El pastor sudafricano Alph Lukau alcanzó la infamia mundial en 2019, con un video viral en el que resucitaba de entre los muertos a un hombre que mostraba claras señales de vitalidad. Ese «milagro» de caricatura fue el clímax de una reñida competencia profética: varios predicadores sudafricanos venían incorporando prácticas cada vez más extremas en sus servicios religiosos, en los que capitalizaban el descontento y la frustración de una nueva generación de fieles.
El «profesor» Lesego Daniel venía afirmando desde hacía varios años que él tenía el don de convertir «la nafta en piña colada», y llegó a alentar a su congregación a beber gasolina como una especie de comunión habitual. Uno de sus protegidos, el pastor Lethebo Rabalago, fue apodado Prophet of Doom (‘profeta del apocalipsis’) por rociar a sus feligreses con insecticida de la marca Doom, para así expulsar los demonios en forma de sida que supuestamente habitaban en los fieles. Mientras tanto, el «profeta» Penuel Mnguni es conocido por caminar por encima de creyentes semidesnudos tendidos en el suelo, a quienes hace comer serpientes vivas mientras los libera del mal.
Es fácil pensar en la secta de Jim Jones y la masacre de Jonestown al leer sobre estos episodios. Pero estos pastores no pertenecen a alguna secta apocalíptica minoritaria. Son solo una expresión excepcionalmente moderna y extrema del cristianismo pentecostal, una fe que, al menos en lo que respecta a conversiones, es la religión mundial de crecimiento más rápido, con más de 600 millones de seguidores en la actualidad.
Lo que Mnguni ha denominado como su «iglesia del horror» podría parecer algo alejadísimo del cristianismo tal como mucha gente lo conoce, pero de eso se trata. Los predicadores jóvenes más salvajes, populares y ricos del sur de África no se caracterizan por hacer las cosas al pie de la letra, ni siquiera de la letra bíblica. Y sus congregaciones los aman por eso. El nuevo pentecostalismo es un gran fuck you a todas las instituciones que les han fallado. Es la nueva fe de los trabajadores pobres del mundo.
SALUD Y DINERO
De unos 2.000 millones de cristianos que habitan la Tierra, más de una cuarta parte son ahora pentecostales, una denominación que en 1980 reunía a solo el 6 por ciento de ellos. Se prevé que para 2050, 1.000 millones de personas, o uno de cada diez humanos, serán parte de esta fe. No está mal para una corriente iniciada en Los Ángeles en 1906 a impulso de un hijo de esclavos libertos, a la que durante mucho tiempo se consideró como la hija bastarda del cristianismo.
El pentecostalismo es una rama del cristianismo evangélico. Sus adherentes primero «nacen de nuevo», aceptan a Jesús como su señor y salvador, y luego son imbuidos por el Espíritu Santo, del que reciben dones que incluyen la capacidad de obrar milagros, profetizar y hablar en lenguas. Muchos pentecostales no adoptan esa etiqueta, pero su práctica carismática o guiada por el Espíritu Santo, aunque varía notablemente en todo el mundo, es inconfundible.
Desde sus inicios, el pentecostalismo ha atraído con fuerza a mujeres, inmigrantes, afroamericanos y pobres. Su surgimiento como la fe predilecta de los trabajadores pauperizados del mundo se debe, en gran parte, a su enfoque doctrinal de «salud y riqueza»: la promesa de experiencia directa e interacción personal con la presencia de Dios y sus milagros, que brinda éxito tanto en cuestión de mente, cuerpo y espíritu como de billetera.
He pasado los últimos dos años viajando por el mundo para comprender el notable auge de este movimiento. En Estados Unidos, se tiende a pensar en los evangélicos como personificados por el clásico votante blanco de Donald Trump, pero lo cierto es que el pentecostal promedio es una mujer joven del África subsahariana o de América Latina. A ella se unen los desertores de Corea del Norte que luchan por sobrevivir en Seúl, los gitanos británicos y europeos que durante mucho tiempo han sido los más marginados de sus sociedades, los pueblos indígenas que cargan con el trauma de las guerras sucias y las dictaduras en América Central. Poblaciones como estas, que vienen convirtiéndose en grandes números desde la década de 1980, nos dicen mucho sobre el mundo moderno.
La nueva ola de predicadores sudafricanos, con sus camisas coloridas y trajes elegantes, ha encontrado una audiencia ávida entre los millennials, quienes crecieron rodeados por el optimismo posterior a la caída del apartheid, solo para sufrir una terrible decepción. Se trata de una generación a la que se le prometió todo y que, en cambio, se encontró al llegar a la adultez con la sociedad más desigual del mundo (así lo indican los últimos reportes del Banco Mundial), con un 65 por ciento de desempleo juvenil, de acuerdo a cifras oficiales, más del 80 por ciento de la población sin seguro médico y un sistema educativo deficiente.
Los problemas de Sudáfrica pueden parecer extremos, pero en casi todos los rincones del mundo el patrón se repite. Particularmente en las grandes ciudades y sus alrededores, millones de personas recurren a las Iglesias pentecostales porque son los únicos lugares donde logran encontrar satisfacción a sus necesidades tanto espirituales como materiales.
A medida que este movimiento crece, las Iglesias se convierten en Estados dentro de los Estados, en los que los diezmos son efectivamente una forma de impuestos. A través de las Iglesias, las personas reciben atención médica, clínica y milagrosa, así como una red de cuidado para los niños y apoyo social. Cuando los Estados no brindan suficientes programas sociales ni un nivel de vida decente que pueda sostener a las comunidades, los trabajadores pobres buscan alternativas en otras instituciones, y a menudo las encuentran en el pentecostalismo.
PROSPERIDAD Y POPULISMO
La mayoría de las Iglesias pentecostales no practican la fe con los mismos métodos extremos que los jóvenes predicadores de Sudáfrica, pero algunas de sus prácticas no resultan menos extrañas para quienes están por fuera del movimiento. Para ver de primera mano la revolución que está ocurriendo en América Latina, basta ir a Brás, un barrio de clase trabajadora de San Pablo. En Brasil, los pentecostales pasaron de ser el 3 por ciento de la población en 1980 a constituir más del 30 por ciento en la actualidad, trastocando 500 años de dominio católico en tan solo unas pocas décadas.
Es lunes por la mañana y el sol aún lucha por pasar por encima del Templo de Salomón, el santuario de 55 metros de alto cuya construcción costó 300 millones de dólares dedicados al dios de la salud y la riqueza, y que funciona como sede de la Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD). En el servicio de las 7 de la mañana, un hombre frente a nosotros abre una enorme Biblia desgastada y le pone su billetera encima, la eleva por encima de su cabeza y se comunica con los cielos en lenguas.
Los feligreses de la IURD se han hecho famosos por regalar a la Iglesia, en momentos de éxtasis, incluso sus autos y en ocasiones hasta sus propias casas. El fundador de la Iglesia, Edir Macedo, quien ha hecho más que nadie por popularizar el pentecostalismo en Brasil, es hoy un magnate multimillonario, pero fue una vez un niño pobre de las favelas, uno de los siete que sobrevivieron la infancia de un total de 17 hermanos.
La gran innovación de Macedo fue abrir sus iglesias a primera hora de la mañana y a última hora de la noche, cuando quienes trabajan en las fábricas o como empleadas domésticas van y vienen de sus trabajos. En opinión de Macedo, un predicador pentecostal necesita seguidores, no formación. Durante años este líder religioso se dedicó a promover a personas comunes para que crearan bajo sus propios términos sus propias filiales de la Iglesia.
En las favelas y los pueblos pobres en las orillas del Amazonas, los pastores pentecostales se ven y se escuchan como la población local. Crecen pateando las mismas calles que sus fieles y a través de la Iglesia ascienden en la escala social a posiciones de mayor estatus, tal como aspiran a hacerlo sus vecinos. Oyen en esas calles hablar de la madre enferma de alguien y le dan una visita para consolarla. Actúan como mentores de su congregación, alentando a los feligreses a iniciar sus propios emprendimientos de venta ambulante y a escapar de patrones maltratadores. Si un marido mujeriego vuelve a sus andanzas o a la bebida, el pastor pasa a darle una charla para hacerlo entrar en razón.
Por supuesto, también presionan a su rebaño empobrecido para que dé en diezmo, como mínimo, el 10 por ciento de su dinero, pero ¿acaso no existimos en un sistema que iguala valorar algo con pagar por ello? En ese sentido, el evangelio de la prosperidad es la respuesta incómoda a un mundo que rinde culto al dinero todos los días, solo que generalmente lo hace sin ceremonia de por medio.
Además de eso, habría creciente evidencia de que el evangelio de la prosperidad, a su manera, cumple. En los últimos años se han publicado varias investigaciones académicas que afirman haber encontrado que las personas que provienen de la pobreza o de ciclos de violencia y adicción tienen mayores posibilidades de escapar de ese mundo si se unen a una Iglesia evangélica: la llamada profecía autocumplida de la gracia divina manifestada a través del bienestar material. Esta teología de la prosperidad no solo tiene éxito donde fracasan los Estados, sino que les ofrece a estos un incentivo para que fracasen, al brindarles a las poblaciones vulnerables la red de solidaridad que el Estado les niega.
El pentecostalismo de hoy tiene mucho en común con el giro político global hacia un populismo derechista que despotrica contra la globalización, el feminismo, la migración masiva y la ciencia. No es casualidad que la popularidad de esta fe coincida con un marcado cambio en la perspectiva política, social y económica alrededor del mundo. El pentecostalismo, de hecho, ha desempeñado un papel vital en el ascenso de un nuevo tipo de líderes de derecha dura, incluidos Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán y Rodrigo Duterte. Pero este movimiento es, al mismo tiempo, más grande que la política. El avance de esta fe sigue los patrones de migración global de la clase trabajadora. Para muchas personas que se ven obligadas a mudarse a grandes ciudades, como Johannesburgo, San Pablo, Londres o Los Ángeles, la religión es su única forma de comunidad.
El pentecostalismo ofrece acceso directo al alimento espiritual, social y material en un universo que niega los tres a los pobres del mundo. Naturalmente, un número creciente de Iglesias pentecostales también atiende a las clases media y rica. Después de todo, la escala social siempre es resbalosa y cualquiera que la ascienda necesita de un milagro para mantenerse ahí arriba.
(Publicado originalmente en Jacobin. Traducción y titulación de Brecha.)
*Elle Hardy es una periodista e investigadora australiana, autora de Beyond Belief: How Pentecostal Christianity Is Taking Over the World.