Una orgía de destrucción - Semanario Brecha
El mundo ante la desaparición de diversidad biológica

Una orgía de destrucción

Campos labrados en la región de El Cerrado, en Formosa do Rio Preto, Brasil. AFP, NELSON ALMEIDA

Es una oportunidad para detener esta orgía de destrucción –es lo que les dijo el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, a los delegados de más de 190 países que iniciaron el miércoles una nueva ronda de negociaciones de la Convención para la Diversidad Biológica, reunidos en Montreal.

Se refería al acelerado ritmo de destrucción ambiental que lleva a la extinción a distintas especies de plantas y animales, y a la desaparición de los ambientes silvestres. Se estima que aproximadamente 1 millón de especies están amenazadas de desaparecer y un quinto de los ecosistemas presentes en el planeta podrían desaparecer. Además, un 69 por ciento de las poblaciones de especies silvestres se ha perdido desde 1970 y la situación es más grave en América Latina, donde esa caída en la abundancia es del 94 por ciento. Los delegados que llegaban a ese encuentro de la Convención de la Diversidad Biológica volvían a escuchar que estamos transitando una extinción masiva de la vida a escala planetaria.

Esas advertencias se dan la mano con aquellas que se dieron hace pocas semanas en otra reunión gubernamental, en ese caso sobre el cambio climático, que tuvo lugar en Egipto. Allí también se compartieron reportes ominosos, insistiendo en que las alteraciones del clima planetario tendrán múltiples consecuencias sobre la economía, las poblaciones y también sobre la biodiversidad.

Esa situación se repite en otros frentes y para cada uno de ellos hay algún tratado o convenio internacional. Los delegados de los gobiernos corren de encuentro en encuentro, en diferentes rincones del planeta, escuchando las alertas científicas y las demandas ciudadanas, para desembocar en difusas declaraciones y resoluciones insuficientes para resolver los problemas. Existen miles de acuerdos internacionales solamente en materia ambiental, y algunos de los más importantes abordan otros temas, como los contaminantes persistentes, el control sobre plaguicidas y químicos peligrosos, el comercio y el tráfico de fauna y flora, sobre la protección de los océanos o la preservación de la capa de ozono.

En casi todos esos convenios se presentan advertencias cada vez más duras. Es por eso que el secretario general de las Naciones Unidas no duda en decirles a los gobernantes, en sus caras, que se ha envenenado con químicos los mares, las aguas y el aire, que se han ahogado con plásticos y que, mientras las corporaciones multinacionales vacían nuestro mundo de sus riquezas naturales, llenan sus cuentas de banco.1 Esos dichos son durísimos, pero tienen poco efecto.

Los gobiernos simulan ser sordos o incapaces de entender lo que ocurre. Insisten en una arquitectura internacional que separa los problemas en distintos acuerdos internacionales, funcional a un modo de entender la política obsesionada con el crecimiento económico, los intereses corporativos y la expoliación de la naturaleza. Se aprovecha esa fragmentación por la que cada uno de los problemas que enfrenta la humanidad está siendo negociado bajo distintos tratados, a pesar de la íntima relación que existe entre todos esos dramas.

Por ejemplo, si se observa la situación en América del Sur, se encontrará que nuestro deterioro ambiental es alarmante. No solo se padece la paulatina reducción de la selva amazónica, sino que a un ritmo más acelerado se está artificializando el Cerrado, la segunda región ecológica más grande del continente, estimándose que aproximadamente la mitad desaparecerá en los próximos años. La causa principal es el avance de la agricultura y la ganadería, y esos mismos factores devoran otras regiones, como el Chaco, que comparten Argentina, Paraguay y Bolivia, o en los espacios andinos en Colombia. Miremos hacia donde miremos, en Sudamérica, la naturaleza está deteriorada, arrinconada o destruida.

Esa pérdida de la riqueza ecológica es abordada en el marco de la Convención de la Diversidad Biológica, la que ahora está reunida en Canadá, pero los factores que la causan están bajo la competencia de otros acuerdos u organismos internacionales. El empuje agropecuario se debe sobre todo a que nuestros países son proveedores de materias primas a los mercados globales, lo que debería regularse en la Organización Mundial de Comercio, y las condiciones económicas que mantienen esa subordinación exportadora resultan de relaciones económicas asimétricas que deberían ser atendidas por organismos como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, pero que en la práctica funcionan acentuándolas.

Si asumimos que el planeta está enfermo, es como si el paciente visitara diferentes especialistas médicos, quienes por separado le advierten que se aproxima a un colapso, pero que entre ellos nunca se hablan, cuyas recetas incluso son conflictivas entre ellas, y la dolencia sigue agravándose.

Uruguay, en su escala nacional, repite esa problemática. En cuanto a la biodiversidad, nuestros principales ambientes, tales como pastizales, serranías, bosques y bañados, están todos ellos muy deteriorados, alterados o artificializados. La fauna silvestre padece por la pérdida de esos hábitats y a ello se suma la cacería. Las urgencias ecológicas actuales se enfocan en la contaminación de suelos y aguas en el medio rural. Las causas detrás de estos deterioros están, como en otros países, en ciertas prácticas agropecuarias enmarcadas en concepciones económicas y políticas.

Muchos de esos problemas deberían ser controlados por el Ministerio de Ambiente, pero sus causas son prácticas agropecuarias que debería gestionar de otra manera el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca. Lo mismo ocurre en otros frentes, por lo que la dispersión institucional se convierte ella misma en una de las razones que contribuye al deterioro de la salud y el ambiente en el país.

En cuanto a las amenazas a la diversidad biológica, que ahora se discute internacionalmente, Uruguay se destaca por ubicarse al final de los rankings globales de la protección de la biodiversidad. En efecto, el país apenas cuenta con poco más del 1 por ciento de su superficie protegida bajo instrumentos como parques nacionales, cuando debería ser, al menos, el 17 por ciento. Ese es un atraso dramático porque esas áreas protegidas son indispensables para permitir la sobrevivencia de nuestra biodiversidad. Es una condición que se viene padeciendo desde hace mucho; los gobiernos del Frente Amplio tuvieron la oportunidad de revertirlo al disponer de millonarias asistencias financieras, pero no alcanzaron los resultados que se esperaban y prometían. La situación empeoró en el actual gobierno, desde el recordado intento de utilizar la Ley de Urgente Consideración para rebajar el estatus de las áreas protegidas hasta la más reciente liberación de la cacería.

En el gobierno de Lacalle, las reformas ambientales se parecen cada vez más a las que ocurren en las políticas sociales, incluyendo el desfinanciamiento y el debilitamiento de la cartera, mientras se apuesta a la filantropía privada (como ocurrió con un millonario de Estados Unidos que compró tres islas en el río Uruguay para fines de conservación) y la publicidad (como, por ejemplo, sucede con el presidente recibiendo a National Geographic).

Toda esa dinámica muestra que los intereses económicos y políticos prevalecen ante las urgencias sociales y ambientales. Exactamente lo mismo ocurre en los demás países, y se desemboca en esas grandes reuniones internacionales empantanadas en su inefectividad.

No se asume que la orgía de destrucción ecológica actual, sea planetaria o local, tiene contracaras económicas y políticas. A su vez, las decisiones económicas y políticas de una manera u otra tienen consecuencias ecológicas. El inicio de las respuestas necesarias está en comprender, sea en nuestro gobierno o en los de otros países, que ya no se pueden abordar las cuestiones políticas, sociales y ecológicas por separado, como si estuvieran aisladas entre sí.

1. Discurso del secretario general en la COP15 de la Convención de la Diversidad Biológica, Naciones Unidas, 6 diciembre de 2022.

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