegas, imitando a la perfección los desfiles de mayores, caminando con un pie delante del otro, moviendo sus caderas, deteniéndose en pose ante cada fotógrafo. Vuelan aplausos y flores. Después le llega el turno a los varoncitos bailando reggaeton, en ese momento en Cuba el ritmo de moda hasta rabiar. Se contonean con graciosa flexibilidad, de a uno o en grupo. Finalmente otros recitan poemas de Martí o una biografía del Che en verso. Estos niños de Cuba saben de la revolución como un niño de nuestras escuelas puede saber de historia patria y de Artigas.
Luego, en un alto, nos entreveramos todos, visitantes y pobladores. Se habla animadamente, corre el ron, las tortas caseras, se brinda. José Carbajal, el Sabalero, con sus 17 años de abstinencia alcohólica, pide sólo jugo de piña. Comienza el baile colectivo. Bailan uruguayos y cubanos. Una señora me convida con una taza con un líquido caliente. Pruebo. Es caldo, digo. Acá le llamamos “caldosa” y es la bebida de la solidaridad, cada vecino pone en la caldosa lo que pueda, lo que tenga, una papa, un boniato, yuca, lo que sea, es una bebida colectiva, me explica la mujer. Es fuerte la emoción. Bebo otro trago y la paso.
Ahora se acercan los que estaban a dos cuadras, en el otro CDR. Nos juntamos todos para oír al Sabalero, nuestro representante cultural. Pero José Carbajal continúa preocupado. Aún teme lo que finalmente habría de suceder. Necesita de un telón musical para cantar. Ha traído un CD con sus canciones clásicas, pero es un CD de última generación. El aparato en forma de huevito que poseen los cubanos, con muchos años de uso, no podrá leerlo. Prueban varias veces sin resultado. No habrá música. El Sabalero tendrá que cantar a capela, no hay otra opción. Teníamos preparadas tres canciones. Como todos las sabemos, lo acompañaríamos coreándolas. Pero ahora el Sabalero pide que no cantemos todos, por temor al desafine y a que no se entiendan las letras. El hombre tiene cuatro décadas de oficio y sale adelante. Canta “Chiquillada”, “Sentados al cordón de la vereda” y “Borracho pero con flores vengo”. Los cubanos aplauden. Se supone que les agradó. El trance fue superado, el Sabalero consiguió no defraudar y la noche fue inolvidable, para todos y por más de un motivo. La fiesta terminó temprano, a las once, y al día siguiente se emprendió viaje hacia Santa Clara, del otro lado del Escambray.
Volvimos a Uruguay algunos días después. El impacto de lo vivido durante la permanencia en la isla, y en particular durante aquella noche en Trinidad, duraría por mucho tiempo y se volvería imborrable, hasta en sus mínimos detalles, luego de que nos enteramos, el 21 de octubre de ese año, de la muerte del Sabalero.