Ritual imaginario - Semanario Brecha
Matador V, de Santiago Bogacz

Ritual imaginario

Santiago Bogacz es un joven músico uruguayo tremendamente personal. A veces interactúa con otros músicos (por ejemplo, con Antonino Restuccia o Señor Faraón), pero la mayoría de las presentaciones y grabaciones de su proyecto, llamado Matador, consisten en él con su guitarra y su voz, haciendo unos tirones de música continua en un estilo al que pocos dudarían en tildar de raro.

Las cuatro o cinco veces que lo vi en vivo estaba repleto de gente. Aun considerando que suele presentarse en locales chicos, es un fenómeno que me llena de alegría, es decir, la existencia de un público suficiente, mayormente joven, dispuesto a curiosear o disfrutar de una música que sólo tiene sentido cuando uno se empeña en ponerle concentración y se abre a una experiencia inclasificable, exigente, extraña, que pone en tela de juicio las premisas estéticas simplificadas que pueden funcionar en la mayoría de los casos cuando queremos definir si determinada música nos sirve.

En sus últimos toques y en su nuevo fonograma,1 Bogacz viene adoptando una afinación no convencional de la guitarra, que aparte de recargar en los graves, está planteada para evitar unísonos y octavas. Eso tiene varias consecuencias fundamentales. Por un lado, una sensación de inestabilidad constante, ya que, en función de nuestras costumbres, las situaciones que Santiago genera, aun cuando se parecen a un ámbito tonal estable, siempre tienen un algo medio salidito. Hay margen para muchas escuchas distintas en esa música no estandarizada, pero, en mi caso personal, alterno todo el tiempo entre una estimulante inestabilidad (que no por estimulante deja de ser un poquito incómoda en su sensación de «desafinado») y la entrega relajada a la belleza de sonoridades inéditas, como las que tenemos justo al inicio del disco, con unos delicados arpegios de lo que parecen ser armónicos, o, en otros momentos, pueden evocar campanazos o golpes contra objetos metálicos (a lo que se terminan pareciendo las aglomeraciones de frecuencias en relaciones no armónicas). En «Bimbrrmtuke» hay una línea melódica tocada en casi unísono, donde se difuminan los límites entre lo que es una homofonía de voces paralelas y lo que es un timbre nuevo. Pero estas son sólo algunas de las muchas instancias en que la guitarra no suena como lo que reconocemos fácilmente como una guitarra: Bogacz recurre a una enorme cantidad de matices y de tipos de ataque como para generar sonidos (percusivos, mediosos, oscilantes, secos, con rastros de vibración ruidosa, etcétera), que se suman, además, a otras tantas cosas que hace con la voz. El trabajo de grabación de Fabrizio Rossi resalta esas características en forma sobresaliente, potenciando el impacto de esta música. Esto es un disco «sólo» de voz y guitarra, pero, por otro lado, lo que hacen aquí la voz y la guitarra implica una amplitud de sonoridades y sorpresas que supera lo que solemos encontrar en discos de una banda entera no muy imaginativa.

Más arriba mencioné las premisas estéticas desde las cuales podemos recibir este trabajo. Pasa con esto algo análogo a lo que ocurre, a nivel físicoperceptivo, con las afinaciones. Es que, en cierto sentido, esta música está planteada de una manera que dificulta mucho asegurar en forma tajante y argumentada «esto es bueno», porque no se mide frente a ningún parámetro. ¿Santiago Bogacz toca bien la guitarra? No lo escuchamos hacer los tipos de cosas que suelen zanjar de manera evidente una respuesta positiva: imposible asegurar que las notas que está tocando tenían que ser esas notas o si, por el contrario, pretendió tocar otra nota, pero le salió esta por error, porque aquí no tenemos un parámetro consensuado de «acierto» y «error». Lo mismo aplica con respecto a si determinado ataque ruidoso pretendió ser limpio y salió mal, o si pretendió ser precisamente lo que es. O si determinada irregularidad dentro de algo aproximadamente regular es un matiz expresivo o un accidente. Nunca lo escuchamos hacer un cantábile de guitarrista clásico en un arreglo de Bach, o una veloz sucesión de acordes de bossa nova, o un límpido solo de jazz fusión, o una ágil escala de flamenco o un rasgueo suingueado a lo Mateo, así como tampoco lo oímos cantar una melodía con una afinación que nos asegure que afina o que hace con competencia la transición entre los distintos registros. Por otro lado, queda claro que no mucha gente podría hacer lo que él hace. Hay que tener una técnica formidable y una capacidad de relajación excepcional para tocar una hora de corrido esa música demandante, y producir todos esos matices, y realizar los pasajes más veloces, lograr la potencia y la resonancia de algunos ataques. En la voz, exhibe una variedad de emisiones que a veces dan la impresión de que apareció otro cantante invitado, pero no, es él mismo: falsete con un vibrato pronunciado, grito de Tarzán (a lo Rada), emisión operística, o esa especie de silbido rarísimo jugando con los armónicos (en «¿Qué es lo que necesitás?»). Y otro factor que está por sobre cualquier discusión es la intensidad expresiva: esta no es una música de medias tintas, hay alguien poniendo toda su sensibilidad, inteligencia, técnica y corazón en mantener el alto voltaje de esa experiencia sonora, que es una de las cosas que explican la adhesión del público.

Mencioné algunas veces los títulos que figuran en las plataformas para cada sección de la música, pero, en esencia, esta fluye continua. A veces la diferencia entre un surco y otro es el cambio de ámbito armónico. A veces ni siquiera eso: seguimos dentro del mismo ámbito y el surco nuevo es el momento en que entra la voz, y ahí la sensación es que el primer surco fue la introducción del segundo. A veces hay un gesto como de terminación, pero la música nueva brota de la resonancia de la anterior. La forma más frecuente de transición es que la música anterior se descuajeringue y, de sus escombros, brote la música nueva. Pero la más impresionante es cuando hace un fade cruzado: determinados elementos se van desvaneciendo mientras los nuevos van ganando prominencia hasta establecerse del todo, desplazando a los anteriores (no me refiero a un cross fade realizado electrónicamente entre dos grabaciones, sino a que Santiago genera esa impresión cuando toca, y qué bien que lo hace). En los 69 minutos de Matador V sólo hay una cesura neta, entre los surcos 13 y 14 (de un total de 16). Tampoco aquí parece importar mucho definir: Matador V puede ser un enganchado de varias «obras» o puede ser una gran obra que contiene 16 secciones. Tampoco hay una distinción neta entre composición prehecha e improvisación del momento. La sensación es la de estar en un extenso viaje, apreciando distintos tipos de paisajes que se sustituyen, en algunos casos en manera abrupta y en otros de manera más gradual.

La forma global es impredecible. Hacia el inicio predomina un toque más rítmico que tiene un parentesco con la música de tambores africanos. Hay unos pocos momentos menos movidos, pero estos suenan como un reposo invertido, es decir, como si la quinesis tuviera mayor gravitación que el descanso y esos ratos más silenciosos apenas aguantaran unos pocos segundos, como si fueran una especie de obligación cumplida a regañadientes antes de ser tragados de vuelta por el remolino rítmico. A partir del surco 11, la música tiende a aquietarse, se vuelve más meditativa. Hay pasajes espaciados, como si fueran recitativos. Siguen predominando los momentos de toque más veloz, pero en vez de sonar «rítmicos» quedan, más bien, como un burbujeo de fondo, como un bordón rugoso que ya no compromete la quietud. Los glisandos graves del final son casi como si la guitarra se estuviera derritiendo, luego de tantos minutos de una paliza tan intensa y antes del silencio final.

Las incertidumbres estéticas que mencioné, la sensación de gestos que están cercanos al error son parte de un aire obstinadamente no profesional, antindustrial, orgánico, sucio, humano, animal –los glisandos del final pueden ser la voz nocturna de algún bicho– o incluso inanimado. Todo eso refuerza cierta evocación ritual. Alrededor de la aparente complejidad caótica de todos los microeventos, por lo normal hay estructuras que evocan las músicas de etnias no civilizadas. La música transcurre casi siempre sobre un bordón (y, en casi todo el fonograma, ese bordón es la propia bordona de la guitarra, es decir, la nota mi), y los motivos melódicos tienen fundamentos elementales: tetracordio, pentacordio, tetratónica, pentatónica. Los casi unísonos evocan las culturas en las que no se valoriza la afinación de un instrumento con el otro, en las que se aprecia la gracia sonora de la frotación de las frecuencias (como en una tropa de tarcas en la cultura aymara o una banda de pífanos del Nordeste) y los ataques ruidosos se vinculan con la percusión o con los ruidos del entorno. Las extrañas maneras de poner la voz pueden pasar por la técnica vocal distinta practicada por determinado pueblo, y su intensidad puede evocar la demencia, pero también el trance inducido de un chamán. Los textos a veces articulan frases reconocibles y a veces tienen un aire de conjuro («aléjate un poco más, así sabré quién eres y podrás liberarnos de acá»). A veces parecen palabras de un idioma desconocido («bionoméi jioméi bióoooo») o pronunciadas por un extranjero («la lenguoa larga que ditze dunde stá»).

Curiosamente, el surco final es el que nos concede el mayor acercamiento a la situación más familiar de la canción: creo que es el único momento en que tenemos una oscilación sostenida entre dos acordes arpegiados y una melodía más melodiosa que las anteriores (antes de que empiecen los glisandos que nos llevarán al final del viaje).

La dinámica de música continua, con una tasa alta de repetitividad, ámbitos armónicos relativamente sencillos y transiciones entre los surcos tienen su similitud con la música electrónica (pienso en los Chemical Brothers, por ejemplo), aunque supongo que no muchos oyentes evocarán esa reminiscencia, debido a la sonoridad tan distinta y a la diferencia también fundamental que tiene que ver con el carácter orgánico de la música de Matador. La afinación «desafinada» extendida por largo rato con elementos repetitivos puede recordar a La Monte Young; pueden resultar más inmediatas comparaciones con los trabajos con guitarra sola del Egberto Gismonti de su etapa «indígena». En Uruguay, quizá la similitud más clara es con el Luis Trochón más zarpado, muy especialmente el de «Como la lluvia Federico». Más allá de eso, como puse al inicio, esta música es una experiencia única y no es reemplazable por ninguna otra.

Está en distintas plataformas. La versión de Youtube tiene la ventaja de estar sincronizada con imágenes del librillo virtual, que incluye las letras en una caligrafía expresiva, que transcribe incluso los distintos grados de comprensibilidad del texto (caligrafía menos legible cuando el texto es menos audible), así como algunas irregularidades de dinámica y emisión, y son ellos mismos como «poemas gráficos».

1. Matador V, edición del intérprete, 2020. Disponible en distintas plataformas.

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