Serena pasión - Semanario Brecha

Serena pasión

“Paterson”

“Paterson”

Un hombre joven, muy enamorado de su esposa, extraordinariamente manso. Ese es Paterson, chofer de ómnibus, alguien que repite los mismos pasos día a día. Mira el reloj, acaricia a su mujer, desayuna cereales, maneja su bus, escucha –a veces– lo que dicen los pasajeros, pasea todas las noches al bulldog de la casa, se detiene a tomarse una cerveza, siempre en el mismo bar, al que concurren siempre los mismos –pocos– habitués. Son pocas las voces que le llegan desde fuera: la del dueño del bar que cultiva la memoria de las celebridades locales, la del compañero de trabajo sepultado por los problemas familiares, la de una niña de 10 años que escribe poesía. Voces que él recibe con la misma mansedumbre bondadosa con que aprueba los flirteos de su mujer con la pintura –anda siempre pintando superficies en blanco y negro, preferentemente con círculos–, con la cocina, desde la que para cenar perpetra novedades ecológicas o sueña con enriquecerse haciendo cakes, y con la música, ya que también figura en sus planes convertirse en cantante de música country. Adam Driver encarna a Paterson, y la bella actriz iraní Golshifteh Farahani es Laura, la esposa; ambos contrastan y se complementan con gracia y sencillez, dando las notas precisas al estilo –si es que puede decirse así– de Jim Jarmusch.

Imposible una vida más previsible. Pero eso no es todo. Paterson tiene el mismo nombre que la ciudad en la que vive, que es el mismo título de un libro de poemas del poeta local, William Carlos Williams. Este poeta –que realmente existió– de nombre casi capicúa y que además de poeta era médico, es el referente, casi un compañero de ruta de Paterson, un chofer que también escribe poemas en un cuaderno secreto que lleva siempre consigo.

Con esos pocos elementos Jim Jarmusch construye una de esas películas suyas, de inubicable genealogía; dibuja pausadamente, a través de los ritos repetidos, el más calmo y rutinario universo cotidiano, para hacer brotar de él, en sordina, lo extraordinario.“La poesía traducida es como tomar una ducha con impermeable”, le dice a Paterson el visitante japonés que busca conversar con él cuando, ya en el epílogo de la película, el protagonista contempla las cascadas del río Passaic. (Cascadas cuyas imágenes borroneadas más de una vez aparecieron superpuestas a otras imágenes, como una proyección interior del protagonista, y que sólo en esta escena se revelan tal cual son, en su entorno.) Si traducir la poesía es difícil, “contarla” lo es mucho más. Pero Jarmusch no lo intenta; sólo rodea la poesía, la inserta en el paisaje aquietado como una sombra que se guarda para aparecer cuando lo desea, o cuando es convocada. Más que la poesía, al director parece interesarle la posibilidad del milagro de que pueda nacer. Paterson repite una frase aparentemente banal: “En mi casa siempre hay muchos fósforos”, por ejemplo, y a partir de eso, abriéndose camino entre palabras y conceptos bien corrientes y utilitarios, nace un poema de amor, que dice la voz en off del protagonista mientras aparecen las palabras correspondientes en letra manuscrita, a la izquierda de la pantalla, las mismas letras del cuadernito secreto sobreimpresas en un plano determinado.

Rara fortuna es que en este mismo año haya dos películas, y las dos notables, en las que la poesía juega un rol esencial. Una, sobre Emily Dickinson, una poeta que existió; esta, sobre un poeta imaginario que dialoga con poetas reales, y que podría andar incubándose en alguna ciudad menor de Estados Unidos. Eso es posible, sugiere Jim Jarmusch.

Estados Unidos, 2016.

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