Puede juzgarse la salud de un organismo por las enfermedades que no contrae o por las que sí, y que supera. Una distinción de criterios a tener en cuenta cuando se pondera si Estados Unidos es tan excepcional que no es susceptible al caudillismo, o si este cesa ante la presencia soberana de la ciudadanía.
El país empezó el 2020 enzarzado en un juicio político contra el presidente Donald Trump cuando la economía entraba en su undécimo año de crecimiento lento pero sostenido, el índice de desempleo estaba en el 3,5 por ciento y el Partido Demócrata era una bolsa de gatos con casi dos docenas de aspirantes a la candidatura presidencial. De ahí y a ponchazos de la pandemia de covid-19, el país pasó a un desempleo que en abril marcó el 14,4 por ciento y en algún momento involucró a 40 millones de personas, una caída del PBI del 34,7 por ciento en el segundo trimestre, el estallido de protestas multitudinarias contra la brutalidad policial, más desastres ambientales con daños que superaron los 1.000 millones de dólares e incluyeron las temperaturas más altas de las que se tenga registro, 11 huracanes y tormentas tropicales –la cifra más alta en 170 años– al menos 1.053 tornados, uno de los diez años con más inundaciones en la historia del país, e incendios forestales que causaron daños por 1.650 millones de dólares.
TORBELLINO APOCALÍPTICO
En julio, unos 17 millones de personas perdieron el subsidio por desempleo otorgado por un plan de emergencia aprobado en marzo por el Congreso y, al tiempo que se multiplicaban las manifestaciones demandando «justicia racial», aparecieron en las calles grupos de blancos, armados con fusiles de guerra, que se trenzaron en grescas con grupos antifascistas y anarquistas. La muerte de Ruth Bader Ginsburg, magistrada de la Suprema Corte, abrió otro frente de pugilato político en el que Trump medró designando una reemplazante con la expectativa de que, si el resultado de la elección recaía en ese tribunal, tendría una mayoría de jueces conservadores que le sirvieran la victoria.
Ya entonces el presidente empezó a cultivar, con diaria asiduidad, la noción de que el proceso electoral en marcha era fraudulento, mientras las encuestas indicaban que una mayoría de los votantes desconfiaba del sistema electoral, socavando la base misma de la legitimidad de un gobierno democrático. El discurso político se tornó cada vez más ríspido y proliferaron las advertencias sobre –y las convocatorias para– una posible nueva guerra civil. Mientras lo que en este país pasa por «izquierda» exaltaba la diversidad, la inclusión de todos los grupos «raciales», étnicos y de identidades de género variopintas, en la «derecha» se aceleraba la compra de armas y munición, y la prédica de líderes religiosos, neonazis, supremacistas blancos y crédulos de Qanon acerca del fin de los tiempos y el armagedón.
Desprovisto de una conducción gubernamental sustentada en datos científicos y coordinada en todo el país, Estados Unidos continuó apilando las cifras de la pandemia a un promedio de 7.500 nuevos casos y 1.245 muertos cada día. Y, concluido el proceso electoral con una victoria clara del candidato demócrata Joe Biden, Trump cumplió con lo que había amenazado: repudió el resultado, inició demandas en tribunales, presionó a los republicanos en el Congreso para que desconocieran el fallo de la ciudadanía y enardeció a millones de sus seguidores en una insurgencia contra el «robo» de la elección.
MANSO PERO SEGURO
En la elección presidencial de 2020 concurrieron a votar 155,5 millones de ciudadanos, esto es 26,8 millones de ciudadanos más que en la elección de 2016. El presidente Trump incrementó su apoyo en 11,3 millones, y Biden recibió 15,5 millones más de votos que la candidata presidencial demócrata en 2016, Hillary Clinton. En 2016 concurrió a votar el 60,1 por ciento de los ciudadanos registrados para hacerlo. En 2020 la asistencia subió al 66,3 por ciento, la participación más alta en una elección presidencial estadounidense en 120 años. Teniendo en cuenta el grado de vituperio y odio alcanzado en el último año, el proceso electoral transcurrió sin los secuestros o «desapariciones» comunes en otros países, y los escrutinios hicieron frente a la complejidad del sistema, las quejas habituales acerca de demoras y supuestos fraudes a nivel local, nutriendo la noción de que la mayoría de los adultos en Estados Unidos cree en la legitimidad de su sistema político.
Trump y sus ayudantes iniciaron, de todos modos, querellas en tribunales en las que cuestionaban los resultados y, dentro del trámite normal y estipulado por las leyes, unos 60 tribunales rechazaron esas demandas y hasta el Tribunal Supremo de Justicia, por unanimidad, desestimó los reclamos sobre fraude electoral. Las autoridades electorales y los gobernadores de estados, muchos de ellos republicanos, verificaron y certificaron los escrutinios, y el Colegio Electoral –que es donde realmente se decide una elección presidencial estadounidense– dio a Biden los votos suficientes y sobrantes como para salir ganador de la contienda. Un poco más ambiguo fue el resultado legislativo: los demócratas mantuvieron su mayoría en la Cámara de Representantes, pero perdieron cuatro escaños, y, tras una segunda ronda electoral en Georgia, los republicanos perdieron su mayoría en el Senado. En cumplimiento del proceso político normal, la nueva legislatura inició sus sesiones en enero.
La persistencia insólita de Trump en su gran mentira sobre un gran fraude electoral culminó con un ataque armado contra el Congreso que dejó al menos cinco muertos y una abolladura fea en la imagen de la democracia estadounidense. No obstante lo cual, el vicepresidente Mike Pence condujo la sesión del Senado en la que se rechazaron los últimos intentos de Trump para invalidar el resultado electoral. La Cámara de Representantes, tras la tropelía de los trumpistas amotinados, certificó el resultado. Ambas cámaras sopesan ahora el calendario y la conveniencia de seguir adelante con el segundo juicio político para Trump, el primer mandatario con tal distinción en la historia estadounidense y el único acusado de subvertir el sistema constitucional.
Dos semanas después de la insurrección fallida –y cuando la pandemia que él calificó de «falsa» suma 24,5 millones de contagiados y 406.200 fallecidos–, sin mayor ruido y con poca gloria, Trump abandonó la Casa Blanca, sobrevoló en helicóptero la capital que atormentó por cuatro años y partió por última vez como presidente a bordo del Air Force One, rumbo a Florida. Poco antes del mediodía, tal como lo estipula la ley, Biden asumió la presidencia, y la exsenadora de California Kamala Harris se convirtió en la primera mujer, la primera con ancestros en India y el Caribe, la primera de piel morena ubicada en la vicepresidencia de Estados Unidos. Las ceremonias se cumplieron protegidas por más de 25 mil soldados, en la explanada este del Capitolio y frente a 191.500 banderitas estadounidenses plantadas en la grama del parque National Mall en representación de la multitud que tradicionalmente presencia estas formalidades.