Toda una rareza en estos tiempos: una película1 en blanco y negro y de apenas 70 minutos, como amoldándose, desde la pantalla grande, al acostumbramiento de crecientes audiencias al tiempo de atención requerido por un capítulo de serie. Atención condensada, apta para enfocarse en un sintético y apretado desarrollo que se apoya en diálogos precisos, cortantes, con dobles o triples sentidos, en gestos muy calculados en cuanto a su significado. La británica Sally Potter, directora entre otras de Orlando y La lección de tango, apela a un formato de larga tradición: la acción concentrada en espacio y tiempo a la manera teatral, pero aplicando los recursos del cine, del que hay ejemplos tan variados como las lejanas La soga (Alfred Hitchcock, 1949) o Quien le teme a Virginia Woolf (Mike Nichols, 1966) y la casi cercana Un dios salvaje (2011, Roman Polanski, sobre pieza de Yazmina Reza).
Todo transcurre en la sala, la cocina, un baño y el patio de la casa de Janet (Kristin Scott-Thomas), que acaba de ser nombrada ministra de Salud de Reino Unido. Su esposo, Bill (Timothy Spall), con apariencia de estar a punto de sufrir un Acv, maneja el aparato de música. Llegan algunos amigos íntimos a celebrar el nombramiento: Patricia Clarkson, la mejor amiga, con su esposo alemán Bruno Ganz, ferviente cultor de medicinas alternativas; una pareja de lesbianas, Cherry Jones y Emily Mortimer, que encaran una maternidad compartida nada menos que con embarazo de trillizos, y por último Cillian Murphy, sapo de otro pozo en la reunión, puesto que es un capitalista puro y duro, de los de enormes e impalpables cifras danzando en la computadora. Falta Marianne, la esposa de este último, que además es o será la secretaria de la flamante ministra. Cinco de esos personajes son de la generación que se abrió a la conciencia política en los años setenta, y según se deduce de los diálogos, con una postura cuestionadora del statu quo y de izquierda; los otros dos, la lesbiana encarnada por Mortimer y el hombre de las cifras, y probablemente también la ausente Marianne, andan en algún escalón de la treintena. Pero ninguno queda fuera de las contradicciones, broncas cruzadas y reproches que se desatan, casi sin querer, a partir de una revelación de Bill sobre su salud. Desde ese disparador estallarán otras revelaciones y otras puestas a punto, que permiten a la directora –también guionista– desplegar una mirada filosa y desprejuiciada sobre un sinfín de asuntos de estos tiempos, aunque asomen otros de toda la vida, de todas las vidas: los sistemas de salud públicos y privados, la maternidad, la lealtad, la crisis de valores y los partidos políticos, la amistad, el sexo de antes y el de ahora, el feminismo, las nuevas familias, la masculinidad y sus variantes. La eminente tradición actoral británica, y el también muy británico culto a la ironía y la síntesis –que incluso se extiende al uso de la música–, permiten que todos estos asuntos surquen el aire sin cuajarse en retóricas o revelaciones ensayísticas. Aunque se ha hablado de “comedia negra”, no es el humor el sello principal de esta película, por más que, confortados en la butaca del cine, podamos sonreír, e incluso largar alguna carcajada, ante algunas instancias en las que esta gente cambia con una velocidad pasmosa la máscara y el rol autoasignados.
Pequeña pieza virtuosa, por lo ajustada y bien armada en términos estéticos y narrativos, y capaz de pasearse sin complejos por asuntos –verbigracia– tan complejos, La fiesta no va, sin embargo, más allá del esbozo inteligente de un mundo en el que la pasión –que la hay– no deja de ser un invitado extraño, más funcional al redondeo de la realización que al mundo que pretende dibujar. Y, ah, detalle nada menor, ese maldito casting: es muy difícil creer que Spall, eminente actor por otra parte, pertenezca a la misma generación que los otros. Y que… bueno, no hay que arruinar el misterio.
- The Party. Sally Potter, Reino Unido, 2017.