Literalmente, más allá de lo que después el pequeño August pueda lograr, el título de la película alude a los rasgos inarmónicos que las numerosas cirugías le han dejado al protagonista, rasgos que la mayoría de la gente asocia con lo inesperado y, por cierto, con la fealdad. Si bien los problemas congénitos que lo llevaron al quirófano tantas veces han sido derrotados, a este preadolescente le queda ahora un rostro que no sólo llama la atención de sus compañeros, sino que también despierta comentarios y bromas que hieren su sensibilidad y lo empujan a apartarse de sus congéneres tanto como éstos evitan encontrarse con él. Esas son las dolorosas condiciones de vida que August debe padecer a pesar del sostenido apoyo de sus padres, su hermana adolescente y del mismísimo director del colegio, un hombre empeñado en aceptar a cada uno de los que allí concurren, más allá de las características físicas y personales (y que la institución trata con ahínco que nunca se conviertan en un elemento destructivo para ninguno de los alumnos).
Por toda esa riesgosa zona de convivencia, rechazos y disimulos transita la novela La lección de August, una historia de R Jaramillo Palacio que el realizador Stephen Chbosky y los colibretistas Steven Conrad y Jack Thorne adaptaron teniendo muy en cuenta la idea de que el ser humano forma parte de una sociedad compleja en la que se entremezclan actitudes y procederes diversos. Aquellos que se cruzan en el camino de August –cada cual con su propia carga de virtudes, defectos y problemas– son el punto de partida y contrapunto de las figuras de los padres y la hermana del implicado, la mejor amiga de ésta, el compañero negro que la enamora, un amplio círculo de alumnos del colegio en el cual se destaca una niña no en vano llamada Summer, un puñado de docentes y algún otro personaje que dice lo suyo en un ámbito que Chbosky y equipo utilizan para dar a entender que las diferencias, si se considera lo que le sucede al protagonista, alientan en todos los mortales sin excepción. Esas mismas diferencias pueden dar lugar a cosas tan significativas como la comprensión que les debemos a los demás y la positiva contribución que, quienes nos rodean –con todas sus disimilitudes–, pueden aportar al entorno del cual formamos parte. Todo un mensaje, en definitiva, que, por fortuna, el filme trasmite con la debida naturalidad, sin caer en espesos subrayados o enfáticas proclamas que desdibujen un marco de típica clase media estadounidense donde no podía faltar algún estudiante de teatro que se esfuerza por destacarse en una puesta de Nuestro pueblo, de Thornton Wilder –el Florencio Sánchez de aquellas tierras–, o quienes asisten a una proyección de la eterna y emblemática El mago de Oz (1939). Una sociedad en la que blancos y negros tratan de eliminar viejas barreras y otros apuntes que surgen al paso con la necesaria limpieza en un relato que, cada poco, se toma la licencia de desviar la mirada hacia otra silueta que se mueve en torno a August, en una poblada lista que hasta le hace merecido sitio a la perra de la familia del titular. A los méritos del inquieto y cuidadosamente orientado trabajo de Chbosky, cabe agregarle el aporte de la fotografía en pantalla ancha de Don Burgess y el de un elenco al que, aparte del motivador retrato que consigue el pequeño Jacob Tremblay, en el papel principal, hay que reconocerle la humanidad que aportan Julia Roberts y Owen Wilson a las figuras de sus padres, Mandy Patinkin a la del director del centro educativo y nada menos que la brasileña Sonia Braga a la de la inesperada abuela del niño en cuestión.