Un libro sobre el futuro (y sobre la violencia contra los demás animales) - Semanario Brecha
Y mañana, qué…, de Jacques Derrida y Élisabeth Roudinesco

Un libro sobre el futuro (y sobre la violencia contra los demás animales)

AFP, PABLO PORCIÚNCULA

Sigmund Freud fue sencillamente esclarecedor al señalar los tres adormecimientos dogmáticos de los que «la ciencia» hizo despertar al narcisismo humano (al yo). Primero, el cosmológico, según el cual el ser humano era el centro del mundo (Copérnico). Segundo, el biológico, que lo situaba como centro de la creación (Darwin). Y tercero, el psicológico, según el cual el yo era el amo en su morada (el mismo Freud). Este despabilamiento del antropocentrismo se ha visto radicalizado a partir de la obra del filósofo Jacques Derrida, que situó el mojón del «giro animal» en la filosofía y auspició el desarrollo de disciplinas y campos del conocimiento como la antrozoología, la etología filosófica y otros estudios animales con una fuerte impronta interdisciplinaria.

Sin caer en un profetismo místico o en una futurología cientificista, Y mañana, qué… (2001) es un libro que recoge diálogos filosóficos entre la psicoanalista Élisabeth Roudinesco y Derrida sobre el porvenir. Aunque se parezca más a una entrevista –de la primera al segundo– que a un diálogo, no deja de ser uno de los intercambios más profundos al respecto del tema que nos convoca. Se trata de una verdadera dialéctica que no sucumbe a los lugares comunes en los que se hunde cotidianamente la esfera pública (tales como el sacrosanto valor de la tolerancia y la cobarde condescendencia con el otro).

El intercambio aborda diversos temas que pueden vincularse entre sí, entre los que cabe destacar el valor de la herencia, la deconstrucción –ese concepto derrideano que ha sufrido el aplanamiento y vaciamiento teóricos por parte de ciertos movimientos sociales–, las políticas de la diferencia –en las que se destaca el debate en torno a las políticas afirmativas para con ciertas «minorías»–, el estado de la familia contemporánea –incluyendo a la «familia animal»–, la pena de muerte, el espíritu de la revolución, el judaísmo y el antisemitismo, la violencia contra los animales y un elogio del psicoanálisis.

A pesar de haber transcurrido dos décadas desde su publicación, el contenido goza de la más plena actualidad, como puede apreciarse en la siguiente observación de Roudinesco, perfectamente aplicable a los actuales movimientos negacionistas y conspiranoicos (como, por ejemplo, el de ciertos candidatos presidenciales argentinos que niegan el genocidio de la última dictadura cívico-eclesiástico-militar): «Nunca se dirá lo suficiente que cuanto más falsificada es la verdad, más grosera la mentira, más evidente la impostura, tantas más posibilidades tiene de ganar adeptos. La alucinación, la negación, la paranoia, en suma, todo cuanto caracteriza al negacionismo […] es perfectamente admisible, mucho más fácilmente incluso que el saber racional».

Y mañana, qué…, de Jacques Derrida y Élisabeth Roudinesco. Fondo de Cultura Económica, 213 páginas.

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El capítulo 5, «Violencias contra los animales», pone el acento en el dogma antropocéntrico, en «el límite sencillo y oposicional entre el Hombre y el animal» construido a partir del logocentrismo. Entonces, Derrida afirma: «Aunque desde siempre se haya ejercido una gran violencia contra los animales –ya se encuentran huellas en textos bíblicos […]–, yo intento mostrar la especificidad moderna de esta violencia y el axioma –o el síntoma– “filosófico” del discurso que la sostiene e intenta legitimarla. Esa violencia industrial, científica, técnica, no puede soportarse todavía demasiado tiempo, de hecho o de derecho. Se verá cada vez más desacreditada. Las relaciones entre los hombres y los animales deberán cambiar. Deberán hacerlo, en el doble sentido de este término, en el sentido de la necesidad “ontológica” y del deber “ético”».

Lamentablemente, en esta parte Roudinesco se atasca en los lugares más tristes del sentido común: «Pero ¿cómo conciliar su inquietud de compasión hacia los animales con la necesidad que tienen los humanos de comer carne?». Así que Derrida le da una lección de psicoanálisis a la psicoanalista: «El psicoanálisis nos lo enseñaría: los “vegetarianos” también pueden incorporar, como todo el mundo, y simbólicamente, algo vivo, carne y sangre, de hombre o de Dios». Enseguida, no avisada por la respuesta, prosigue la arremetida con un tropiezo aún peor: «[…] desde una perspectiva psicoanalítica, el terror a la ingestión de la animalidad puede ser el síntoma de un odio de lo viviente llevado hasta el homicidio. Hitler era vegetariano». Nuevamente su interlocutor mantiene la altura: «El argumento me parece groseramente falaz. ¿Quién puede acreditar un segundo esta parodia de silogismo? Y ¿a dónde nos conduciría? ¿A redoblar la crueldad hacia los animales para dar muestras de un humanismo irreprochable?». Sobre este punto, se puede agregar que este asunto ya fue zanjado por Carol Adams en La política sexual de la carne: «Roberta Kalechofsky y Rynn Berry proporcionan evidencias concluyentes de que el “vegetarianismo” de Hitler es similar al de muchas personas omnívoras de hoy en día que se llaman a sí mismas vegetarianas a pesar de que solo han eliminado la “carne roja” de su dieta. Hitler continuó comiendo pichón, salchicha y guiso de hígado. El “vegetarianismo” de Hitler era parte de una campaña nazi de relaciones públicas para presentarlo como ascético y “puro”. Pero cuando Hitler llegó al poder, se declararon ilegales las sociedades vegetarianas».

Con la siguiente pregunta, Roudinesco vuelve a desnudar su ignorancia en temas de ecología, nutrición y economía: «Pero ¿cómo hacer para conciliar esa voluntad de reducción del sufrimiento animal con la necesidad de una organización industrial de la cría y la matanza que también permita liberar a tantos humanos del hambre?». ¡Si el problema en el capitalismo posindustrial nunca fue la escasez, sino la desigualdad en la distribución! Afortunadamente, otra vez Derrida hace gala de su enciclopedismo: «Puede recordarse que el consumo de carne jamás fue una necesidad biológica. No se come carne simplemente porque se necesitan proteínas, y estas pueden encontrarse en otra parte».

Finalmente, como héroe de tragedia que cae en lo más abyecto luego del clímax, Roudinesco lanza su manotazo de ahogado: «¡No olvidemos que la gastronomía es parte integrante de la cultura! ¿Podría la tradición culinaria francesa abstenerse de carne?». Quien quiera saber la respuesta, ¡que lea el libro!

Pareciera que, so pena de evitar el peyorativo mote de biologicista, Roudinesco cayera víctima de los excesos de un posmodernismo constructivista que desprecia con altanería los saberes de la biología actual, sustituyendo un antiguo reduccionismo (el de la biología decimonónica) por otro (el de las «ciencias humanas»). Constituye también una muestra de que el encierro disciplinario es perjudicial para el pensamiento.

Para concluir, este es un libro que debe formar parte de las herramientas ópticas de quien quiera mirar el horizonte; un horizonte que, si bien se nos presenta como indeterminado, no podemos dejar de pensarlo.

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