Cuando apenas estábamos comenzando a digerir el fallecimiento de Coriún Aharonián, la muerte –esa señora a la que el Sabalero tan justamente le faltaba el respeto– decidió asomar de nuevo para dejarnos mucho más pobres, no solamente a sus compañeros de Brecha, sino al Uruguay entero.
Los últimos mensajes de Daniel fueron urgentes: “Recién estoy llegando de La Higuera a Vallegrande” –escribía–, y unos días después: “Estoy saliendo de Vallegrande a Santiago, de ahí a Valparaíso a cantar a una escuela y luego al Congreso a recibir un homenaje y almuerzo”. Y un poquito más tarde: “Yo, tras lo del Che Guevara en Bolivia, de regreso en Santiago, cantando y respondiendo entrevistas. Lo de Coriún, aunque lo sabíamos inevitable, fue un golpe muy hondo. La noticia nos llegó en medio de los trabajos, fue muy duro. En medio del acto central de masas del 9 de octubre en Vallegrande, con presencia de Evo Morales y García Linera, me ingenié para mencionar la partida de Coriún en la coincidencia de fecha”.
Así fueron los últimos días de Daniel sobre esta tierra, porque así era él: incansable, solidario, entusiasta, luchador, amigo y muy consciente de la historia mirada desde el presente –el único que reparó en la coincidencia de la fecha de muerte de Coriún, porque era el único capaz de no olvidar (en sus notas de Brecha o sus programas de Tímpano o Párpado) las fechas y hechos históricos que no deberían jamás pasarse por alto.
Daniel, sin saberlo todavía, iba despidiéndose de sus amigos:“Un abrazo, saliendo a una radio y a un recital en Quipué. Si tenés amigos en Santiago, mi concierto de fondo es el lunes. Guardame el triste espacio” –pedía, mientras recorría de arriba a abajo el continente latinoamericano.
Vaya a continuación ese otro triste espacio, el que queríamos que nunca llegara, el dedicado a despedir y homenajear a nuestro querido Daniel.
María José Santacreu
Su padre, Cédar Viglietti (1909-1978), era guitarrista y musicólogo –estudioso del folclore uruguayo y de la historia de la guitarra–. Su madre, Lyda Indart (1917-2016), fue una excelente pianista clásica. A veces la genética y la crianza tienen sus misterios, pero en este caso es como si algún dios estuviera ejecutando la receta para engendrar a Daniel Viglietti.
Nació el 24 de julio de 1939 en Montevideo. Además de la música que absorbió de los padres (y del tío José Indart, que tocaba el piano en casas nocturnas y hoteles), se vio muy atraído por la explosión del folclorismo argentino ocurrida hacia 1950, y sobre todo por la música de Antonio Tormo y Atahualpa Yupanqui. Como ocurrió con tantos uruguayos de su generación, creció sintiendo al folclorismo argentino como expresión de lo “propio”, aunque es de suponer que los conocimientos musicológicos de don Cédar deben de haber mantenido cerca la referencia del folclore específicamente oriental. Por el lado de la música erudita, el nombre que más aparece en sus reminiscencias es Ígor Stravinsky, y eso se nota en el disfrute por el surgimiento de disonancias en un contexto más bien diatónico y sencillo, en la contención expresiva, el gusto por las líneas claras, la preferencia por los vientos y la evitación de los arcos (Viglietti jamás hubiera admitido los violines melosos que comprometen algunas de las grabaciones de Zitarrosa, por ejemplo). Se perfeccionó en guitarra con Atilio Rapat y, luego, con Abel Carlevaro en el Conservatorio Nacional –donde también estudió armonía y canto.
Folclorismo. El “complejo cultural” del folclorismo musical uruguayo era más serio, artístico y adulto que el pop bailable, y más responsable que otras músicas serias, artísticas y adultas, como el tango o el jazz. “Más responsable” porque, con respecto al jazz, era un elemento identitario, y en comparación con el tango, solía lidiar con “temas que importan”. Esta apreciación con respecto al tango puede lucir injusta, pero descendía de la noción romántica según la cual el hombre humilde del campo era la encarnación auténtica del espíritu de la nación, mientras que la cultura proletaria y pequeño burguesa se sentía como contaminada, menos loable. El hombre cosmopolita de las ciudades, en todo caso, alcanzaba el arte recién luego de un proceso de depuración intelectual-espiritual, muchas veces mediado por una reconexión sublimada con el folclore.
Así, cuando Viglietti dejó su carrera en ciernes como concertista clásico y empezó a presentarse como cantor folclorista, siguió actuando en un medio prestigioso que merecía la atención de la crítica y que, como contrapartida, implicaba para el intérprete-creador el desafío de “decir cosas”, y hacerlo desde la exigencia de refinamiento propia del artista (poeta y músico).
Su primer disco (1963) salió en el momento en que el formato LP se empezaba a imponer en el mercado uruguayo. En un mismo trienio (1962-1964) surgieron los primeros LP de algunos de sus compañeros de generación (Los Olimareños, Santiago Chalar), amalgamados con los de colegas más veteranos (Osiris Rodríguez Castillos, Anselmo Grau, Los Carreteros). Entre todos pautaron el desvelar de un pujante panorama de folclorismo local, presto a enriquecerse con la entrada en escena de varios nombres más. El disco de Viglietti expresaba en forma especialmente clara la dualidad erudito-popular. Titulado Canciones folclóricas y seis impresiones para canto y guitarra, tenía en un lado una colección de piezas folcloristas y del otro el ciclo de “impresiones”. Éstas eran como Lieder modernos, curiosa y exquisita amalgama de aires trovadorescos, armonías y “pintura de palabras” del 1600 y recursos modernistas. No eran propiamente música erudita: el modelo del cantautor acompañándose con la guitarra estaba asimilado a la música popular, y el ciclo circuló en este ámbito. En tal sentido, las impresiones lucían como el trabajo armónicamente más original de la música popular uruguaya de entonces, y lo seguirían siendo, junto a las creaciones subsiguientes del propio Viglietti, por lo menos hasta la maduración de Mateo hacia el final de la década. Frente a eso, llamaba la atención su disposición a ser tan sencillo y directo en las zambas y milongas del lado folclorístico. El universo de los textos era rural: las estaciones del año, cielo, tierra, árboles, trigo y la disposición lírico-animista de charlar con el viento y con el río. La archifamosa “Canción para mi América” (“dale tu mano al indio”) era el muestreo, todavía aislado, de la canción de movilización de masas con fines políticos. La técnica de la guitarra era fabulosa, en la limpieza de sonido, la riqueza de matices, la agilidad, la ausencia de cualquier esfuerzo notorio. Ese debut de Viglietti ganó el Gran Premio del Círculo Crítico del Disco.
Protesta. “Canción para mi América” traducía el impacto que había tenido sobre Viglietti –como en tantos de su generación– la revolución cubana. Ese marco histórico, combinado con otra serie de factores, canalizó la evolución de varios folcloristas uruguayos hacia la canción protesta, tendencia consagrada con la movilizadora participación de una numerosa delegación local en el Encuentro de Canción Protesta en Cuba, en 1967. Ningún otro movimiento musical caló tan hondo en Uruguay como éste, y sus emociones siguen presentes para quienes lo vivieron o quienes lo absorbieron posteriormente. Tanto es así que de alguna manera los uruguayos lo dan por descontado, como algo natural, quizá sin percatarse en forma cabal de su absurda singularidad: el hecho de que, en un país colonial, el primerísimo escalón de lo “comercial” en música se corresponda con productos de fuerte acento regional, altamente cuestionadores del sistema económico y político, con una actitud que no contempla estrictamente los procedimientos comerciales establecidos, que se identifica mucho más con la actitud del “artista” –fusionada con la del agitador y militante– que con la del “entretenedor”, y que, en los hechos, resistió el paso del tiempo. Canciones como “A don José”, “Doña Soledad” o “A desalambrar” están tan entrañadas en el alma colectiva que parecen fenómenos naturales, como si fueran el ceibo o el cerro Pan de Azúcar. Esto distrae de otro hecho fundamental: junto a lo que esas canciones reprocesan de las raíces hay un componente altísimo de invención y pericia. La relativa multiplicidad de los nombres de la canción protesta folclorista uruguaya indica que el fenómeno no dependió de la idiosincrasia accidental de determinado músico carismático, sino que fue un hecho colectivo, la cooperación del espíritu del tiempo con la superabundancia de talento característica de este país. En 1979 Zitarrosa caracterizaría a sus tres figuras más prominentes: “mientras Viglietti llegaba fluidamente a los sectores universitarios y estudiantiles en general, Los Olimareños dialogaban sin esfuerzo con el campesinado, y, yo… tal vez hallaba la mejor respuesta entre los asalariados urbanos”.
La pegada de Viglietti entre el estudiantado respondía a algunos de los rasgos ya mencionados de su música (el refinamiento, la erudición). También tuvo que ver con que, de esa tanda de músicos, Viglietti fue el más receptivo a los Beatles, replanteando así su actitud frente a la música oriunda de países anglófonos y reconsiderando el papel de la novedosa cultura específicamente juvenil y, por ende, la jerarquía de la cultura popular urbana. Pájaro Canzani contó lo fuerte que fue para él ver a Viglietti, ya entonces con el pelo largo y vaqueros, cantando “A desalambrar” en el liceo de Fray Bentos en el que estudiaba. Viglietti fue el folclorista que le gustaba en forma más inmediata a los gurises de formación beat. Y más aun luego de que, en su disco Canciones chuecas (1971) incorporó batería y bajo eléctrico, o luego de que, al año siguiente, dio a conocer “Anaclara”, el retrato por excelencia de la parte femenina de ese sector del público (“bufanda rojinegra por la espalda/ minifalda/ anaclara”). Fue muy importante para “desalambrar” el terreno cultural, o en todo caso para rediseñar las alianzas: la “protesta” ganaría espacio también en el ámbito beat (sobre todo con Dino), y se generaría un terreno nuevo que incorporaría tanto el espíritu del rock como el de la canción protesta folclorista. Sería la guía para Los que Iban Cantando y muchos de los demás músicos que conformaron el Canto Popular durante la dictadura.
Viglietti representó también la radicalidad. No fue el primero ni el único músico en asumir una adhesión a la lucha armada, pero fue el más masivo de todos. En su “fase tupamara” (él la llamó así, a posteriori), sus discos Canto libre (1970) y Canciones chuecas (1971) pueden verse como panfletos de reclutamiento, y el repertorio (de autoría propia y ajena) cubre los tópicos que corresponden: sumario doctrinal (las canciones de Salerno), identificación del enemigo y despertar de malos sentimientos hacia él (“Ding-Hug, juglar”, “Cantaliso en el bar”), enaltecimiento del combatiente (“La canción de Pablo”, “Muchacha”), insuflación de decisión, coraje y entusiasmo (“Esa canción nombra”, “A una paloma”, “Canto libre”, “Cielito de tres por ocho”), despertar de indignación y deseos vengativos al embanderar a compañeros muertos (“Coplas de Juan Panadero”, “El Chueco Maciel”, “Sólo digo compañeros”), compasión por las víctimas inocentes de la injusticia y la opresión (“Ding-Hug, juglar”, “Negrita Martina”), identificación de aliados reales o potenciales (“Me gustan los estudiantes”, “Gurisito”). El abordaje totalmente franco no debería permitir los eufemismos y generalizaciones (que, de todos modos, abundan). No se trata de mera “coherencia”, “humanismo”, “valores universales”, “la eterna lucha del bien contra el mal”. Lo suyo fue la defensa de una estrategia específica –la lucha armada guerrillera– con el objetivo de derrocar los regímenes de gobierno y principios de organización socio-político-económicos de países latinoamericanos sometidos al dominio imperial estadounidense. Es la senda que “nos mostró el Che”. “Papel contra balas no puede servir.” “Mi mejor luto será/ echarme un fusil al hombro/ y al monte irme a pelear.” La “mirada” se vuelve “luz amartillada”. “Qué joven la puntería.” “Cielo negro, cielo guerra, y después un cielo nuevo.”
Música, franqueza y valentía. Como buen alumno de Carlevaro, Viglietti cuando tocaba se ubicaba inmóvil en la posición que le garantizaba el mínimo de tensión muscular. No había lugar para el “dejarse llevar” por la propia música. Lo suyo era la concentración máxima para controlar cada detalle de la interpretación, que suele ser la postura de los intérpretes de música erudita.
Tampoco el oyente podía “dejarse llevar” en el sentido más ligero: no son canciones de gozadera, sino que son canciones empeñadas en canalizar en forma concentrada las energías de una emoción fortísima. La mayoría de la música popular masiva, que llena estadios, funciona más bien como una desintoxicación: uno purga los demonios luego de saltar y bailar un par de horas, y sale más liviano. Pero lo de Viglietti, al revés, recargaba, depositaba un sedimento en el alma del oyente, que va a seguir ahí a la salida. En ese sentido, su música era entera con sus textos y sus propósitos. El control interpretativo era esencial para calibrar ese efecto. Observen “A una paloma” (letra de Idea Vilariño). La composición está basada en un giro armónico que se repite a cada estrofa del texto. Esa estructura giratoria es importante para fundamentar la transformación de la “palomita” en “halcón”: lo que sonaba al inicio como una canción lírica se va convirtiendo en enérgica canción guerrera. El intérprete tiene que ser capaz de volcar los dos extremos, y Viglietti era capaz de hacerlo en forma intensísima: el inicio (“Palomita blanca/ de ojito rosado”) está cantado con esa ternura cálida irresistible, que es imposible no amar (la misma con que cantaba “Anaclara”), respaldada en la profundidad envolvente de su voz grave. Pero luego cuando vocifera “sacale los ojos (…) y volvete halcón”, el cantante se volvió un bicho oscuro, agresivo y mortífero, con la emoción en ebullición, la voz casi gritada. Para que funcionara esa evolución había que dosificarla: si se apuraba el final perdía efecto, si se retrasaba no se construía el mismo apogeo. Y tampoco podía ser un crescendo lineal, porque se vuelve predecible y pierde interés. Así que el proceso de crecimiento está lleno de pequeños retrocesos y de variantes expresivas diversas: son ocho veces la misma línea melódica y ninguna es igual que la otra, nunca se repite el mismo truco. (Si escuchamos distintas grabaciones en vivo de Viglietti se puede constatar, además, que esas microvariantes que solía hacer eran improvisadas, aunque la improvisación se hacía desde una concentración que mantenía el todo siempre bajo control.) El final de la canción no llega a contener la catarsis: “y volvete halcón” viene sin resolución armónica, apoyado por un acorde apagado, y sigue nada más que el silencio. Se acabó, ahora arreglate como puedas. Por algo es que en los espectáculos en vivo de Viglietti, en seguida de sus canciones más poderosas y movilizadoras solía seguir una masa hirviente de gritos y aplausos.
Viglietti podía ser varios personajes vocales: tierno y cercano, satirista mordaz, guerrero, el indignado embargado por la emoción. A veces los distintos personajes se alternaban rápidamente, como en “A desalambrar”. Aquí, primero viene la voz grave, cavernosa, que entabla la primera comunicación y establece la seriedad del asunto (“Yo pregunto a los presentes/ si no se han puesto a pensar”). En seguida viene la proclama, octava arriba, con el registro metálico, estentóreo: “que esta tierra es de nosotros/ y no del que tenga más”. Ya el melisma que resuelve cada frase (“má-a-a-a-a-a-as”) de inmediato oscurece el timbre, que se vuelve más aterciopelado, mucho menos emotivo: hay que poner la moña final a la frase y llevarla a la tónica, pero no sea cosa de darle mayor proyección al ornamento que a la consigna central.
La música de Viglietti es como incorruptible, prácticamente imposible de desviar o abaratar. Nos lo impide su austeridad, sus finales abruptos, su carácter implacable. Es una música de alcance masivo que es imposible utilizar para un yingle, como música de fondo o para una parodia murguera de tipo guarango. En su sencillez, en su alusión a clisés diversos, está a pocos pasos de distancia de la ligereza, y sin embargo eleva una barrera imposible de trasponer ante la posibilidad de una escucha ligera.
Exilio y después. En 1969 hubo llamativos actos de censura hacia su música (en especial la interrupción de una trasmisión televisiva de “A desalambrar”). En 1972 lo llevaron preso, sin más motivo que sus canciones, y estuvo detenido algunas semanas. Poco después le pareció prudente exiliarse. Se instaló en Francia y recorrió el mundo participando en campañas contra la dictadura, por los derechos humanos o en apoyo a procesos revolucionarios –el de Nicaragua, por ejemplo–. Su música y sus actividades sólo llegaban a Uruguay en forma clandestina: sus discos fueron retirados de la circulación comercial, no se pasaban en la radio, y quienes tenían ejemplares trataban de tenerlos escondidos o disfrazados porque se temía que pudieran ser calificados como posesión de material subversivo.
Su influencia permaneció y tuvo consecuencias. Se notó incluso antes del exilio, sobre todo en un precoz Numa Moraes, que fue directamente alumno de Viglietti, lo tomó como principal modelo al inicio de su carrera, y se tuvo que exiliar más o menos al mismo tiempo que él. Fue un modelo también para los músicos que emergieron después del golpe de Estado. La influencia estuvo pautada por algunos de los siguientes factores: la afinidad ideológica (anarquistas y pro-lucha armada), la identificación con la noción del artista cien por ciento dedicado a una causa política, el gusto simultáneo por el folclore y por el rock, la asimilación del principio formalista de una canción movilizadora en la que los componentes “formales” fueran inextricables del “contenido” (es decir, una propensión al modernismo político y al experimentalismo), o la mera atracción por una música popular folclorista con un altísimo grado de refinamiento y depuración formal. Sumando todo, es un abanico muy amplio y bastante fértil. Hubo seguidores bastante decididos y directos, como Jorge Lazaroff, Jorge Bonaldi, Luis Trochón o Rubén Olivera –quienes radicalizaron, incorporaron y adaptaron a sus respectivas personalidades e ideas, procedimientos que aprendieron de Viglietti–. Se pueden distinguir rasgos de su influencia en músicos tan distintos como Leo Maslíah y Jaime Roos –ambos profesaron en distintas ocasiones su admiración–. Darnauchans me dijo que su gusto por los modalismos medievales y las armonías renacentistas procedieron en primera instancia de Viglietti, y recién a partir de ello se acercó a las fuentes trovadorescas originales. En un sentido más genérico habrá habido una cantidad de cantores que se vieron estimulados a estudiar guitarra clásica movilizados por el modelo de Viglietti.
Desde que se fue del país su producción compositiva disminuyó mucho en cantidad. La que apareció en discos en vivo durante o enseguida del exilio marca un promedio de unas dos canciones por año. En 1984 pudo volver a la región y fue recibido como un héroe, tanto en Uruguay como en Argentina. En 1992 sacó Esdrújulo, su único disco de estudio con canciones propias después de Canciones chuecas (1971), con 15 composiciones nuevas. Su último disco fue Devenir (2004), grabado en vivo, que traía cuatro composiciones nuevas, y que creo que fueron las últimas que dio a conocer. Su producción a partir del exilio ya no ejerció una influencia notable. Contiene muchos temas preciosos. Incursionó en terrenos nuevos, más subjetivos, y lo hizo con la creatividad y hondura habituales. Siempre me dejó un gusto un poco incómodo la noción de que incursionaba en esos terrenos como pidiendo disculpas, justificando a su público la licencia que se tomaba al abandonar la postura de cantor-cien-por-ciento-político, que tampoco sé si alguien efectivamente se lo cobraba. Y por otro lado, me apenó un poco ver a un cantor tan político no saber bien cómo plantarse frente al mundo concreto en que vivía, y tal vez no lograr expresarse en canciones sobre tantos problemas que hoy tenemos que afrontar.
Muchos jóvenes vienen descubriendo y perpetuando “Negrita Martina” y “Gurisito”, dos canciones sumamente tiernas y que, justamente, no mencionan el programa guerrillero. El propio Daniel nunca dejó de cantar sus canciones “tupamaras”, que, en el nuevo contexto, suscitaban un extrañísimo e interpelante choque semiótico, ya que en la actualidad no vislumbramos la emergencia de un proceso revolucionario por las vías a las que él aludía. ¿Qué se aplaudía, qué movía a los oyentes en esas canciones cuando las cantaba en sus espectáculos anuales en el teatro Solís o en alguno de los muchos actos solidarios en los que nunca dejó de participar con generosidad y entrega? ¿El heroísmo y la valentía de un músico que se atrevió a poner en poesía, sin ambigüedad alguna, lo que muchos pensaban pero pocos se atrevían a expresar en forma explícita? ¿La increíble habilidad, sensibilidad, empatía, conexión, con que plasmó sus canciones-mensajes? ¿El fundamento de amor por los desvalidos, de esperanza en un mundo mejor y de justicia para la mayoría –más allá del acuerdo, o no, con el camino sugerido para alcanzar esos fines–? ¿La nostalgia de tiempos en que los problemas parecían más sencillos y las soluciones más cercanas? ¿El encanto con la expresión viva de dicha época, que aun contemplada con distancia y superación sigue teniendo sus atractivos, aunque sea estéticos? ¿El hecho de que sigue habiendo “caídos”, y que aunque esas canciones se escribieron hace cuarenta años, cuando las oímos hoy nos hablan, por ejemplo, de Santiago Maldonado? ¿La poética misma, extrínseca pero presente, que el devenir histórico impuso al suscitar todas esas contradicciones, y la necesidad de pensar en esas contradicciones para trazar los nuevos senderos de lucha? Y sí, compañeros. Para amanecer.
[notice]Chico Buarque
Conocí a Daniel Viglietti personalmente en los años setenta, durante su exilio en París. Yo ya lo admiraba como cantante de voz muy grave, enérgica, además de compositor de algunos de los clásicos de la canción de resistencia latinoamericana. Fuimos buenos amigos, pero en nuestros diversos encuentros él hablaba poco de sí mismo. Andaba siempre con un grabador en el que registraba entrevistas radiofónicas, ya no me acuerdo para qué programa. Más adelante él vino a Brasil y tuve la honra de que tradujera alguna de mis canciones al castellano. Fue a mediados de 1982, y eso lo recuerdo bien porque dividíamos nuestro tiempo entre el estudio de grabación, donde él intentaba corregir mi castellano, y mi casa, donde veíamos la Copa del Mundo de Fútbol. Él vibraba con los partidos de la selección brasileña de aquel año y, todavía más que yo mismo, sufrió con nuestra derrota en la final contra Italia: “sucumbió la belleza”, dijo.
Desde entonces nuestros contactos fueron esporádicos, lo que no hace menos dolorosa para mí la brusca noticia de su muerte.
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Paco Ibáñez
“Es un día de luto hoy.” La voz de Paco Ibáñez atraviesa la noche catalana para desembarcar, apesadumbrada, en la tarde soleada de Montevideo. Los recuerdos del amigo se agolparon en la memoria durante toda la jornada: aquel primer encuentro en París, “tantos años, tantos siglos atrás, y siempre ha sido una compañía de hermandad”, los cruces por el mundo, sobre el escenario, Viglietti periodista, “me acuerdo que en París lo veía siempre con su grabador, aquí y allá. Debe tener un tesoro de entrevistas, cada día una, saca la cuenta, 365 días ¿por cuántos años? Llevaba una inquietud dentro de él que la transformaba en canciones y entrevistas, y en amistad”.
—Ha sido un tremendo despertar. Un mazazo. No quieres que sea, quieres no creerlo, pero la realidad es así. Un amigo, un hermano que se va, que ha dejado huella, huella sentimental, huella de sabiduría, huella romántica, huella poética. Todo eso ahí se ha quedado parado. Daniel se ha ido, pero su recuerdo permanecerá siempre. Siento una gran pena, un gran dolor porque Viglietti era un hermano mío.
Hace unos meses estuvo en Hospitalet, cerca de Barcelona, cantamos con él y después hicimos una comida en casa. Guardaré siempre ese recuerdo: pasamos una tarde hermosa, con algunos amigos argentinos que también vinieron. Cantamos. Cantamos chacareras, cantó Daniel, y de repente lo veo que se levanta y se pone a bailar una chacarera, nunca lo había visto bailar, y qué bien que lo hacía. Todo eso se mezcla con recuerdos de conciertos que hemos dado juntos. ¿Qué quieres que te diga? Hay un vacío, en este mundo donde impera el ruido y la música basura se ha apagado una luz. Pero su obra permanecerá siempre iluminando nuestros espíritus y nuestros corazones.
Daniel tenía esa conciencia, la que tenemos los que cantamos y ofrecemos algo muy fuerte, sentimientos que uno capta, que se meten dentro de tu cuerpo y de tu alma y que te acompañan toda la vida, y por eso se dedicaba a cantar y a hacer canciones y a alegrar un poco este mundo de lágrimas.
[En el velatorio] Mujica lo ha dicho muy bien, el ruido se ha apoderado del mundo. Y el ruido es asesino. Estamos en el imperio del ruido. Perdona que no te pueda decir cosas bonitas.
—Pensemos en su música entonces…
—Música que te llega al alma y al corazón. Y una vez que ha llegado ahí se queda y te acompaña toda la vida. El papel de la canción es ese, una vez que se te mete no te dejará nunca. Con Daniel, ahí donde hemos estado, siempre hemos estado haciendo chistes, siempre hablando de lo que pasa en el mundo. Cada vez que nos hemos visto ha sido un día de sol.
MC
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Gastón Ciarlo “Dino”
El recuerdo luminoso que tengo de Daniel comenzó por los años sesenta cuando yo trabajaba de discotecario y operador de la radio Ariel, que pertenecía a don Luis Batlle Berres, cuando la radio estaba instalada en la calle Olimar. Había un programa, Sendas abiertas, que dirigía alguien llamado Nelson o Néstor Giménez, no recuerdo bien. Allí se hacían audiciones y apareció Daniel a raíz de su primer disco: tan elegante, tan bien vestido. Y de repente se larga a tocar “A desalambrar”. Imagínense lo que fue aquello. Los viejos del Partido Colorado se arrancaban las canas. Fue bárbaro. La barra de trabajadores estábamos encantados.
Después pasó lo que pasó. Estuvo preso y la indignación popular hizo que tuvieran que mostrarlo para que la gente viera que no lo habían torturado y que sus manos estaban en perfecto estado. Todos temblábamos por miedo a que le hicieran algo.
Antes de que se exiliara fuimos a un aniversario de CX 44, y yo estaba tocando con Montevideo Blues y me dijo: “Si yo hubiera sabido que ustedes existían, hubiera grabado mi disco Trópicos con ustedes”. Para mí fue como si me hubieran dado un premio.
Luego nos fuimos cruzando en diversas ocasiones, tanto en Montevideo como en Dolores, y su dimensión solidaria era encantadora y deslumbrante. Él estaba feliz entre la gente. Acudía a todos lados y apoyaba las causas sociales y los movimientos populares de Latinoamérica y el mundo. Por este motivo hoy es llorado por una gran cantidad de gente a lo largo y ancho del globo.
Tenía esa clase de cosas que lo hacían diferente y tan buena persona. Él supo que nuestra casa había sido muy afectada por el tornado y que habíamos perdido, entre muchas cosas, una colección de discos. Él vino con cinco discos de su colección privada y me los regaló. Ese tipo de detalles hacen que –pese a excepciones verdaderamente lamentables que han surgido– la inmensa mayoría de la gente lo reconozca, lo quiera y ya lo extrañe.
Solamente las personas grandes tienen esa sencillez extrema.
Daniel fue una especie de faro: tenía ese poder de concisión y podía poner en una canción que tuviera tres tonos ese toque magistral que tenía desde que empezó a estudiar guitarra clásica. Eso lo hacen únicamente las personas que saben y que tienen una base musical muy profunda. Él, con la cultura musical que tenía y sin hacer aspavientos, tocaba para todo el mundo, llegaba a la persona más sencilla como a la más sofisticada, y eso no lo hace el que quiere, sino el que puede.
Cuando me enteré de su muerte recordé inmediatamente unos versos de Omar Khayyam que dicen: “esta noche la luna te buscará en vano”, y ahí me di cuenta de que estábamos acostumbrados, que era algo tan natural saber que Daniel estaba ahí, que saber que ahora ya no está más nos llena a todos de congoja.
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Braulio López
El corazón del flaco se quedará en el alma de la gente para siempre. Con él fuimos compañeros de camino casi desde el principio: cuando comenzó a cantar nosotros también empezábamos. Tuvimos muchas cosas en común: hicimos espectáculos en conjunto, como Cantando a propósito, en el Teatro Circular; compartimos exilio, diáspora, lucha… La canción que nosotros empujábamos era también empujada por él, la idea filosófica y política.
Con el flaco yo personalmente siempre tuve mucha afinidad a nivel personal, y cuando me fui al exilio, una de las primeras personas con las que me encontré y nos dimos un abrazo fue con Daniel, que ya estaba exiliado en Francia. Y nos hemos encontrado en muchas partes del mundo, desde Oslo hasta Cuba. Su coherencia, su constancia, la responsabilidad de trabajar sobre una misma cosa –porque él estaba convencido, de la misma manera que nosotros estábamos convencidos–, es decir, que no había otra cosa que empujar la esperanza de la gente de pata en el suelo, la gente más de abajo, fue notable, y en él tuvimos un compañerazo, alguien que nunca se desvió del camino, nunca se apartó de esa idea y la mantuvo con todo coraje y determinación.
Indudablemente perdemos un brazo fundamental de nuestra cultura, pero también del trabajo social, porque Daniel era fundamentalmente eso, un trabajador y un artista enmarcado en un proyecto de reivindicación de derechos que han sido pisoteados a través de la historia. ¿Cómo no luchar, cómo no levantar una bandera por la gente caída y explotada? A veces, conversando con él, sentíamos que eso había sido traicionado.
Se nos fue un brazo fundamental en el quehacer actual por todo eso, pero la lucha hay que seguirla. Porque, como diría León Felipe, sabemos que “no hay cielos ni estrellas prometidas, pero seguimos contigo trabajando”.
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Circe Maia
Cuando se me pidió que escribiera algo sobre Daniel Viglietti creí que iba a ser imposible. Sobre su personalidad, sobre su obra, sobre su vida, ¿qué iba a escribir yo, que no estuviera ya muchas veces dicho?
Escribí, sin embargo, y taché muchas veces lo escrito, pensando que iba a dejar sólo dos adjetivos y su nombre. Así: “Querido, admirado Daniel…” Y nada más.
Ahora –ya es de mañana– vuelvo a llamar a mi memoria en mi ayuda.
Recuerdo entonces la sorpresa que tuve la primera vez que escuché “Otra voz canta” y sentir que mi poema había adquirido otra dimensión, otra intensidad, al entrar en el mundo de Viglietti, el mundo de su cálida voz, de su música.
El otro recuerdo, muy vívido, es estar junto a él, en el improvisado escenario de la Facultad de Ingeniería, hace ya muchos años.
Habíamos sido invitados por su decana, la ingeniera Simon, para hacer un acto en conjunto, de lectura de poemas y canciones.
Una hora antes, Daniel llegó apurado, leyó algunos poemas, y logró encontrar canciones suyas que de algún modo respondían a ellos.
Todavía me queda el sonido de su voz, cantando sus canciones y haciendo, a todo ese público juvenil, vibrar con ellas.
Querido, admirado Daniel…
Nada más.
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Tita Parra
Daniel Viglietti fue un hombre nuevo, del que hablaba el Che, y fue, a la vez, una rara y original flor de las artes populares latinoamericanas, excéntricamente libre, extremadamente sensible, capaz de crear lazos indispensables para la felicidad y la amistad humana, con su diversidad y complejidad natural, única y propia, comunicante, hablante, pensante, cantante, viajante.
Sus capacidades sobresalen de los cánones, especialmente sobresale el amor con que se relacionó trabajando, trabajó relacionándose, vivió trabajando, jugueteando poéticamente, vitalmente alerta y preciso en valorar, dimensionar, considerar, tomar en cuenta y percibir los culebreos retorcidos de las emociones, las suyas y las de los demás. Capaz de percibir con otros sentidos las cosas nuestras.
Su quehacer incansable lo hizo siempre desde la magia, la poesía, la profundidad de los instantes.
Felizmente y para nuestro regocijo, dicha y mayor alegría, el mundo puede saborear su obra bellísima, y el resultado de su vida generosa y comprometida.
Escuchar una canción, una de sus letras, un disco, escucharlo hablar, cantar, interpretar, tocando su instrumento que es la guitarra, es para uno la mayor de las bondades que se pueden recibir como regalo, ofrenda, amor.
Su obra es incalificable, es un resumen de la vida en este mundo, vida de injusticias y golpes, persecuciones y torturas, expresada con la belleza de su ser, con estética refinadísima y culta, de mucho estudio y rigor, de muchas artes conjugadas delicadamente.
Daniel Viglietti vivió para la vida, amándola con tanta pasión, amando tanto a los seres humanos, a los pobres, a los negros, a los indios, elevándolos con su amor cantado desde el corazón, levantándolos del suelo para llevarlos al sol de la conciencia. Eso sucede cuando uno lo escucha cantar; sabe trasmitir genialmente las atmósferas, las realidades, las profundidades de la vida popular.
Su compromiso político es vital, es uno solo, es un todo.
Mi deseo y anhelo es que se redescubra a Daniel y se difunda extensa y profundamente su obra, se estudie a fondo y se muestre su riqueza emocional, vital y poética, pues Daniel Viglietti es un artista que, aunque sobrevivió a la destrucción que sufrió toda América Latina, exilios, dictaduras y represiones que hoy día son las dictaduras de la mediocridad, la indiferencia, el olvido, el menosprecio de la identidad y la dignidad nuestra, es una de las luces que no sólo merecen situarse en el centro del árbol de los brillantes, sino llegar a todas las ventanas.
Estoy segura de que su vida y su arte han marcado a varias generaciones, tal como lo hicieron conmigo, y lo siguen haciendo. Comunicador y motivador, creador de encuentros, memoriador despierto a su entorno, Daniel Viglietti es un héroe de las luchas por la vida y el hombre nuevo. Un revolucionario honesto, verdadero, que unió sus luchas a un arte creador de excelencia, compartiéndolas generosamente sin excepción. Un ser alegre y accesible, divertido y carismático, cercano, muy cálido y cariñoso. Un poeta de nuestras luchas imposibles, vidas y muertes.
Lo lloro con mucha tristeza en estos días, en que él iba a esperarme en Montevideo para hacer conmigo una presentación de mi trabajo en Uruguay, en un homenaje a Violeta Parra en la sala Zitarrosa. Acababa de estar en Chile y en Bolivia, vino a invitar, a despedirse, a cantar, a escuchar, a abrazar, a entrevistar, a dar fuerzas y ánimos, a celebrar, a reírse y a contagiarles su amor a la vida y a la música a los Parra, con su incondicional fervor y pasión.
Este sábado 4 de noviembre en la sala Zitarrosa intentaremos hacer un homenaje a Daniel con la ayuda del público y con artistas invitados, como Daniel Drexler. Viajaré desde Chile con Greco Acuña, percusionista, y nos acompañará también Nicolás Almada, de Uruguay. La entrada, como no podía ser de otra manera, es libre.
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Isabel Parra
Nuestro Daniel venía de Bolivia. De allí se apareció por el Museo Violeta Parra en Santiago. Nos habíamos programado para cantar con él en Montevideo, pero finalmente acordamos que Daniel presentaría a Tita en la sala Zitarrosa por estos días.
Nuestros diálogos eran breves pero contundentes, tratando de abarcar el tiempo que no nos veíamos. Nos habíamos visto la última vez en Caracas, hace mucho tiempo. Nos juntamos allí con Roberto Trenca, el músico napolitano que trabaja conmigo, y Vicente Feliú. Esa noche no sé si nos pusimos al día o si más bien recordamos lo bueno y lo malo de nuestras vidas con el canto, que no nos abandona y al que nosotros no abandonamos.
Daniel era la delicadeza misma en su trato, y siempre sentí su cariño y su delicadeza hacia nosotros.
En este último encuentro aquí en Santiago, Daniel me pidió que lo acompañara en su presentación en un teatro de esta ciudad, la última que hizo en Chile. Lourdes estaba preocupada porque este recital no había tenido promoción. Le pedí a Daniel que me presentara al comienzo porque tenía que volver temprano a mi casa. Estaba agradecido y emocionado de que me presentara a acompañarlo. Le propuse que cantáramos la “Mazúrquica modérnica”, y que yo lo hacía siempre a capela, con un coro con el público. Le pareció divertido y me dijo “te doy el tono…”. Me presentó de una manera entrañable y profunda, cantamos una estrofa él y la otra yo. Estaba alegre y entusiasmado. Él tenía el texto completo en su cuaderno. Salí al escenario, nos abrazamos, le enseñó al público lo que tenían que cantar… tremendo coro… teatro lleno… terminó el canto… aplausos prolongados… Daniel se levanta y se despide de mí con un abrazo que se me queda en el alma… Me volví a mi casa con mi hija Milena. El último abrazo.
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Eduardo Carrasco (Quilapayún)
[caption id="attachment_48707" align="aligncenter" width="900"] Daniel Viglietti y Mario Benedetti / Foto: Oscar Bonilla[/caption]
Estoy absolutamente consternado por la muerte de Viglietti. Y de algún modo no puedo separarla de la desaparición de Ángel Parra, ocurrida hace algunos meses. Es otro signo de que nuestra generación se está yendo.
A Daniel lo conocí en Chile, ya que vino una y otra vez: siempre estuvo presente aquí siguiendo nuestro proceso político y cultural. Lo considero uno de los nuestros, un integrante más de la “nueva canción chilena”. Tan cerca de nosotros estuvo que muchos artistas chilenos cantamos sus canciones. Ángel e Isabel Parra, por ejemplo, cantaron “A desalambrar”, Víctor Jara también fue frecuente intérprete de Daniel durante los años sesenta. Quilapayún cantó, por ejemplo, “Gurisito”, “Milonga de andar lejos”…, canciones que eran recibidas por los chilenos como si fueran propias. No puedo dejar de mencionar que Daniel estuvo hace muy poco cantando acá en Chile, hace apenas algunas semanas. Nunca imaginamos que esa sería una despedida.
Con Daniel se va una parte grande de nuestra generación y del canto latinoamericano hijo de un tiempo muy especial.
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