Hace poco se murió Beatriz Sarlo, y, entre los muchos textos de despedida, leí uno que escribió Martín Prieto para La Agenda BA. Ahí, el profesor y escritor rosarino recordaba la primera vez que la vio dar una clase. Fue a principios de los noventa, en las aulas de la Universidad Nacional del Comahue. El tipo se ubicó a una distancia estratégica y, aunque esperaba un despliegue de pizarrón y fichas y libros marcados, Sarlo se limitó a sacar un papel doblado en dos de su bolsillo trasero. «Ahí estaba la clase entera», dice Prieto. «Una exposición extraordinaria que la excelente edición de Sylvia Saítta publicada en Clases de literatura argentina, otro grandísimo libro de Beatriz, no puede reproducir del todo. Porque falta la voz, falta el paseo de la profesora por el aula, faltan esos pantalones. Y, sobre todo para mí, falta el papel.»
La primera pregunta que me asaltó fue: ¿cómo no filmamos una clase de Sarlo? Una serie de clases magistrales sobre Saer, por decir algo. Aunque se jubiló el año pasado, acá en Argentina todavía tenemos a Daniel Link. A muchos otros. ¿Por qué no los filmamos? Me consta que en Montevideo tienen a Luis Bravo, a Elvira Blanco Blanco, a Hugo Achugar. Al menos, me consoló pensar, tenemos las clases de Ricardo Piglia en la Televisión Pública. A varias cámaras, en alta definición, con un score a la medida. Benditas sean. Ahora, como si fuera poco, Eterna Cadencia acaba de publicarlas como libro. Una edición al cuidado de Daniela Portas que las recupera como textos e incorpora algunos bonus tracks: una entrevista de Piglia a Borges (no está fechada, pero podemos especular que charlaron en algún punto de 1974), los guiones de las clases, los programas de los seminarios dictados en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de Princeton.
Originalmente, Borges por Piglia se puso al aire en setiembre de 2013. El título era la consigna y la consigna era elemental: una serie de clases abiertas en las que el autor de Respiración artificial se metía con la obra del gran escritor argentino. El ciclo, armado en colaboración con la Biblioteca Nacional, incluía el estrado y una suerte de alumnado que no sé de dónde salía. ¿De alguna cátedra? ¿De la biblioteca? ¿Acaso eran actores? Sea como sea, se extendió por cuatro emisiones y cada una de las clases se concentraba en algún aspecto: la memoria, la biblioteca, la política, etcétera. Después de la exposición, Piglia conversaba con uno o varios invitados y, en el final, respondía las preguntas del público.
Las clases aún están colgadas en una plataforma del Estado. Es el canal de YouTube que antes pertenecía al Centro Cultural Kirchner y ahora pertenece a algo que se llama Palacio Libertad, pero nadie sabe exactamente si existe, de modo que yo me apuraría. El escenario es ascético, pero no minimalista. Fondo negro, unos paneles con visuales crepusculares, una pantalla a la diestra. Sobre el estrado, unos pocos y modestos objetos: el vaso de agua, algunos papeles, a veces un libro. Durante la exposición, Piglia no se aleja de su centro de gravitación, pero logra sostener la atención sin esfuerzo alguno. A veces ladea la cabeza, en su gesto icónico. A veces levanta los hombros, como diciendo «no sé» o «sé, pero es increíble». En ese sentido, juega a dos puntas. Tiene la espalda de la academia (como Sarlo), pero en el fondo es uno de esos entusiastas hermosos (como Elvio Gandolfo). Lo amás.
Las charlas con los invitados son un poco anticlimáticas. Lo eran en la tele y lo son –un poco menos– en el libro. Quizás porque la curaduría es algo forzada (lo primero que dicen Marcos Herrera y Germán Maggiori, apenas se sientan en los sillones, es que se sienten más cerca de Arlt). Tal vez porque rompen el eje temático. En cualquier caso, lo más importante es que Piglia era escritor y docente, pero no periodista ni conductor. Y se nota. De hecho, el asunto se vuelve a poner interesante cuando se baja del estrado y comienza la conversación con los asistentes.
Me sigo preguntando por esos asistentes. Durante las transmisiones, la cámara se demora en un pibito de 17 que lo miraba de costado. En una muchacha con un turbante que tomaba apuntes con una mano y sostenía el mate con la otra. ¿Quiénes eran? ¿En qué convirtieron todo ese combustible que vertían sobre sus anotadores? Fantaseaba con que, en estas transcripciones, pusieran los nombres de los que preguntaban, pero no: son «público», a secas. A veces agarran el micrófono y expanden un concepto que Piglia esbozó en la clase («cada generación debe traducir nuevamente a los clásicos», etcétera). A veces están nerviosos, pero se sobreponen. A veces, en algún plano general, lo descubrimos a Horacio González sentado en la grada como un hincha. Siempre, pero siempre, las intervenciones son buenísimas. Rara vez son realmente preguntas: son leña para seguir conversando.
En un tramo de la primera clase destinado a desentrañar una pregunta elemental («¿qué es un buen escritor?»), Piglia se detiene en las cualidades de Borges para la conversación. Una herencia de Macedonio Fernández, sin dudas. Gente que, a contrapelo de la voz declamatoria de Lugones, tendía al murmullo íntimo o jocoso de la mesa de café. «Las personas se sentían muy bien hablando con Borges», dice Piglia. «Agradecían que él no fuera un paternalista que les explicara las cosas, que en lugar de explicarles que Stevenson era un escritor inglés que nació en 1850, les dijera directamente “usted vio lo que pasa en Doctor Jekyll y míster Hyde”, como si el otro estuviera todo el día leyendo a Stevenson.» Asimismo, como nota Edgardo Dieleke en el epílogo, el propio Piglia suscribía a ese tono. A esa larga conversación. El problema de la cultura, parece decirnos, no es la información.
«Borges no era un aerolito», insiste. Este tipo, a pesar de su imagen pública y criogenizada de sus últimos años, no era el arquetípico escritor en la torre de marfil. Tenía que laburar para sostener su modesta economía personal: conferencias, traducciones, colaboraciones. A fines de 1937 consiguió un puesto fijo en la Biblioteca Municipal y su sueldo era de unos 240 pesos («Arlt cobraba el doble por su aguafuertes», apunta Piglia). En el medio, escribía para El Hogar o para Sur o para cualquier revista que pusiera unos mangos sobre la mesa. «Y a todos lados iba con la misma impronta», advierte Piglia. «Podía escribir en la revista de criadores de palomas de Chivilcoy y lo hacía con el mismo estilo. Uno podría agarrar esos textos y ponerlos en las Obras completas y funcionan perfecto. Es decir, iba adonde fuera a decir lo de él. Y esa es otra gran lección. Uno puede ir a cualquier lado si va a decir lo que tiene que decir, si no va a decir lo que en ese lugar imaginariamente se supone que uno tendría que decir.»
Piglia nunca lo dice y probablemente ni siquiera lo esté pensando, pero también está hablando de él. Somos laburantes y tenemos que parar la olla, pero eso no quiere decir que tengamos que agachar la cabeza. Damos lo que tenemos para dar, pero no nos vendemos. En Crítica y ficción, su célebre libro de conversaciones y ensayos, el best seller de Respiración artificial se encarga de contar con detalle que su verdadero modus vivendi es como asesor editorial y como docente. «Vivo de la literatura, pero no de la escritura», aclara.
Hoy, cuando todos los usuarios de redes sociales exhiben su superyó como su verdadera personalidad, Piglia viene a bajarnos el copete. Hoy, cuando antes que un documento tenemos un perfil, Piglia te pega una cachetadita cariñosa en la cara. Mirá a Borges, salame. Escribir un guion para la facu no te convierte en un filmmaker. Y tu trabajo, dicho sea de paso, no te define. Está parado sobre el estrado con la voz bien alta, pero no está para vender humo. «Hay algo que no se ha dicho», apunta. «Algo que la industria borgeana de las editoriales y la industria borgeana académica no han dicho, y es que Borges se quedó ciego en 1953 y su capacidad de estilo quedó destruida, porque ya no podía leer sus propios manuscritos. […] Borges era un estoico. Nunca se quejó. Al contrario, escribe: “Agradezco la ironía de Dios que me dio a la vez los libros y la noche”. Pero es evidente la diferencia que hay entre cualquier texto de Borges de los años sesenta para adelante y los textos anteriores.»
Subrayar las condiciones de producción no empequeñece a nadie. Muy por el contrario, nos dice Piglia. Promediando una de las clases, incluso, apunta que Borges no salió del país en todo el arco que se extiende desde 1923 hasta 1961. Es decir, armó todo el edificio hexagonal de su literatura exactamente con lo que tenía a mano. Con los libros de su casa. Con las librerías y las bibliotecas de Buenos Aires. Con las conversaciones, con las amistades. Piglia, como la canción de Lucas Martí, parece decirnos algo muy importante: «Si no se te ocurrió una idea acá/ no se te ocurrirá en Berlín». Sabe dónde tirar la sal.
En ese sentido, es una pena que se haya removido la bardeada a Bioy Casares. «¡Era un pavote!», dice en la tele. Entiendo que Portas quiso atenuar ese brulote espontáneo que el propio Ricardo hubiera quitado (en la siguiente clase, se excusa), pero daba para dejarlo. Habla de su pasión, de su vocación. De su capacidad maravillosa para pensar a Borges fuera del sistema que armó el propio autor para ser leído. Piglia nunca se amilana. Por ahí señala que Borges se equivoca cuando, en el Ulises de Joyce, solo logra ver caos. Piglia nunca es epigonal. A lo largo de estas cuatro clases, arma una constelación que el propio Borges nunca hubiera aprobado a su alrededor: ahí está Godard y está Philip K. Dick. Y Tim Burton, y Armando Discépolo, y Nabokov, y William Gibson.
Así, de esta manera, no solo se hace crítica. Se hace literatura. Si es que no son lo mismo.