Israel atacó la misión de paz de Naciones Unidas en Líbano dinamitando una de las pocas reglas del derecho internacional que aún quedaba en pie. Las reiteradas fugas hacia adelante de la escalada militar de Israel, emprendida con el fin de combatir el terrorismo, han ido quebrando sucesivamente principios elementales de la guerra y del derecho internacional. Sus acciones parecen dirigidas a volver inviable cualquier posible acuerdo de paz en Oriente Medio. Al mismo tiempo, intentan generar condiciones para que la guerra también se extienda a Irán. El gobierno israelí busca que Estados Unidos y la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), además de su generosa asistencia financiera y armamentística y del soporte logístico que proporcionan a Tel Aviv, involucren directamente sus fuerzas militares para desatar una guerra general. Las consecuencias de una escalada de tales características serían de una gravedad enorme.
Nada parece suficiente para el gobierno de Israel. Después de haber declarado persona no grata al secretario general de la ONU, António Guterres, de herir a cinco cascos azules e ingresar por la fuerza en el cuartel general de la misión de paz de Naciones Unidas en Líbano (Unifil, por sus siglas en inglés), el primer ministro Benjamin Netanyahu exigió a Naciones Unidas que retire su fuerza de paz de Líbano, amenazando con nuevos ataques a los cascos azules.
Frente a la grave violación cometida por los militares israelíes, la cancillería uruguaya apenas ha emitido un curioso y muy escueto comunicado de prensa. Evitando mencionar a Israel, la diplomacia multicolor hace un «llamado encarecido a las partes en conflicto […] a respetar la seguridad del personal y los locales de la Unifil». La tibieza de la declaración, además de estar muy lejos de las tradiciones de nuestra política exterior, no refleja que a pocos quilómetros de allí, en los Altos del Golán –frontera entre Israel y Siria–, hay 211 cascos azules uruguayos desplegados en la Fuerza de las Naciones Unidas de Observación de la Separación (conocida como UNDOF), cuya seguridad puede verse amenazada en cualquier momento. Por otra parte, nuestra diplomacia no adhirió a la declaración que, a fines de la semana pasada y a iniciativa de Chile, firmaron 105 países en apoyo al secretario general de Naciones Unidas.
Para intentar comprender la soberbia del gobierno israelí y su desprecio por las resoluciones de la ONU, es inevitable analizar los mecanismos políticos y financieros que han hecho posible su fantástica acumulación de poder económico y político, pese a estar implantado en un territorio sin mayores riquezas naturales. Es sencillamente incalculable el volumen de recursos derrochado para reducir a escombros la región de Gaza y provocar al menos 42 mil muertos en un año de incesantes bombardeos masivos. El volumen de ganancias alcanzado por las industrias del armamento, principalmente en Estados Unidos, durante los últimos dos años de guerras –Ucrania y Oriente Medio– es absolutamente inconmensurable. También resulta imposible de cuantificar el número de desaparecidos bajo los escombros, los heridos y las terribles situaciones a las que se somete a mujeres y niños.
La responsabilidad de los gobiernos de Estados Unidos y de los principales países de Europa occidental en la construcción del poderío militar desplegado por las fuerzas armadas israelíes parece inexcusable. Además, la política que lleva adelante el primer ministro Netanyahu y su gabinete de ministros fundamentalistas no tendría viabilidad sin el apoyo activo de las potencias occidentales en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y más allá. No parece admisible la colaboración que recibe un gobierno cuyas autoridades no han dudado en someter a la población civil palestina a bombardeos indiscriminados y desplazamientos forzados permanentes a partir de deshumanizar su condición –definiéndolos como «animales»–. Más grave aún resulta esta actitud si se recuerda que esa misma caracterización fue la que utilizó el régimen nazi para exterminar a millones de judíos y otras comunidades durante la Segunda Guerra Mundial.
Ello nos remite al inicio de esta reflexión. El sistema de reglas consagrado en la Carta de las Naciones Unidas a mediados del siglo XX ha sido sometido a un lento pero efectivo proceso de demolición que ya ha alcanzado lo que parece un punto de no retorno. Los procesos desencadenados como resultado de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, complementados por la guerra desatada hace un año en Oriente Medio, han terminado de arrasar con los principios del derecho internacional. El fenómeno es de enorme gravedad pues, en ausencia de regulaciones internacionales reconocidas y dotadas de legitimidad, lo que se impone en el mundo es la ley de la selva: la voluntad del más fuerte.
El orden internacional resultó del reparto del mundo acordado en Yalta por las potencias militares triunfantes de la Segunda Guerra Mundial. Luego fue legitimado en la Conferencia de San Francisco, que aprobó la Carta de las Naciones Unidas. A continuación, la Conferencia de Bretton Woods creó las instituciones que ordenaron el sistema económico internacional a gusto y paladar de Estados Unidos, la única potencia militar cuya economía no había sido destruida por la guerra.
Sin embargo, desde su cuna, la soberanía y la integridad de los Estados, pilares del orden mundial consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, ya se violaban. En efecto, cada mañana, mientras transcurrían las negociaciones de la Conferencia de San Francisco, Edward Stettinius Jr., secretario de Estado de Estados Unidos, era informado sobre los intercambios de los delegados de los futuros Estados miembros con sus respectivos gobiernos. Los servicios de inteligencia militar decodificaban sus comunicaciones, lo que permitía al gobierno de Estados Unidos manipular los debates.1
Una referencia final: fue a partir del dominio sobre nuestra región que Estados Unidos cimentó su ascenso hacia la hegemonía en el mundo. Muy probablemente, será también aquí donde se apoyará para sostener su hegemonía.
- Stephen Schlesinger, Act of Creation: The Founding of the United Nations, 2003, pág. 331. ↩︎