Una boda gitana que, más allá de los sentimientos de la pareja, provoca una hilera de confusiones, el deseo sexual que contagia a un nutrido grupo de personajes y la forzada desaparición de una jovencita que pone en vilo al autor de sus días ilustran cuestionables aspectos del comportamiento humano que el teatro, apelando a distintos lenguajes, destaca con mirada crítica.
Debajo de los pantalones 2 (El casamiento gitano) (Espacio), escrita y dirigida por Franklin Rodríguez, apela al título anterior, de modo de invitar al espectador a seguir riendo, por más que, en la presente ocasión, el asunto se base en la serie de maniobras, protestas y mentiras que un pintoresco dúo echa a andar para que se concrete la boda de un amigo muy cercano en un ambiente gitano que exige más que claras pruebas de la virginidad de la contrayente. El punto de partida tiene su gracia y el espectáculo transcurre con ritmo veloz, bien apoyado por las transformaciones que el texto impone no sólo al comedido “arreglalotodo” adjudicado a Fernando Canto, cuya silueta colaboracionista atraviesa trances de todo tipo, sino también a la joven actriz Florencia Sacco, quien encarna a tres mujeres diferentes con el vigor del caso. Las caracterizaciones de los nombrados, a los cuales se agrega el aporte de los bien entrenados Enrique Vidal e Ignacio Caraballo, mantienen el espíritu festivo del enredo que al autor y director, de a ratos, se le escapa, al apretar demasiado a fondo los pedales de una exageración farsesca que le quita los obligados rasgos de verosimilitud a la propuesta.
La ronda (El Galpón, sala Atahualpa), del austríaco Arthur Schnitzler, dirigida por Levón, lanza una mirada cínica e irónica sobre el amor que nunca llega a irrumpir, ahuyentado por los lazos efímeros del deseo, en una sucesiva serie de parejas, uno de cuyos integrantes formaba parte de la anterior. En una Europa con aspecto de haber pasado por alguna guerra, asoman así, entre otros, una prostituta, un soldado, una criada, un escritor, una actriz y un conde, los cuales, por uno u otro motivo, poco y nada tienen para aportar a quien encuentran a su paso, al compás de los giros de una ronda que acaba como empezara. Significativamente ubicada en un vasto espacio cubierto por un gran velo transparente, Levón apuesta a la estilización de una especie de fábula con una moraleja que quizás dependa de cómo la vea cada espectador. Los diez componentes del elenco utilizan voz y cuerpo –baile, luchas y desplazamientos gimnásticos asoman por un lado y otro– de forma de redondear el personaje y la relación con el siguiente integrante del desfile, a lo largo de una propuesta circular que, pese a su cuidadoso planteamiento, reclamaría, quizás, no sólo un ritmo más acelerado capaz de inyectarle a la trama un tinte de inexorabilidad, sino también una individualización más marcada de cada uno de los participantes de una cabalgata debidamente definida.
Potestad (Circular, sala 2), del argentino Eduardo Pavlovsky, con dirección de Walter Silva, por medio de un significativo tratamiento dramático que permite relacionar al protagonista, tanto con realidades tristemente cercanas como con otras más alejadas en el tiempo y en el espacio, plantea la tragedia familiar que trae consigo la desaparición de un ser querido a manos de la dictadura de turno. La fuerza del texto, que el dramaturgo deposita en un único actor –una actriz asistente, en este caso, se encarga de suministrarle ciertos “recordatorios”–, encuentra en Julio Calcagno al intérprete capaz de valorar, aparte de las distintas situaciones del incisivo asunto, el poder de cada palabra que le toca pronunciar. Estrenada por los mismos Silva y Calcagno hace ya casi veinte años, la obra de Pavlovsky vuelve oportunamente a la cartelera con sólido apoyo de Héctor Guido en iluminación, Fernando Condon en ambientación sonora y de la joven Renata Denevi en el papel de la puntual ayudante del padre que compone Calcagno. No hay que perdérselos.