Se ha desbloqueado un nuevo nivel de la crisis de Venezuela. La región vive uno de esos momentos en los que se condensan todas las contradicciones que atraviesa nuestra existencia latinoamericana. Están aquí presentes las clásicas tensiones, metamorfosis y confusiones que históricamente han desdibujado las diferencias entre representación política y cesarismo, civilismo y militarismo; caudillismo y corrupción; revolución y opresión; garantías de los derechos civiles y responsabilidad frente a los derechos económicos y sociales; y los complejos triángulos entre autoritarismo, derecho a la protesta y golpismo, y democracia representativa, populismo y dictadura. Tensiones, todas estas, siempre atravesadas por el antagonismo soberanía/imperialismo, que, en general, acaba definiendo nuestra subjetividad política internacional latinoamericana. Sobredeterminándola, digamos.
Sí, hoy lo fundamental es evitar una intervención militar. Eso está claro. Y, sin embargo, esta máxima antimperialista no debe llevarnos a desestimar el peso de las otras tensiones en este conflicto. Sólo comprendiendo el conjunto del problema en toda su complejidad, es posible entender cómo llegamos aquí y cómo hallar ahora una solución pacífica y negociada. A su vez, también así nos entendemos mejor a nosotros mismos, como sujetos de esta situación, como parte de la izquierda latinoamericana, con sus vicios y miopías. Más concretamente, pensar sobre la crisis venezolana es también una oportunidad para entender la tarea actual de la izquierda uruguaya en la región: cómo colaborar para salvar lo que queda del giro a la izquierda y enfrentar a la reacción de derecha.
Uruguay ante la crisis. Sí, hoy lo fundamental es evitar una intervención militar. Y la modesta política exterior uruguaya ha demostrado esta semana ser uno de los actores más y mejor comprometidos con la tarea. Lo ha hecho con un gran despliegue de sus limitados recursos diplomáticos, sin declaraciones altisonantes y con un profundo sentido de realismo (tal como lo hizo durante el impeachment a Dilma Rousseff, cuando algunos pretendían “boicotear” (!?) al gobierno de Michel Temer).
Nuestra política exterior ha dado un seguimiento responsable al deterioro de la situación venezolana. Lo ha hecho defendiendo el derecho del país caribeño a asumir la presidencia pro témpore del Mercosur, frente a la ofensiva de los demás socios del bloque, y rechazando el criterio selectivo de la Oea para aplicar la Carta Democrática Interamericana. Pero también lo ha hecho al señalar los atropellos de Maduro y al actuar en consecuencia: retirando al embajador uruguayo en 2017, y luego enviando tan sólo al encargado de negocios a la reciente asunción de Nicolás Maduro. Esta actitud responsable, creíble y neutral hace que hoy sea Montevideo donde asome la única posibilidad de salida pacífica, negociada y democrática, recogiendo la mejor tradición de política exterior.
¿Cómo explicárselo a esa “izquierda uruguaya” que en 2014, luego de votar como senador a Luis Almagro (primer proponente de una intervención militar en Venezuela), se lamentaba de que la cancillería recayera sobre Nin Novoa porque amenazaba con que “el derecho volvería a estar por encima de la política”? Tal vez ahora, que somos un punto rojo en el mapa de Trump y que vemos a dirigentes de Podemos celebrando la política uruguaya hacia esta crisis, finalmente la “izquierda” uruguaya pueda entender lo que es una política exterior de izquierda.
El complejo escenario internacional. Sí, hoy lo fundamental es evitar una intervención militar. Tan lógicamente necesario como contingente en su devenir inmediato, dado el complejo escenario internacional. A nivel regional, por un lado, tenemos al militarismo fascista y filoyanqui de Jair Bolsonaro, Iván Duque y Luis Almagro, dispuestos a tensar la piola hasta legitimar y secundar una intervención (sin medir consecuencias sobre el inestable proceso de paz colombiano, por ejemplo). Por otro, tenemos lo que queda del eje bolivariano, mermado luego de las derrotas en Ecuador y El Salvador, cuyos remanentes cada vez se parecen más a las tradicionales dinastías de dictaduras bananeras, como lo muestra Daniel Ortega. En el medio, el naciente entendimiento entre México y Uruguay emerge como la esperanza de paz.
A nivel mundial, la crisis se enmarca en una creciente bipolaridad, entre el unilateralismo de Trump y la nueva alianza entre Rusia y China, ambos polos con sus respectivas expresiones en la región: el relanzamiento de la doctrina Monroe, y el “desembarque” chino, que tiene en Venezuela un importante socio. En el medio, la iniciativa uruguayo-mexicana aparece apoyada por las Naciones Unidas y por los gobiernos populistas de Italia y de Grecia, que matizan el intervencionismo mayoritario en la Unión Europea.
¿Cómo explicárselo a esa “izquierda uruguaya” que cree que sin los países bolivarianos, el PT y el kirchnerismo estamos solos en el mundo? Tal vez ahora, cuando Amlo y el Movimiento 5 Estrellas italiano aparecen como socios confiables, pueda entenderse que el mundo es más complejo de lo que creíamos.
Una solución democrática. Sí, hoy lo fundamental es evitar una intervención militar. Una máxima que no debe llevarnos a simplificar la actual crisis, pues entendiendo la otra parte de su génesis, también se encuentran elementos para su solución. No estamos únicamente frente al intervencionismo yanqui, apoyado por la reacción de derecha regional y por cipayos de la elite venezolana. También estamos frente a un gobierno que ha transformado la revolución bolivariana en un régimen militarista, autoritario, ilegítimo y autocrático. Que deliberadamente disfraza la trampa electoral de democracia plebiscitaria o participativa. Hoy no está claro si Maduro sobrevive gracias al apoyo de los militares o si estos (principales beneficiarios de la deriva revolucionaria) son quienes le impiden a aquel avanzar hacia una salida negociada. Estamos también frente a muchos años de legítimas demandas sociales desoídas, movilizaciones populares masivas y persecución a la oposición política.
Nada de esto justifica una intervención extranjera, pero todo esto ha sido sistemáticamente desestimado por buena parte de la izquierda, tal vez con la ilusión de, así, salvar la palabra “revolución”, y poco más. Para millones de venezolanos, evitar la intervención yanqui es tan importante como garantizar el respeto a los derechos humanos y tener elecciones limpias.
Que Venezuela no se convierta en una nueva Cuba, atrapada en un laberinto sin salida, también debería ser un desafío para la izquierda latinoamericana. Que el remedio sea más grave que la enfermedad no justifica desconocer esta última. ¿Cómo explicárselo a esa “izquierda uruguaya” que sólo ahora se angustia ante la posibilidad de una intervención, pero que en el último lustro ha ignorado la represión militar a estudiantes durante las guarimbas de 2014 (o peor, se ha puesto del lado del terrorismo de Estado), las violaciones de la Constitución y los procesos electorales, las crisis humanitaria y migratoria?
Tal vez ahora, cuando la esperanza para la paz pasa por la inclusión de la convocatoria a elecciones democráticas en la declaración que Uruguay emitió junto con la Unión Europea, se acepte que la mayor preocupación no es salvar a Maduro, lamentablemente, para los fetichistas de la revolución.