En 2018, cuando este cronista conoció el asentamiento Santa María Eugenia, las indicaciones para llegar al lugar eran simples: seguir derecho por camino Servando Gómez hasta encontrar un tanque de la OSE donde alguien había pintado el nombre Kevin al lado de un escudo del carbonero.
Servando Gómez nace en Camino Carrasco y corre en dirección al bañado, entre el complejo del club Carrasco Polo y el predio del museo Fernando García, el de la exposición de carruajes del novecientos. Siguen siendo casi 3 quilómetros hasta llegar al barrio, pero ahora la referencia principal son dos grandes carteles.
Los carteles son similares a los render que promocionan proyectos inmobiliarios, de impresión algo suntuosa. Presentan dos variaciones de lo que debió haber sido una misma secuencia fotográfica: un joven, alto y bien vestido, conduce amorosamente a un puñado de niños desarrapados por las modestas calles del barrio.
«Barrio Santa Eugenia. Nos mueve el sueño de una vida digna», se lee en uno de los anuncios. Lo firma Cireneos, una asociación civil de «misioneros» católicos dirigida por un rugbier de Los Teros. Simón, el cirineo –no está de más recordarlo–, fue aquel a quien los legionarios obligaron a ayudar a Jesús a cargar el madero.
Ahora, a la izquierda de ese cartel, hay una capilla; una prolija y amplia construcción de madera y chapa. En el centro de su fachada cuelga un Cristo crucificado, de tamaño real, que sangra a mares. Una imagen que evoca lo mucho que hay que sufrir para merecer el cielo. A propósito: uno de los versos que más le gusta citar a Juan Andrés el Gordo Verde, el cura de la parroquia Stella Maris a cargo de esta capilla, dice: «Hasta el cielo no paramos».
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Cielo era lo que le sobraba a Sonia da Silva cuando llegó al lugar hace 50 años. «Mis hijos todavía me toman el pelo con lo de los marcianos», cuenta. «Imaginate lo que era esto de noche: solo campo y nadie más que nosotros. Y de golpe aparece un avión volando bajito con todo ese ruido y las luces. Yo corrí a los gurises para adentro, y gritaba: ¡Los marcianos!»
La casa de Sonia sigue estando donde estaba hace siete años. Detrás de los carteles y la capilla, sigue estando también el tanque de OSE que recuerda a Kevin, el manyita que murió con solo 18 años.
Y, en frente, la casa de Sonia, con su alero, que era el mejor lugar imaginable para estar la mañana del lunes pasado, mientras el calor se iba poniendo feroz.
Hasta 1976, cuando se vino a vivir a la orilla del bañado, Sonia vivía en la ciudad, entre Malvín y Punta Gorda, a orillas del arroyo El Molino. El terreno era del Colegio La Mennais, que lo reclamó para ampliar sus instalaciones. Sonia, su marido y sus cinco hijos tenían que encontrar donde vivir. «Yo estaba acostumbrada a tener el ómnibus a tres cuadras», recordó.
El marido de Sonia ya conocía el lugar en el que luego fueron a recaer. Ya iba con su carro a extraer turba del bañado para vender a los viveros. Entonces aquellos campos eran de Andrés Deus, que también usaba la tierra, pero para fabricar ladrillos. Además de cielo, la familia de Sonia tendría por años agua cristalina; el agua de una cañada cercana todavía era limpia y clara como la del bañado. Sonia dice que no ha probado mejor agua.
Agua, cielo y más nada. Sonia quería transmitir cómo se sintió la noche en que llegó con su familia y sus petates, en camión. «Cuando vine, miraba para los dos lados de la carretera y no veía nada. Campo, quinta; quinta, campo. No terminaba nunca esa carretera. Me quería morir. Morir me quería. Pero yo tenía que venir con mi marido, que era el padre de mis gurises.» Cuando bajaron se vio entre las chilcas más altas que vio en su vida: «¡Cada chilca, señor! Eran árboles no chilcas». Abundaban las víboras. «Mi marido decía que eran parejeras, que no eran venenosas, pero…»
El cuidador del campo les aconsejó que construyeran del otro lado de los mojones que todavía señalan el fin de la propiedad de Deus, en la superficie reservada por la intendencia para la continuación del camino Servando Gómez. Primero levantaron una vivienda de chapa, después de barro, ahora es de «material». Cocinaban y se calentaban con leña. La casa se incendió dos veces. «Por suerte no tengo que lamentar ningún lastimado», comentó la vecina.
Normalmente, Sonia cocinaba de noche, cuando su marido volvía con su carro y traía los alimentos de la ciudad. Para encontrar algún comercio había que caminar 3 quilómetros hasta Camino Carrasco. Para comprar carne había que pagar boleto e ir hasta el Paso. Siempre había que caminar. La escuela, la 183, Nelson Mandela, queda a 5 quilómetros y transporte público aún no había. «La única hija que no fue a la escuela a pie fue la última», precisó Sonia.
Tenían televisor. Funcionaba a batería. La cosa era cuando se descargaba. «¿Quién iba a llevar la batería a lo de Pisa, que tenía un tallercito donde cargaba? Mis hijos se peleaban por no llevarla. Se llevaba el miércoles para traerla el viernes, para ver Viernes 13 y películas los sábados.»
En otra conversación, Sonia contó los días malos, cuando el marido volvía con el carro lleno de tierra porque no había vendido nada. «Llegué a comer comadreja, apereá y todo lo que cazaban los perros. ¿Cuántos guisos de apereás habremos comido? Tenías que revolverte con lo que tenías. Liebres, nutrias, comadrejas. Mi marido cazaba las comadrejas, les sacaba la catinga y las dejaba adobadas. Al otro día iba para el fuego. Había gatos monteses, pájaros», le narró a Tomás Gaeta para la tesis con que se licenció como periodista.1
El martes Sonia cumplirá los 80. Se la ve bien. Siempre delgadísima, inquieta, con esos ojos inteligentes. Tiene 39 nietos y los bisnietos ya son 27. El barrio también creció tanto como la familia de la fundadora.
Al 31 de diciembre, según el Observatorio de Asentamientos de la intendencia, en Montevideo había 344 de estos vecindarios. Con 771 habitantes, el del bañado de Carrasco es uno de los 50 más grandes del departamento. Su población duplica la del promedio, que es de 389 personas.
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Pero volvamos al lunes 10 de febrero. Siempre es en febrero. Fue el 11 de febrero de 2016 que llegaron por primera vez las órdenes de desalojo. En enero de 2018, Brecha visitó el barrio porque se rumoreaba que ese febrero se produciría la expulsión («Apetitos y derechos», Brecha, 2-II-18). La mañana del lunes, la Justicia llegó a Santa María Eugenia para desalojar a aquellos vecinos que no hubieran aceptado firmar un comodato con la empresa titular de los solares y para demoler sus viviendas.
El audio del cura Verde entró al grupo de WhatsApp del barrio casi al mismo tiempo que llegaron la alguacil, dos furgonetas de la Guardia Republicana, los representantes legales de la empresa y una retroexcavadora. «Avisó la alguacil que estaban en la [seccional] 14 y que venían para acá. Simplemente decir que tenemos todo para mantener la calma absolutamente. Gracias a Dios, toda la gente censada firmó ese comodato que habilita a permanecer en las tierras a recibir una vivienda definitiva. Así que es una invitación a simplemente mantener la calma. […] Acá yo voy a estar en la capilla para lo que necesiten. Por lo que tengo entendido, van a proceder a derribar algunas viviendas que ya estaban intervenidas, a medio tirar. O sea, bien. Así que cualquier duda, cualquier cosa, estamos acá. Lo único que les pido es que, si les piden el comodato, lo entreguen con sencillez, sin ningún tipo de problemas», fue el mensaje del regente de la capilla del Cristo sangrante.
Al disolverse la ronda que se había armado para escuchar aquel mensaje de voz, varias vecinas, la abogada Valeria España –que representa a los ocupantes– y los periodistas del semanario fuimos detrás de la comitiva judicial. La alcanzamos delante de una casita de bloque, una pieza de 4 metros de ancho por 3 de fondo, con un baño de chapa pegado. La dueña había tenido tiempo de sacarle el techo.
Lo que dio más trabajo fue sacar un caño de hierro cuadrado que servía de pique al alambrado del terreno y que no permitía que la retroexcavadora se ubicara en un lugar más adecuado. Cuando aquel brazo metálico pudo actuar con libertad, las paredes comenzaron a caerse sin ruido en cuanto eran acariciadas por el fierro. Lo único que se oía era el motor de la máquina y el pitido con el que anuncia su actividad. Hasta el llanto de la dueña de casa era callado.
Rápidamente aparecieron voces para llenarlo. «Esto es lo que se llama una jornada de mierda», dijo alto y claro el procurador del escritorio que representa a la empresa, al pasar por atrás de los periodistas. Luego se presentó la alguacil Silvia Martínez: «Me dicen que vienen del semanario Brecha. Quería comentarle un poco porque hace tiempo que estamos trabajando. A esta señora, la de la casa, que estaba vacía, le dieron un contenedor, y los demás, 200 familias, han firmado un comodato. No es perfecto, pero después de un juicio de 12 años, con sentencia de primera y segunda instancia, y que la ejecución estaba fijada para el 2 de agosto de 2023 y lo fui llevando hasta ahora, esperando que la gente firmara un comodato, que es lo que yo le ofrezco a cada uno…». Y aclaró: «Quería que tuvieran las dos versiones de la cosa, ¿ta?».
Y aunque había anunciado que estaba de guardia en la capilla, no tardó en aparecer el cura: «Muchachos, después, si quieren, yo voy a estar por la capilla. Es pasar por ahí y les cuento lo que necesiten para estar empapados», apuntó.
No sucedió mucho más. La alguacil quiso ver tres o cuatro firmas más. La retroexcavadora hizo su trabajo con dos galponcitos de madera y chapa que sí que hicieron ruido. Había un caballo en ese terreno y la alguacil gritó que tuvieran cuidado con el caballo, que «es el elemento de trabajo de alguien». El bicho no parecía amenazado.
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La comitiva se retiró del barrio, estuvo una media hora estacionada en la salida, frente a los carteles de la entrada, y se fue. Para entonces las vecinas ya estaban reunidas bajo el alero evaluando la jornada; primero, calculando si los auxiliares de la Justicia se iban realmente o si se habían tomado un descanso, luego, buscando una respuesta al hecho de que no habían pedido el comodato del lado de lo de Sonia.
Entonces España les explicaba que lo que había podido hacer era que se entendiera que quienes estaban en el terreno municipal no eran alcanzados por la sentencia de desalojo. Que lo entendiera también la Justicia. Para hacerlo fue necesario obtener el informe de un agrimensor, que el 30 y el 31 de enero comprobó que había ocho viviendas excluidas por este motivo y otras cuatro cuyos poseedores también habían sido intimados aunque estaban en padrones fuera del litigio. «Pero si a mí el cura me dijo que nosotros también teníamos que firmar», fue un comentario que se repitió en aquella rueda.
La abogada entró en la causa el 19 de noviembre del año pasado, cuando ya había una sentencia en segunda instancia y los vecinos, que estaban recibiendo cedulones desalojo, se decidieron a buscar un defensor. Se había perdido mucho tiempo.
Santa María Eugenia había tenido durante años una organización vecinal activa. Fue su comisión la que dio nombre al barrio, que consiguió que viniera el agua de OSE, la policlínica móvil, el transporte escolar, la parada de ómnibus. Fue su comisión la que reunió los fondos para contratar un abogado cuando en 2016 llegaron los primeros cedulones. Y para defender sus derechos fueron a la Junta Departamental y a la comisión de vivienda de la Cámara de Representantes. Finalmente la intendencia firmó con los vecinos un convenio para el realojo de 209 familias.
En 2020, el abogado del barrio fue designado fiscal. Dejó a alguien con el caso y después se nombró un defensor de oficio, pero desde entonces los vecinos perdieron contacto con la defensa. Vino la pandemia y quienes multiplicaron su presencia entonces fueron Cireneos y el cura Verde. El agosto de 2020 se inauguró la capilla.
Verde, con una intensa presencia mediática, logró atraer hacia el barrio donaciones de múltiples empresas. Primero consiguió casas-contenedores para algunos vecinos. Después, al este del barrio, empezó a levantarse La Colmena, un conjunto de módulos prefabricados de isopanel revestidos de madera. La información catastral ubica a esas viviendas en terreno rural, una de las razones por las que se argumenta que Santa María Eugenia debe ser desalojado.
Hace un año se informaba que la intendencia estaba concretando 61 realojos de los 209 anunciados, 22 mediante la compra de vivienda usada, 39 mediante la construcción de vivienda nueva. Pero ya entonces había sentencia en segunda instancia.
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De acuerdo al texto del comodato, quien lo firmó «se obliga muy especialmente por él y su familia», entre otras cosas, a «aceptar propuestas y ofrecimientos respecto a soluciones habitacionales que se le provean, ya sea por parte de autoridades públicas como aquellas que partan de la iniciativa privada, desalojando la zona que actualmente ocupa». Ante la oferta, deberán desalojar el predio de inmediato.
Nada se dice sobre la calidad de la solución habitacional que, sí o sí, debe ser aceptada. Podrá ser una oferta del Estado: una vivienda usada en la ciudad consolidada (a un costo de 75 mil dólares por unidad) o una de las dignas casas que construye para los realojos, en una zona habitable, dotada de saneamiento y otros servicios, con la perspectiva de algún día tener hasta papeles (92 mil dólares). Pero también podrían ser ofertas privadas, como los módulos que se expanden en La Colmena (8.500 dólares), o una cabañita de chapón, como las de Techo, y quién sabe dónde. En Santa María Eugenia, hasta ahora, ha habido más de las últimas que de las primeras.
Los comodatarios han asumido otro compromiso singular: «Mantener libres de nuevos ocupantes la totalidad de los padrones de propiedad del comodante o, en su caso, comunicar y alertar inmediatamente a este último sobre cualquier persona que intente entrar en el inmueble, a efectos de poder radicar la denuncia policial pertinente dentro de las primeras 24 horas de ocurrido». Una función policíaca que podría dar lugar a episodios indeseados.
A mediodía del lunes, mientras la mayoría del vecindario descubría que la alguacila se había ido sin reclamarle el comodato, iba quedando claro que la señal, de todos modos, estaba dada y que empezaba una etapa distinta. Los poseedores pusieron su firma bajo la afirmación de que los padrones 401.794, 401.795, 401.796 y 401.797 son propiedad de Monte Platino, que dispondrá de ellos en el futuro.
Una imagen probable de ese futuro se encuentra en otro render cercano, en el que se anuncia que Kopel Sánchez construye la nueva capilla. Se parece poco a la modesta construcción de madera actual. «Creo que el que la diseñó ama a Le Corbusier», comenta una arquitecta que ve una foto del render.
En el mismo cartel, otra imagen muestra el barrio del que la capilla corbusierana formaría parte, o tal vez sea mejor decir el barrio al que la capilla dará entrada. Solo tendría otro edificio grande, básicamente un prisma rectangular que la arquitecta define como «racionalista total», con algo de Mies van der Rohe. Da la impresión de que los módulos van a ser sustituidos por viviendas de más porte.
Tal parece también que la urbanización que muestra la imagen se levantaría a espaldas de la casa de Sonia. Pero la vecina está más preocupada por otra construcción que tendrá en frente: el barrio semiprivado de Monte Platino. «Usted pregunta desde acá, desde lo de los Morales, hasta allá en Camino Carrasco y a mí me conocen todos. Pero la gente que va a venir al barrio privado no nos conoce. ¿Qué se van a imaginar de nosotros? Que los vamos a robar, que los vamos a matar, qué se yo. ¿Nos dejarán acá, al costadito de todos sus lujos?», se pregunta y pregunta.
- «Santa María Eugenia: un asentamiento enfrentado a un proyecto privado y al desamparo», 2019, Facultad de Comunicación y Diseño, ORT. ↩︎