Durante el mes de marzo la economía internacional se ha visto sacudida por el inicio de una crisis bancaria que comenzó en California con el cierre del Silicon Valley Bank (SVB) y que luego se extendió al Signature Bank, cuyos desplomes accionarios en la bolsa de Nueva York obligaron al Tesoro de Estados Unidos y a la Reserva Federal –a través de la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC, por su sigla en inglés)– a tomar el control de ambos bancos. Según especialistas, se trató de la mayor retirada de depósitos bancarios en la historia reciente del país: en diez horas desaparecieron de los libros de contabilidad del SVB 42.000 millones de dólares, lo que equivale a una cantidad mayor de un millón de dólares por segundo. De forma casi inmediata, el gobierno de Estados Unidos intervino, a través de la Reserva Federal, asegurando fondos y brindando líneas de créditos con respaldos seguros a instituciones bancarias en riesgo. En este escenario, como no encontraron compradores, ambos bancos se colocaron al amparo de la ley de quiebras. En Inglaterra, el HSBC adquirió la filial londinense del SVB por una libra esterlina.
Mientras la prensa internacional afirmaba que la quiebra de estos dos bancos especializados en inversiones tecnológicas era un fenómeno acotado por su magnitud y que no acarreaba riesgos sistémicos, un tercer banco de California, el First Republic, que también financia empresas tecnológicas, anunció su falta de liquidez y desató una operación de salvataje de los seis bancos más importantes de Estados Unidos por 30.000 millones de dólares (Wall Street Journal, 16-III-23). Las acciones de otros bancos, como Western Alliance Bancorporation, Metropolitan Bank y Customer Bancorp, se derrumbaron más del 60 por ciento, lo que comenzó una pendiente en caída que rememora el inicio de la crisis mundial de 2008.
Las noticias mundiales refieren a un temor inminente de «contagio» y a un nerviosismo latente en los mercados, a cierta «turbulencia» financiera. Al menos en apariencia podemos visualizar el impacto colateral de estas quiebras y sus repercusiones mundiales.
Días después, la crisis cruzó el Atlántico. Las acciones del Credit Suisse cayeron frenéticamente en las bolsas, lo que desató el rescate por parte del Banco Central de Suiza por 54.000 millones de dólares. Posteriormente, el Credit Suisse fue adquirido por un cuarto de su valor por su principal competidor, otro banco suizo –el UBS–, que ya anunció una «reorganización» con el despido de más de 17 mil empleados en todo el mundo. Como suele suceder, las crisis propician los procesos de centralización del capital, de un lado, y desempleo y precarización laboral, del otro.
SILICON VALLEY BANK, CAPITAL FICTICIO Y EMPRESAS TECNOLÓGICAS
Los analistas han abordado las explicaciones del origen de esta crisis señalando que se trata de una crisis de «(des)confianza» sobre bancos insolventes cuya valuación contable no se correspondía con el valor de mercado de los activos, que estaban por debajo de su valor en los libros. Esto significa que los balances ocultaban enormes pérdidas. Dichas pérdidas comenzaron con la impericia del SVB de invertir casi exclusivamente en bonos del Tesoro estadounidense, con vencimientos a diez años o más (sin cobertura), lo que impulsó, inicialmente, la rentabilidad del 12,4 por ciento en 2017 a más del 16 por ciento cada año desde 2018 hasta 2021 (Financial Times, 20-III-23). El esquema funcionó mientras la tasa de interés de estos bonos se mantuvo por debajo del 3 por ciento –valor que no había superado desde 2008–. Sin embargo, el aumento de la tasa de interés a 4,5 por ciento por parte de la Reserva Federal (que este miércoles llegó a 4,75 por ciento) revirtió la curva de rendimiento: se iniciaron las pérdidas y luego la retirada masiva de los depósitos, lo que desató el descalabro, con el consecuente salvataje del Estado.
En cualquier caso, la quiebra del SVB no fue sorpresiva; su progresiva caída a lo largo de 2022 llevó al Financial Times (hace cinco meses) a considerarla el mayor colapso desde la crisis de 2000, producida por la explosión de la burbuja de las llamadas empresas punto com, firmas del sector tecnológico vinculadas, en aquel momento, a la primera oleada de internet.
La asociación con aquella crisis no es casual, pues el SVB (ubicado, en California, en la zona destinada a las empresas del sector tecnológico) fue creado en 1983, en los inicios de la era del internet y las computadoras. Según los documentos institucionales presentes en su página web, la idea inicial se basó en cautivar depósitos de empresas de tecnologías solventes, para brindar préstamos al sector industrial tradicional y a bienes raíces comerciales. Pero con la crisis inmobiliaria de los noventa, sus inversiones sufrieron fuertes afectaciones. La presencia de un nuevo CEO (chief executive officer) en la empresa fue determinante para la identificación de mercados emergentes en el área de la tecnología, que se encontraba en una escalada de crecimiento continuo. Esta variación hacia el mercado de capitales de riesgo incrementó considerablemente sus ingresos: su rentabilidad tuvo un crecimiento de 226,18 por ciento entre 2015 y 2020.
El crecimiento del SVB se vio favorecido por la creciente financiarización y la necesidad inmanente de distintas empresas de innovar en tecnologías, con el principal objetivo de sobrevivir y continuar siendo competitivas, un proceso favorecido por la crisis del covid-19. Según documentos oficiales, el 50 por ciento de las empresas estadounidenses de tecnología y ciencias de la vida realizaban operaciones bancarias con el SVB. El banco reunía a clientes de envergadura porque su actividad consistía en financiar las start-ups y los llamados unicornios (compañías privadas valoradas en más de 1.000 millones de dólares). Y es aquí donde deben buscarse las causas de fondo de la quiebra y la crisis subsiguiente.
Mientras el origen inmediato de la quiebra puede vincularse a la suba de las tasas de interés de la Reserva Federal, no es su razón de fondo. Sucede que la rentabilidad o valorización del capital de las empresas tecnológicas tuvo un retroceso en 2022, debido a una caída de la demanda que desnudó una sobreinversión en el sector. Los récords en las bolsas de estas empresas eran, en definitiva, una burbuja de capital ficticio1 fomentada por la emisión de dinero de la Reserva Federal. Esta caída de la rentabilidad de las empresas tecnológicas explica el reemplazo, en los activos del SVB, de un sector tecnológico en retroceso –los activos más importantes del banco habían sido los créditos a este sector, que se contabilizaban en 74.000 millones de dólares a fines de 2022– por títulos del Tesoro estadounidense, cuyo peso aumentó vertiginosamente hasta alcanzar los 121.000 millones de dólares. Dicho en otros términos, la debacle financiera es la consecuencia del vuelco de masas enormes de capital a actividades especulativas que no generan valor alguno, pero crean la ilusión de que el dinero puede producir más dinero sin atravesar los riesgos del ciclo productivo. De modo que, si el problema de fondo se encuentra en la crisis de rentabilidad del sector productivo, las salidas asociadas a una mejor regulación o una reforma financiera más estricta por parte del Estado son, por lo menos, limitadas.
¿UN NUEVO 2008?
Para muchos observadores, estamos asistiendo a una gran crisis, que se puede comparar con el derrumbe de 2008, pues las quiebras se están produciendo en los bancos de depósito estándar y no solo en los especulativos de «inversión». Según el economista Michael Roberts, el SVB no es el único banco estadounidense que tiene enormes pérdidas no registradas en sus libros contables (la diferencia entre el precio del bono comprado y el precio actual en el mercado). La FDIC informó que, en total, las instituciones financieras tienen 620.000 millones de dólares de pérdidas no contabilizadas, que corresponden al 2,7 por ciento del PBI de Estados Unidos.
Pero hay más semejanzas. La crisis de 2008 tuvo como contrapartida una intervención y un rescate fenomenal del Estado a bancos y empresas, con programas cada vez más agresivos de compra de deudas incobrables y emisión monetaria. El financiamiento estatal al capital durante la pandemia, sumado al gasto público militar, elevó la deuda pública a 24 billones de dólares, un 120 por ciento del PBI estadounidense. La deuda del Tesoro que los bancos tienen en sus activos, allí donde suelen refugiarse los capitales, es la que se encuentra en proceso de desvalorización. De modo que no se trata solo de la quiebra de algunos bancos, sino de la expresión de una crisis sistémica del capitalismo cuyo desarrollo histórico se remonta a la década del 70 y que ahora involucra a los propios Estados que salen al rescate del capital.
1. Denominamos capital ficticio a los títulos de deuda, bonos o títulos de propiedad que pueden ser comercializados o vendidos a terceros y de los cuales se obtiene una remuneración. Es, en definitiva, el resultado de una ilusión social, porque detrás de él no existe ninguna sustancia real y porque no contribuye en nada en la producción o circulación de riqueza, por lo menos en el sentido de que no financia ni al capital productivo ni al capital comercial.
* Noelia López es trabajadora social, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y del Servicio Central de Extensión y Actividades en el Medio (SCEAM).
** Nicolás Marrero es sociólogo, docente e investigador del SCEAM y del Consejo de Formación en Educación.