«Yo no soy el dueño del discurso. Quiero desplazar al Führer interno, a ese que además de la posesión material quiere la posesión del lenguaje, y devolverlo a los lugares desde donde nos es arrojado. […] Me parece evidente que el lenguaje también admite ser considerado como un lugar de lucha», decía Uriarte en un ensayo publicado en 1990.1 El poeta sospecha de las palabras, las estruja en su presunción de verdad y las desacredita cuando las percibe huecas de sí mismas. No se trata de escribir por el mero hecho de participar en un campo cultural; por el contrario, se debe pronunciar –incluso en el silencio– el desacuerdo con todo aquello que hace de la lengua un dominio de mayúsculas. Porque, como expresa Simone Weil, «las palabras con contenido y con sentido no son mortíferas. […] Pero esc...
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