Un sueño africano en tres actos españoles - Semanario Brecha
Tres crónicas migrantes en la frontera

Un sueño africano en tres actos españoles

A un año de la masacre de decenas de migrantes a las afueras del enclave español de Melilla, Brecha recorrió la zona fronteriza entre Marruecos y España y conversó con migrantes africanos de los dos lados de la valla de separación.

Tánger, Marruecos. GIOVANNY JARAMILLO ROJAS

I

Todos los africanos hemos venido a España a cumplir algún sueño.

De niño era pastor, pero quería ser futbolista. Una noche me escapé de casa. Vendí tres cabritos y crucé mi desierto, después me mandé por todo Marruecos hasta Beni Ensar y, apenas pude, me colé en Melilla. Esa historia es de película, pero, bueno, tú lo que quieres es una historia periodística. Joder.

En menos de un año vagando por ahí, pero sin hacer nada malo, me volé del centro de acogida de migrantes y me hice amigo de Félix, un marinero que iba y venía de la península. Le ayudaba a cargar y descargar mercancías. Un día Félix me dijo que podía ayudarme a cruzar el mar, pero que debía prepararme porque iría en la parte trasera de uno de los cuartos de máquinas del barco mercante Nador I. No lo dudé. Fueron dos o tres días ahí, encerrado, acompañado por una oscuridad total, hasta que me encontraron gracias a mis gritos de desespero. Me dieron tres hostias y a tomar por culo.

Málaga es una ciudad árabe, solo que venden licor y comen mucho cerdo. Algo así como una ciudad árabe pero no tan árabe, o flexiblemente árabe. La mezcla es tremenda. Y chula. De ese momento a hoy han pasado ocho años. Hace cinco estoy en Madrid. Pasé uno en Valencia y dos en Barcelona. En el metro de Barcelona la gente se cambiaba de sitio cuando yo entraba a algún vagón, agarraba con fuerza sus bolsos o escondía sus teléfonos y no me quitaban los ojos de encima. Un día alguien me dijo en catalán, que es muy parecido al español, «Moro de mierda». Yo no dije nada. Pobrecitos. Era 2017 y creían que todos éramos terroristas.

Cuando obtuve mi residencia me volví al desierto, de vacaciones. Nosotros, los saharauis, nos debemos al desierto. Somos el desierto. Cuando llegué a casa mi padre me recibió a golpes. A hoy no sé si la paliza fue por haberme ido o por haber regresado. Y nunca pregunté. Mejor así. Mi padre es un hombre que no entiende muchas cosas si Alá no está de por medio.

Me entristece ver tanta gente de África en las calles españolas aguantando el hambre. De muchas maneras entiendo que tienen que buscar la forma de sobrevivir, pero yo nunca robé. Otro día una señora me dijo que me devolviera al desierto a follar camellos. A ella sí le respondí: «Me gustan más los cabritos, señora». Nunca olvidaré su cara. No los juzgo, pero si ellos fueran a mi tierra nadie los trataría así.

Hablo español porque nací en un lugar que fue colonia española y que ahora los marroquíes se lo toman por propio. Somos diferentes, somos un país acorralado, pobre, con campos de refugiados en lugar de ciudades, un paisito sin más reconocimiento que el que nos damos nosotros mismos.

Me llamo Agmeth y nací el año del cólera, porque en el Sahara nunca se anota la fecha de nacimiento de nadie, sino el evento más importante de ese año. A mí me tocó la época de una enfermedad. Qué le voy a hacer. Son los misterios de Alá. Subhan’Allah. Los mismos misterios que no me permitieron ser futbolista, pero que hoy me tienen vivo. Amo el Sahara, le debo mucho a España, pero mi nacionalidad es el sol, es decir, soy un ciudadano del mundo, a menos que en algún lugar siempre sea de noche.

Migrantes africanos en el metro de Barcelona. GIOVANNY JARAMILLO ROJAS

II

Fatiha Mansour Billah camina frente a la mezquita más importante de Fnideq-Castillejos, la pequeña ciudad marroquí que hace frontera con lo que queda de lo que alguna vez se llamó Imperio español. Viste una larga túnica azul rey y lleva un hiyab negro bordado con esplendentes rosas doradas. Se acerca como cualquier marroquí que necesita un par de dirhams para solventar la calurosa tarde. No los pide y, por el contrario, riega su historia como se riega un jardín: «Si les dicen cosas mías, no creer, la verdad la digo yo».

Con un español débil que alarga las erres como cuando se habla con chicles masticados por horas, asegura haber vivido en Barcelona 13 años y después de regresar a Marruecos un día de 2012 a visitar lo que le quedaba de familia, no haber podido salir más. Desde entonces, sin titubeos y con sus grandiosos ojos aleonados vigilando una distante patrulla policial, afirma sufrir una espantosa persecución: «Me odian, dicen cosas no verdaderas, yo soy aquí, también allí, aquí un encierro, allí trabajo».

Su voz se acelera, y cuando no sabe una palabra en español mira hacia atrás como si verdaderamente la estuvieran hostigando. No se siente cómoda en una vereda de la plaza y sugiere ir a un lugar más tranquilo. La bolsa plástica que carga, que podría estar llena de pescados frescos o panes recién horneados, esconde un legajo ilegible de documentos con sellos del lado norte del estrecho de Gibraltar, enmarcados con franjas rojas y amarillas, y una derruida carpeta con documentos escritos en árabe y estrellas verdes sobre fondos rojos. Se apresura a demostrar su nombre e insiste en una dirección en Cataluña. Remarca: «Si les dicen cosas de mí, no creer, la verdad la digo yo».

No sabe decir si es o fue una refugiada, si es o fue una asilada o si simplemente fue deportada y quiere volver. De repente se enfrasca en la palabra terrorismo, hasta que se señala a ella misma y queda más claro que el diáfano cielo azul que cubre la costa mediterránea: ella es terrorista, dice de sí misma. «Yo teggggrorist». El llamado al rezo de la tarde silencia el barullo de toda la ciudad con la amplificación profesional que permanece emplazada, como una antena de control, en la parte más alta de cada minarete. Es un canto aletargado y extático, muy parecido al firme brío de la tarde que no deja de sancionar los cuerpos con polvo y sol. Fatiha se deja ir: guarda silencio y tapa su rostro. Deja descubiertos sus labios que, implícitos en delicados movimientos, sugieren que está en oración.

Pasado el lapso de fe, sigue la pantomima idiomática con señas que implican una expulsión. «¡Expulsión! Sí, sí», dice. Fatiha Mansour Billah: «Yo soy acá, pero no acá, sino allá etspulsssion y acá Policía maltrata y dice que no allá yo, que yo acá». Sus papeles, ahora en catalán, son convincentes, pero las fechas y las firmas son de 2012. «Han pasado 11 años, Fatiha.» «Once años sufrir», responde. «¿No estarán vencidos estos documentos?» «No, no entiendo.» «Papeles viejos, Fatiha.» «Yo vieja, papeles no.» Fatiha se parece mucho a fatiga.

Pide que cuenten su historia en España para volver, porque ella «no ser tegggrorist, no persona mala, sí trabajar». No pide un solo dirham. No dice tener hambre. Muestra sus manos agrietadas en señal de inocencia, deja salir un par de lágrimas y sonríe. No tiene dentadura. Ese hoyo negro que es su boca guarda una verdad difícil de explicar. ¿Una foto? No. Se ajusta el hiyab y vuelve a mirar la patrulla. Acaricia las hermosas rosas bordadas y enfila su camino en dirección contraria a sus enemigos. Antes de despedirse para siempre, Fatiha remata: «El rey trata como perros a marroquíes, y somos personas».

Frontera entra la ciudad marroquí de Fnideq y la ciudad española de Ceuta. GIOVANNY JARAMILLO ROJAS

III

Bongani Atekeye, de 29 años, es un eterno aspirante a periodista. Nació y creció en la localidad de Mushin, en Lagos, Nigeria. Bongani escuchó durante nueve años, 14 horas al día, la Nigeria Info FM 99.3, un portal radial de noticias e información de actualidad, mientras conducía por las enmarañadas calles de su ciudad natal el pequeño colectivo amarillo que heredó de su padre. «El periodismo», dice, «aunque sea una carrera universitaria, es más una vocación. Una vocación que no requiere de ningún arancel ni matrícula, como sí pasa con la educación superior: algo inaccesible y elitista», recalca.

En las noches de sus años como conductor de transporte público, cuando el cansancio se lo permitía, Bongani se preparaba la cena, lavaba su ropa y se iba a la cama escuchando pódcast de todas partes del mundo. Lo que más le entusiasma del periodismo es la radio, el audio, la realidad contada con la voz y los sonidos. En su teléfono guarda audios-ambiente de distintos lugares: la cancha de baloncesto de su adolescencia, el perpetuo barullo de la Broad Street, el misterio de una noche ventosa, la marcha de voces en un café cualquiera. Algún día hará algo con todo eso. Algo que revele a Lagos con naturalidad y sin filtros. Una serie de pódcast para Spotify. Quizás.

El año de la pandemia lo dejó fuera del circuito laboral. Tuvo que vender la herencia de su padre para sobrevivir. En casa, sin mucho que hacer, paseando a su perro en jornadas de hasta cinco horas, Bongani empezó a masticar una idea. Largos meses de investigación en Youtube y blogs migrantes sobre riesgos, problemas, cuidados, precauciones y posibilidades le ocuparon el desempleo y le desplazaron la frustración. La idea de cruzar África occidental se le clavó en la conciencia como una obsesión: Benín, Togo, Burkina Faso, Mali, Mauritania y Marruecos. País por país. Con mucha calma. Después, cruzar el estrecho de Gibraltar y listo, misión cumplida, probar suerte en Europa.

Salió de casa con dos mapas, uno de África y otro de Europa, una pequeña grabadora de voz para ir guardando sus impresiones del viaje y, ¿por qué no?, entrevistar personas que estuvieran en su misma circunstancia, 240 dólares en billetes de 20 y una mochila de 60 litros atiborrada de algunas ropas y muchas utopías. Bongani Atekeye dejó Lagos.

«No hay un camino trazado para llegar a Europa desde África. Primero hay que salir de la África negra y llegar a la África del Norte, la árabe: Marruecos, Argelia, Túnez o Libia. Si llegas a alguno de estos países, ya deberías darte por bien servido, pero, bueno, si hasta ahí has pasado dificultades, no debes perder de vista que realmente falta lo más difícil: debes continuar en bote hacia Europa, en un bote que, si todo sale bien –quiero decir, si no se hunde–, te llevará a Italia, Francia, Malta, Grecia o España. Ya es decisión de cada persona hacia dónde quiere ir y, claro, también depende de dónde salga. Por ejemplo: una persona que llegue a Libia y quiera ir a España, pues me parece que algo no calculó bien, ¿no? Hay muchos que lo intentan, pero pocos lo logran. No es fácil dejar el entorno familiar y afrontar la incertidumbre de dar el salto hacia lo desconocido. Nunca dejé de sentir preocupación y en cada pueblo o ciudad nueva que visitaba un miedo silencioso se apoderaba de mí. Pero era joven, y un joven debe hacer lo que debe hacer y tal vez no lo que le manda la vida o lo que le plantea la razón, sino lo que proviene del corazón y de la sangre, porque esa es la juventud. Lo desconocido es un llamado, es inseguridad, trance, pero también es algo que hay que hacer para alcanzar el bienestar.»

A 128 quilómetros de Lagos queda Cotonou, el famoso puerto de Benín que en los siglos XVII y XVIII fue el punto de partida y no retorno de muchos esclavos. Resulta paradójico que hoy por hoy siga siendo un lugar al que llegan incontables jóvenes africanos que quieren buscarse una vida en Europa. A Bongani le sorprendió no encontrar un solo bar o restaurante en Cotonou en el que no se escucharan historias de personas que lo abandonaron todo, se fueron y fracasaron. Para Bongani el fracaso consistía en no llegar a Europa y verse en la obligación de regresar a Nigeria con las manos vacías, pero pronto descubrió que el fracaso significaba la muerte, es decir, morir en el intento. Su sensibilidad periodística lo llevó a buscar alguna historia de éxito, algo digno que contar, un relato que le permitiera creer que el fracaso no era el destino, sino tan solo una posibilidad. No la encontró. Es difícil encontrar historias exitosas en el punto de partida. Todas están en el punto de llegada. Esa era la ilusión que buscaba y, una vez encontrada, se aferró a ella para seguir el viaje.

«En automóvil solo se necesitan siete días para llegar a Europa desde Lagos», asegura Bongani. Europa es un espacio abstracto que solo tiene sentido cuando se llega y, una vez allí y de manera forzada, tiene que empezar a pensarse como lo que es: un continente con diferentes países. ¿A dónde quiero ir? es una pregunta que el viajero debe hacerse cuando pisa Europa. De nada sirve pensar en un país específico desde el momento de la salida, porque las brisas de la vida soplan tan fuerte que el viajero puede terminar en un lugar impensado. De cualquier manera, Europa es tierra, y antes de la tierra está el mar. El Mediterráneo. Una palabra que se escribe en Google y los resultados arrojan paradisíacas playas con fondos de ciudades brillantes y triunfantes y cruceros enormes que parecen felicidades flotantes. Cruceros que probablemente el viajero se cruce, una tarde cualquiera, mientras rema su humilde balsa migrante.

«Hay muchos relatos dudosos a propósito de las rutas y los países que hay que cruzar para llegar a la costa norte africana. Yo elegí una ruta porque la estudié y no me dejé llevar por rumores, pero a lo que voy es que ninguna ruta se salva de la espera, del imperio de la espera, del no saber nada y abalanzarse sobre esa nada esperando que el día se ponga a tu favor o que la suerte se ponga de tu lado. Viajé por un tiempo detenido. De todas formas, esperar es la parte más silenciosa de la vida, esos lapsos de los que nadie puede escapar. Las carreteras africanas son muy malas, la comida no es buena, es mejor cocinar; el pan es el mejor amigo por lo barato y porque no intoxica, el trabajo es una opción, pero es muy difícil, porque no puedes detenerte semanas para trabajar porque se te puede desdibujar el horizonte. La mayoría de los nigerianos que quieren llegar a Europa se lanzan hacia Marruecos o Libia. Adoptan alias e inventan historias a propósito del destino final. No le puedes decir a nadie, ni a los extraños ni a la Policía, que vas camino a Europa, eso es peligroso. Desde el momento en el que sales de Nigeria, por seguridad, ya tienes una nueva historia y una nueva identidad. Eso es interesante porque te pone a volar la imaginación y te obliga a ser lo más coherente y real, aunque la realidad sea la verdad que escondes como migrante; la ficción siempre es la que más funciona porque a nadie le gusta la verdad, o bien porque se aprovechan de ella o simplemente la niegan. A fin de cuentas, en eso consiste migrar en cualquier parte del mundo, ¿no?, buscarse a uno mismo, encontrar la identidad propia.»

En Cinkassé, frontera entre Togo y Burkina Faso, a 795 quilómetros de Lagos, Bongani compró un tambor de madera. La música es parte importante en la vida de Bongani. En los momentos de flaqueza lo tocaba suavemente y podía sentir cómo esa tímida percusión se transformaba en ánimo. Todas las noches buscaba la luna para sentir que algo le iluminaba el camino. De repente aparecía la impaciencia otra vez y solo el tambor la espantaba. Dice Bongani que una palabra que le gusta mucho en español es esperanza, porque esa palabra es tan fuerte que puede atajar cualquier cosa, es como una fe ciega que camina, con los pies descalzos, sobre la aridez de los sueños que parecen imposibles. La pobreza siempre es un obstáculo y la frustración que esta lega es un sacrificio detrás de otro y pocas o ninguna recompensa. Antes de irse de Lagos, Bongani se acercó a su madre para abrazarla y ella no quiso que la tocara. No le dijo nada, solo le entregó una bolsa de papel con tres sándwiches y algunas golosinas. De ahí en más la fuerza fue un recuerdo, muchas lágrimas, cada vez que pensaba en ella.

«La gente busca una vida mejor, pero ¿qué tipo de vida? No tiene sentido. Todo esto es un engaño, el trabajo que se cree que uno puede obtener en Europa es algo muy parecido a la mentira. Para llegar hay que sortear mucho tráfico de personas, muchos secuestros. Para las mujeres es más complicado. Un compañero de viaje por Burkina Faso me contó de una chica de Camerún a la que obligaron a trabajar en Mali y huyó y la encontraron y al ser tan rebelde la violaron hasta la muerte entre varios hombres. Un viaje significa ver y oír cosas que no quieres ver ni oír, lo que ves y oyes es malo y lo mejor que puedes hacer es mirar para otro lado. No hay que meterse en los asuntos ajenos, aunque uno sepa que hay un montón de injusticias. Por ejemplo, supe que por una mujer pueden cobrar hasta 5 mil euros, depende del objetivo de la compra. Por supuesto que lo que más pagan tiene que ver con explotación sexual, pero también hay muchas mujeres a las que explotan como aseadoras y cocineras. La Policía sabe todo esto, pero mira hacia otro lado, porque parte de los dineros que se mueven en la trata de personas va a parar a sus bolsillos. Los policías ayudan a los traficantes. Hay una pregunta que me ronda desde hace varios años: ¿Qué impacto tiene en las sociedades que tantas mujeres migren? Quiero decir, que tantas mujeres abandonen su país y que tantas otras lleguen solas a otro país.»

En Uagadugú, Burkina Faso, a 1.100 quilómetros de Lagos, Bongani consiguió un trabajo en un taller de motos. Estuvo allí un mes y logró juntar algo de dinero. A esa altura ya había gastado más de la mitad de los dólares con los que inició el viaje. Después de hablar con varios africanos a propósito de sus experiencias migrantes, es particular que se refieran a la migración como «ir en busca de uno mismo». Bongani no es la excepción. Cada vez que puede, menciona el proceso que transitó para encontrarse a sí mismo dentro del viaje migrante. Muchos afirman que en África existe todo un mercado alrededor del sueño de una vida mejor en Europa. Cobran hasta 15 mil euros por persona y prometen cielo y tierra por esa ilusión que realmente es una moneda al aire. A veces sale bien, muchas veces sale mal, pero el reto es llegar. El éxito es llegar. Ya lo que pase en Europa no importa. Ese es otro capítulo. Más digno. Dicen. Aunque pueden regresar, no quieren volver a casa porque en casa los esperan los mismos problemas. Prefieren la penuria en Europa que la penuria en África. La misma carencia, pero en diferente tierra.

«Viajar para migrar significa ahorrar, y cuando no puedes ahorrar te quedas donde el trabajo te agarra. Para ganar hay que arriesgar, hay que intentarlo. Me sé de memoria muchos paisajes áridos, desérticos, polvorientos. En viaje de migración nunca se sabe si la luna sigue al sol o el sol sigue a la luna. Caminas y caminas y lo único que te acompaña es tu sombra. África es grande y rica en recursos, pero todo es explotado por otros países. Hay mucho por ofrecer al mundo, muchas cosas que nos pertenecen, pero de las cuales otros se benefician: gas, petróleo, minerales, metales y gente, mucha gente, también. La realidad es una angustia constante. Europa representa los sueños de la nueva vida, no Europa como lugar, sino como idea: la oportunidad de realizarse, de ser alguien, de contribuir al mundo y no precisamente con pobreza. ¿Qué hacer para que la gente alcance un nivel de vida digno en mi país?»

En Tansila, la frontera entre Burkina Faso y Mali, a 1.426 quilómetros de Lagos, Bongani ve el primer campo de refugiados de su viaje, pero prefiere llamarlo campo de pobres. Bongani atestigua de primera mano la escasez de agua, las infecciones, el hacinamiento, el hambre, la desnutrición, los sueños postergados, la sonrisa infantil que no decae, el dolor de los ancianos y la pena de los jóvenes. Bongani colisiona contra el naufragio constante que acompaña el desplazamiento y que hace que el peregrino se vuelva resistente a lo inconcebible. Incluso a sí mismo.

«El problema de los árabes es que no les gustan los negros, ellos son africanos como nosotros, pero lo niegan, lo niegan solo porque no son negros. Ya en Marruecos, en la entrada a Marrakech, la Policía me detuvo y me envió de vuelta a Mali. Me echaron sus perros, me golpearon y me mantuvieron varios días solo con agua y cuscús sin nada de sal. Fue imposible huir.»

Bamako, Mali, a 1.942 quilómetros de Lagos. Ya no había vuelta atrás. Retroceder resultaba un camino más largo que el camino de venida. Bongani planea volver a cruzar Marruecos con una veintena de migrantes. Alguien dice que será más fácil ir por Gambia porque es el único país de habla inglesa de la región. Bongani lo piensa, una, dos semanas. Decide que no. Le parece más peligroso que Marruecos. Meses después se enteraría de que algunas personas que tomaron la decisión de transitar por Gambia fueron asesinadas por el ejército local.

«Es el abandono de Dios. No solo nos enfrentamos a los peligros del Sahara, sino a las amenazas de los hombres. Crucé Marruecos. Ahora pienso que tuve una estrella, un tambor que no dejó de latir por mi suerte.»

Tánger, Marruecos, a 5.274 quilómetros de Lagos. Sin dinero, la voluntad tiene que ser de hierro. La mendicidad fue la única posibilidad de subsistencia. Y esconderse de la Policía el pan de cada día. Otro confinamiento era algo parecido a la horca. La raza negra es muy visible en una ciudad como Tánger. Al hablar de migración en un café a las afueras de la medina, alguien dice que los negros son una vergonzosa mancha en el paisaje. En este punto el estrés y el cansancio ya no existen. Bongani pasa cuatro meses en las calles de Tánger. Se asocia con dos saharauis, un mauritano y tres marfileños para empezar la construcción de un bote propio. Zarpan. Naufragan. Los chalecos salvavidas hacen lo suyo. El parte meteorológico fue equivocado. No supieron observar el mar, ni apreciar el viento, ni interpretar las olas. El mauritano convida a Bongani a Castillejos, la ciudad marroquí que limita con la ciudad española de Ceuta. Para Bongani fue todo un descubrimiento que en África existiera una ciudad europea. Después sabría que, con Melilla, son dos. Una metáfora de una colonia que ya no existe pero que se puede habitar. Bongani decide intentar por ahí. Viajan juntos, pero, una vez en Castillejos, el mauritano le exige que el nado debe ser en solitario. El nado. Nadar. Una palabra que se parece a nada. A Bongani le gusta más la palabra cruzar, porque tiene que ver con cruz. Se despiden y nunca más volverán a saber el uno del otro. Tres semanas después, Bongani se lanzó a la nada. Nadó desde el momento de la puesta del sol de un lunes hasta bien entrada la mañana del martes. Apenas pisó territorio africanoespañol se desmayó. Abrió los ojos dos días después en el Hospital Universitario de Ceuta, España, a 5.070 quilómetros de Lagos. Un programa de migración lo acogió y, desde 2016, además de ayudar a su madre y trabajar en labores de limpieza en bares y restaurantes, de vendedor ambulante y de conductor de camión recolector de basura, su principal reto ha sido aprender a hablar perfectamente español.

«Abandonar tu país es abandonarte a ti mismo. Nunca llegué a Europa, pero, contra todo pronóstico, estoy en Europa. Perdí mi grabadora de voz, pero mi voz no. Un día voy a grabar esta historia que es muchas historias y ese día me graduaré como periodista.»

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