La prisión del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva marca un nuevo e importante paso en la consolidación del régimen político establecido en Brasil a partir del golpe parlamentario de 2016. Considerado un verdadero héroe por millones de brasileños pobres, gracias a las políticas sociales compensatorias que estableció, Lula ha resistido a años de una campaña violenta de los medios empresariales en su contra y se mantiene como candidato favorito para las elecciones presidenciales en octubre. Proscrito de participar por decisión de la justicia, mantuvo su campaña electoral, ampliando el desgaste que su exclusión genera a la legitimidad del pleito. Por eso los dueños del poder consideraron que la solución sería encarcelarlo.
Merece recordar que el ex presidente es víctima de una persecución judicial, denunciada por los principales juristas de Brasil. Una condena injusta, sin pruebas que la fundamenten y por medio de un juicio claramente parcial, seguido de una prisión también ilegal, en desacuerdo con la Constitución brasileña, que estipula que nadie será preso antes de agotar los recursos judiciales.
El sábado pasado Lula se entregó, contrariando a los militantes que intentaban impedírselo. Pero se negó a seguir el guion determinado por sus adversarios y realizó una gran manifestación política. El acto mostró, en primer lugar, que, incluso preso, Lula sigue ocupando un papel central en la política brasileña. Su discurso emocional de casi una hora transformó lo que sería el triunfo final de la operación en su contra en una fuerte denuncia contra el accionar y la reacción de las clases dominantes brasileñas.
Pero además reveló que el sector popular brasileño se encuentra en un momento decisivo para pensar su futuro. El encarcelamiento señala el agotamiento del proyecto político liderado por Lula, que apostó por una vía de menor fricción con las elites, con el fin de garantizar avances en las condiciones de vida de los más pobres.
Lula irrumpió en la política brasileña como líder de las huelgas metalúrgicas de 1978 y 1979, que marcaron el resurgimiento del movimiento obrero que la dictadura había aniquilado luego del golpe de 1964. Comandó la fundación del PT, un partido socialista, radicalmente democrático, que se posicionaba en contra de toda la corrupta elite política brasileña. Con el paso del tiempo, Lula y el PT cambiaron de posición, por sus derrotas, pero sobre todo por sus victorias. De ser una organización casi marginal pasó a ser un partido central en el sistema político brasileño, conquistando administraciones locales y una importante bancada en el Congreso. Y con la mayoría electoral al alcance de su mano el PT estimó que tenía incentivos para abandonar la intransigencia inicial y participar más activamente en el juego de la política institucional.
Cuando finalmente alcanzó la presidencia, en las elecciones de 2002, Lula ya había abrazado una visión más realista –e incluso desencantada– de las posibilidades de transformación de Brasil. Entendió que era necesario buscar un camino que minimizase la oposición de los grupos privilegiados. Su gobierno se abrazó con la elite política tradicional, concediéndole cargos y poder. Evitó tocar los lucros de los bancos, fue cuidadoso al tratar con el capital trasnacional, mantuvo intactas las bases de la política económica liberal heredada de sus antecesores. Todo para garantizar el cumplimiento de un único objetivo, la lucha contra la pobreza extrema de decenas de millones de personas en el país.
El proyecto tuvo éxito. Las políticas iniciadas por el gobierno de Lula mejoraron de manera significativa las condiciones de vida de los pobres y permitieron un fenómeno real de ascensión social. La izquierda criticaba la capitulación ante el discurso liberal de la “igualdad de oportunidades”, la opción por la inclusión social a través del consumo y la aceptación de una matriz de desarrollo predatoria, pero no es posible negar el cambio de la dinámica social causado por Lula. A pesar de la oposición violenta de los medios de comunicación, los gobiernos del PT consiguieron renovar sus mandatos en cada elección. Fue lo que obligó a la derecha a buscar un nuevo camino y lo que llevó al golpe en 2016.
El golpe demostró el agotamiento del “lulismo”. La conciliación que el ex presidente buscaba activamente, por considerar que el camino del enfrentamiento estaba condenado al fracaso, la rompieron las clases dominantes. Incluso luego del golpe, Lula señaló la posibilidad de una recomposición. Siendo candidato y en el caso de que volviera a gobernar, su opción preferencial sería intentar pactar un nuevo y amplio consenso, que volviera a garantizar las políticas para los más pobres a cambio de paz social. Pero no encontró receptividad, y su detención es la demostración definitiva de que el espacio de negociación fue eliminado.
Además del prejuicio de clase, siempre presente, y la intolerancia de las elites brasileñas hacia cualquier reducción de las desigualdades, un rasgo perenne en la historia del país, es un hecho que los cambios promovidos por el PT desencadenaron procesos que trascendieron algunos de sus propios límites. Las políticas de transferencia de renta y la dinamización de la economía fortalecieron la posición de la clase trabajadora frente al capital. La movilidad social, en particular el acceso de los pobres a la enseñanza superior, desacomodó privilegios que las clases medias y las elites estimaban intocables. La regulación de las ganancias de las empresas no se endureció, pero la política exterior de aproximación Sur-Sur y el apoyo a la producción nacional en sectores estratégicos incomodaron al imperialismo.
El problema que se le presenta a la izquierda es cómo construir un proyecto que vaya más allá de la restauración del orden que fue roto con el golpe de 2016, y de los derechos que sufrieron un retroceso a partir de entonces. El PT parece paralizado, incapaz de generar alternativas, pero también de renunciar a su posición hegemónica en la izquierda brasileña. El propio Lula, sin embargo, en el acto que antecedió a su detención, señaló la necesidad de incorporar al frente del escenario a personalidades de otros partidos, en particular a Guilherme Boulos, candidato presidencial del Partido Socialismo y Libertad (Psol, una escisión por izquierda del PT), que estaba presente y recibió grandes elogios del ex presidente.
Se ha agotado la apuesta por luchar exclusivamente dentro de las instituciones. El programa del lulismo daba por sentado que, al ganar las elecciones, estarían dadas las condiciones para implementar políticas que, en beneficio de las mayorías, garantizarían la victoria en las siguientes elecciones. El golpe rompió este ciclo. La respuesta ha sido débil, porque la política de conciliación exigió la desmovilización de los movimientos sociales, como forma de garantizar que no se extralimitarían, y porque las nuevas bases lulistas, los millones de beneficiados por sus políticas, siempre fueron instruidas a manifestarse exclusivamente a través del voto.
Cabe a la izquierda brasileña superar el lulismo, entendiendo que el camino del menor roce no fue capaz de garantizar la estabilidad deseada, y que nos desarmó para la lucha. Al mismo tiempo, debe preservar sus grandes virtudes: la capacidad de comunicarse con las masas, rechazando cualquier discurso sectario, y el sentido de urgencia frente a las necesidades de los más pobres. No es una tarea fácil. Pero es la que tenemos por delante.