“Era de la casta de los que pelean con gigantes y saben la manera de publicar la grandeza de Dios. Apareció en la corte de los Médicis cuando de ella irradiaba sobre Italia el nuevo amor de la belleza, y desató su genio a encrespar el mármol en figuras titánicas y el color en oleadas sublimes. Era el revelador de las formas gigantescas, de las fuerzas sin humana medida, de las visiones proféticas y trágicas.” Así presenta el David a su escultor, Michelangelo Buonarroti (1475-1564), en el Diálogo de bronce y mármol, escrito por José Enrique Rodó durante su último viaje por Europa. El Divino, como lo llamaban en su tiempo a Miguel Ángel, es el objeto del documental ficcionado Michelangelo infinito,actualmente en la cartelera de Cinemateca Uruguaya.
Realizado con un importante apoyo del Vaticano, el documental organiza cronológicamente la vida del artista, desde los primeros pasos hasta las últimas obras, relatada a través de dos personajes: el propio Michelangelo y su contemporáneo Giorgio Vasari, famoso historiador del arte, como contrapunto. La figura del florentino ha sido tratada desde muy temprano; tanto es así que fue el único artista vivo de quien Vasari escribió una entrada en sus volúmenes Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos, obra fundante de la historiografía del arte renacentista (de hecho, fue él quien acuñó el término “rinascita”). Unos años después, Ascanio Condivi redactó lo que hoy llamaríamos una biografía autorizada –algunos hasta dicen dictada–, por Miguel Ángel, con el ánimo de corregir algunas imprecisiones de Vasari. Estas importantes fuentes históricas dan al guion auténtico vuelo, despojándolo de armatostes y banalidades.
Representados ambos en espacios irreales y cerrados en sí mismos, los arrebatos del artista, en constante lucha con el mármol y la minuciosidad catedrática del historiador, se van turnando para dar la talla a un desvelo infinito por la constante superación personal y el uso del arte como vehículo de lo eterno, de lo divino (sí, el Vaticano aportó algo más que dinero). Esta doble condición de lo humano y lo divino en tensión se infiltra en las chispas de los derroteros republicanos de la época y en la emergente burguesía, que necesitaba hacerse de prestigio mediante un arte del cual no sabía prácticamente nada (por el que, por tanto, no tenía idea de cuánto pagar; nacía así la idea moderna de crítica de arte en tono valorativo). Todos estos temas son deslizados por el documental con gran elegancia y humor. Decía el semiólogo y crítico de arte Omar Calabrese que un partido de fútbol trasmitido por televisión con el agregado de las repeticiones y el montaje espectacular era, en definitiva, más real que lo real, siempre y cuando fuera en alta definición. El documental tiene el valor de mostrar en la pantalla esculturas y frescos a través de un despliegue técnico en el que el detalle es explorado hasta el absurdo: la textura del mármol, captada en sus ínfimas ondulaciones; la catarata de personajes de la bóveda sixtina, explorados con dedicación. El resultado general es un redescubrimiento de las obras comparable al ocurrido con parte de la colección del Louvre en la película Francofonía, del director ruso Aleksandr Sokurov. Pero, si en esta última abundaban los planos fijos y el silencio, verdadera extensión mutante del museo, en Michelangelo infinito el material, predominantemente escultórico, impone el movimiento circular de la cámara, así como la búsqueda de una iluminación dinámica que devele los volúmenes. La música (gloriosa, culta y, en un momento, electrónica) es un olvidable agregado, que los espectadores sabrán esquivar.