A pesar de ser un proyecto planificado al milímetro, la ampliación de las minas en Alemania para extraer lignito del subsuelo ha supuesto una presión enorme para miles de personas. Se intenta recuperar la rutina creando pueblos nuevos que mantienen el nombre original añadiéndoles la referencia de neu (nuevo) para que no haya confusión. El problema surge cuando alguien no se quiere ir o cuando no está conforme con lo que le ofrece la empresa por su casa o el terreno. «La mina ocupa diez, 20 años de tus pensamientos diarios. Ves cómo tus vecinos y tus amigos se van mientras tú vives en un lugar que va muriendo poco a poco», explica Michael Schmitz, activista de la organización Alle Doerfer Bleiben (Todos los Pueblos Permanecen). «Lo que hace la empresa con la gente es una guerra psicológica», asegura contundente.
La soledad se pasea, provocadora, por las calles de los pueblos amenazados por las minas de carbón. Casas cerradas, persianas bajadas y jardines con hierbas silvestres que hace tiempo se tendrían que haber cortado. Una iglesia con las ventanas selladas y el reloj inmóvil a las dos de la tarde. A veces, un coche solitario frente a alguna casa. Silencio. Aunque todavía queda alguna persona viviendo aquí, la gran mayoría vendió o se marchó hace tiempo.
Los pueblos nuevos son una sucesión de casas de reciente construcción donde todas son diferentes, pero muy parecidas: hormigón, madera, ladrillo. Tejado a dos aguas de color oscuro, jardín trasero, minúsculos parterres de flores en la entrada. Como en un trampantojo de lo que fue, incluso se repiten los nombres de las antiguas calles del pueblo original.
«Muy bonito, ¿no? Los pueblos antiguos tenían esencia. ¿Qué tiene esto? ¡Hasta dentro de dos generaciones, nada! Esto no es un pueblo, no tiene vida. Esto es una zona que pretende ser residencial», puntualiza irónicamente Schmitz.
Eva Rüttgers vive con su marido y sus hijos en Manheim-neu, en una casa unifamiliar con jardín. Son una de las familias reasentadas en un pueblo de nueva creación. Eva nació y creció en Manheim, donde sus padres regentaban un pub. Su madre explica que sabían desde el principio que en algún momento se tendrían que ir, que compraron la casa con esa condición. «Se vive bien aquí. Aunque las personas mayores echan en falta la estructura social, la comunidad», afirma Eva en referencia al ambiente del nuevo pueblo y a lo que simbólicamente aportaba el antiguo pub.
Eso ya es historia: todo fue derruido y hoy son solares llenos de hierbas altas en un pueblo prácticamente abandonado y al que nadie quiere volver. Quedan los recuerdos y algunas cosas que se llevaron: el gallo rojo que daba nombre al negocio familiar, una pequeña vidriera de la iglesia, fotos y cajas acumuladas en el trastero. «A veces sueño con mi antiguo colegio en Manheim. Sé perfectamente que ya no existe, pero en mi cabeza sigue estando igual», añade Eva con nostalgia.
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Tres hermanos y un primo exploraban el territorio familiar en busca de un pozo de agua. El primo llevaba un par de varillas y un péndulo en sus manos, y, haciendo uso de su capacidad natural para percibir radiaciones, se animó a caminar por varias horas hasta que la tierra estimuló sus sentidos y le indicó el lugar exacto donde yacía el preciado líquido. Para aprovecharlo, solo tocaba hacer una excavación de 6 metros.
Los hermanos no perdieron tiempo y, al día siguiente, empezaron a dragar la tierra. Después de una semana de trabajo intenso, uno de los hermanos, mientras desocupaba los baldes llenos de tierra que sus hermanos le mandaban del fondo del pozo, escuchó un extraño zumbido. Era como una mosca, muy ruidosa y con un vuelo uniforme y sostenido. El hermano miró para todos lados hasta que descubrió a pocos metros de su cabeza un dron. «¡Qué cosa increíble la tecnología! Cuando pueda, me compro un aparato de esos», pensó. Y siguió trabajando.
En menos de un mes el pozo estaba listo. La familia entera rebosaba de felicidad. Ahora solo hacía falta diseñar y construir el esquema de tubería y riego para que el agua alcanzara las rancherías. Una tarde cualquiera llegó un tuc-tuc a la entrada de la comunidad y, con él, una carta de la alcaldía del municipio de Hatonuevo, en La Guajira colombiana, en la que se los acusaba con fotos propias, y de muy buena calidad, de invadir terrenos privados de la mina de El Cerrejón, además de usurpar para beneficio individual la riqueza del suelo. La familia no sabía si llorar o reír. Por una parte, por lo surreal del asunto y la representación formal de la persecución y la violación a la intimidad que ejercía la mina sobre ellos y, por el otro, porque el territorio explorado era tierra familiar desde hacía años imprecisables y tener que demostrarlo no solo era un contrasentido, sino toda una humillación.
La comunidad wayuu de El Espinal está conformada por una familia indígena que prefiere mantener en secreto sus apellidos. Sus 23 integrantes se deben al recuerdo de la madre y abuela, defensora del territorio que nunca se dejó sacar y murió aferrada al lugar que cuidaron y labraron sus ancestros. No obstante, desde la década del 80 se ha perdido más de la mitad del territorio porque varios integrantes de la familia sufrieron presiones de negociadores independientes, pero adjuntos a la mina, para vender a precio de remate: a finales de la década del 70 la familia tenía 700 hectáreas disponibles y hoy apenas quedan 79. Los tres hermanos y el primo pertenecen a esta familia.
Uno de los sobrinos trabaja en la mina desde el 2000. Cuando terminó el colegio, El Cerrejón fue la única opción laboral que encontró. La empresa lo capacitó y empezó como operador de equipo pesado. A los seis años de estar trabajando, cayó enfermo: tos constante, congestión, afonía y neumonía. Estuvo hospitalizado una semana. Volvió a la ranchería y empeoró. Después de dos semanas más en el hospital lo mandaron a Valledupar y allí, en el transcurso de un mes, pudo recuperarse. Los médicos le preguntaron si fumaba. No. Le preguntaron si cocinaba con leña. No. Entonces todro afloró: les dijo que era minero de El Cerrejón. Lo incapacitaron por cinco meses. Sus bronquios ostentaban una inflamación extrema y no respiraba bien, se agitaba con facilidad y todo el tiempo estaba cansado. «Sus pulmones parecen los de un señor de 60 años», le dijeron, y él apenas tenía 24.
«Desde entonces vivo con dos inhaladores y varias pastillas. Me reubicaron en una oficina porque por orden médica no podía estar expuesto a material particulado. Yo la saqué barata, porque muchos compañeros se enfermaron de silicosis, epoc, cáncer de pulmón, etcétera, y ya murieron o están muy mal. También tenían problemas en la piel por la exposición química, problemas en la columna por culpa de las vibraciones constantes, inicios de sordera, problemas digestivos, demencias. A mí me reubicaron, pero lo que hacen ahora es que no reconocen la responsabilidad de la mina y los sacan con una pobre indemnización de por medio», comenta.
«Yo estoy sindicalizado, pero Sintracarbón [Sindicato de Trabajadores de la Industria del Carbón] no sirve para mucho. Se consiguen beneficios, pero al final se dejan comprar por la mina y nunca pasa nada», añade con resignación. «Gano 4.400.000 pesos al mes (aproximadamente 1.000 euros) y espero jubilarme para compartir más tiempo con mis dos hijos.» El sobrino insiste en que la historia de sus tíos y el dron es un ejemplo más de cómo la empresa los persigue y los presiona para echarlos de sus tierras. Asegura, también, que varias veces han llegado a la comunidad en camionetas blancas, con lentes oscuros y hasta escoltas, a decirles que tienen que desalojar porque ese terreno no es suyo. «Es una empresa muy poderosa que, arrinconándonos, nos quiere imponer el miedo, pero acá estamos todos, con el legado de la abuela para resistir», agrega, con voz marchita e interrumpida continuamente por una tos seca.
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Joseph Wilde es director de incidencia política de SOMO (siglas en neerlandés de Centro para la Investigación sobre Corporaciones Multinacionales), una organización dedicada a investigar a las multinacionales en temas de interés público. Parte de su trabajo es examinar cómo las empresas plantean la salida de los combustibles fósiles, visibilizando las desigualdades y las injusticias existentes: muchas veces las empresas se van, evitando hacerse responsables de los costes humanos, sociales y ambientales que han ocasionado.
«Hace unos años en el Cesar [departamento que colinda con La Guajira] tenían mucho miedo porque las empresas estaban diciendo que se iban y que iban a dejar todo como estaba, sin pagar ni compensar nada […]. Ahora Colombia vuelve a ser importante, se está importando más carbón. Y esto les da tal vez una última oportunidad [a las comunidades] de efectuar algún cambio. Porque las empresas están todavía ahí y ahora necesitan el carbón colombiano», explica. «Esto demuestra que, si en algún momento la cosa no va bien para las empresas […], dejan todas esas palabras de transición o economía verde y vuelven a lo que estaban haciendo. Vuelven donde saben que tienen el poder, donde saben que controlan la situación.»
El carbón sigue siendo una pieza fundamental en materia energética en Alemania. Sin embargo, el lignito que se extrae de su suelo no es suficiente. Por eso compra carbón de mejor calidad a otros países. Un rastro ambiental cada vez más profundo.
En abril de 2023, SOMO y Pax (entidad que trabaja en la protección de civiles en zonas de conflicto), junto con víctimas del llamado «carbón de sangre» colombiano, presentaron en Países Bajos una queja formal bajo las directrices de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) contra RWE, Vattenfall, Uniper y Engie, empresas energéticas europeas que compran ese carbón procedente de Colombia. La denuncia también se dirigía contra la empresa de carga a granel HES International y contra los puertos de Róterdam y Ámsterdam, que es por donde llega el carbón colombiano a Europa.
La ruta comienza en los puertos colombianos de Ciénaga y Puerto Bolívar, al norte del país. Después de cruzar el océano Atlántico en enormes buques empachados de carbón, este llega a Países Bajos. Desde allí, en ferry por el Rin o en trenes de mercancías, el carbón se transporta hasta las centrales térmicas alemanas, donde es quemado para generar la energía que permite a la industria alemana funcionar, a la vez que emite a la atmósfera millones de toneladas de gases contaminantes.
Conscientes de las limitaciones, de la fragilidad de la legalidad colombiana y de que el Estado local carece de la capacidad de obligar a las empresas mineras básicamente porque tiene vínculos con ellas, la estrategia, según expone Wilde, pasa por dirigir la indignación hacia sus clientes europeos. «La ventaja de este mecanismo es que se pueden involucrar más partes en la cadena de suministro […] estas empresas son grandes clientes de las mineras. Buscamos que empiecen a sentir una presión incómoda, que les suban los costes, les afecte su reputación y el gobierno les imponga penalizaciones. La idea es que estas empresas pongan su presión sobre Glencore y sobre Drummond, las mineras en esta zona de Colombia, para que ellas cambien su comportamiento […] es una estrategia indirecta e innovadora», aclara. Ahora mismo la queja se encuentra en estudio y previsiblemente en los próximos meses se obtendrá una respuesta.
A la petición de información a RWE sobre esta queja, han respondido diciendo que carece de fundamento porque no se abastecen activamente de carbón de Colombia y porque no han tenido contratos con empresas mineras colombianas desde setiembre de 2014. También remiten a su web, a un documento de diciembre de 2022 que explica la estrategia sobre derechos humanos en la empresa y su compromiso por controlar la cadena de suministro, entre otras acciones.
«Tiene que haber una transición energética justa. Una transición que cambie también las relaciones de poder entre las partes. Más poder a los gobiernos, a los pueblos… y quitar poder a las empresas», puntualiza convencido Wilde.
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En el extremo norte de La Guajira hay un desierto que, según la creencia wayuu, es el lugar por donde los difuntos transitan antes de perderse en lo desconocido. Puerto Bolívar es tan solo una puntita de ese majestuoso desierto. Un caserío azotado por un sol perpetuo, con playas solitarias, ambarinas y un mar calmo y cristalino. La seguridad es digna de un complejo militar y su exageración contrasta con la pobreza de las rancherías regadas por los misteriosos arenales. Desde aquí salen buques de hasta 150 mil toneladas de capacidad con el carbón que se extrae 110 quilómetros al sur, en El Cerrejón, transportado por un ferrocarril privado. Esa integración de mina-ferrocarril-puerto ha sido una estrategia que se inició en marzo de 1985, cuando zarpó de Puerto Bolívar el buque Giovanni con la primera exportación de carbón colombiano. Su destino fue el puerto de Copenhague, en Dinamarca, con 33 mil toneladas de este preciado combustible. Desde entonces, La Guajira no solo es una tierra exótica y hermosa, plagada de riquezas, mitos y apariciones, sino que también es una tierra concesionada por el Estado colombiano al poder privado multinacional.
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En la COP21 (Conferencia de las Partes, en el argot de las Naciones Unidas), celebrada en París en 2015, se llegó a un acuerdo global dentro de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático: había que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, responsables del calentamiento global. Se establecía el límite de no superar un aumento de 1,5 grados Celsius, y para ello iban a destinar medios y recursos. Activistas climáticos, en su mayoría procedentes del hemisferio norte, llamaron a este límite que no se podía traspasar la «línea roja». El último informe del IPCC (siglas en inglés de Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) de 2022 avisaba que las políticas climáticas de los países no estaban en consonancia con ese límite y que, de seguir así, iba a ser imposible de cumplir.
No obstante, la dependencia de los combustibles fósiles comienza mucho antes. El proceso con el petróleo y el carbón es más o menos parecido: todo el mundo fuera, hay que dinamitar o perforar la tierra. Los estudios de impacto que se presentan en las COP son el último eslabón de una cadena que comienza con estudios de prospección, por ejemplo, en un terreno donde se especula que hay un yacimiento de carbón.
Después una indagación geológica determina el tipo de suelo a romper. Ya en la exploración se determina cuánto carbón hay, a qué profundidad, qué características ostenta y su rentabilidad. Pues bien, hay suficiente carbón, de buena calidad, se encuentra a una hondura razonable, la tierra es idónea para ser descerrajada y, lo más importante, se pueden generar jugosas ganancias. Entonces se quita la capa vegetal (la fauna adyacente tendrá que ver qué hace o para dónde migra), se perfora la tierra con taladros del tamaño de una jirafa adulta, una vez hechos los sucesivos hoyos, se encajan mallas de hasta 200 metros cuadrados con explosivos emulsionados de Pentofex (mezcla de TNT y pentrita, preferiblemente de 450 gramos, que es la más potente) y se finaliza incrustando un iniciador electrónico que, en el momento exacto, proporcionará una diminuta chispa. Finiquitada la ingeniería, se tapa el pedazo de tierra para que, en el transcurso de la detonación, los gases subterráneos no se disipen en el aire, sino que se expandan lateralmente y así la voladura logre destruir más. A una distancia mínima de 700 metros alguien oprime un minúsculo botón y, en menos de lo que dura un parpadeo, hay varias explosiones. Es el big bang del calentamiento global: el cambio climático comienza con esos estallidos, después de los cuales la tierra ya no se llama tierra, sino pozo, y lo que queda son miles de abismos más oscuros que la piel de las berenjenas.
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Según el último informe de la ONG Global Witness, Colombia es el lugar del mundo más peligroso para los defensores ambientales. En 2022, 60 activistas fueron asesinados en este país. Desde que en 2012 se comenzaron a registrar, Colombia acumula 382 asesinatos de activistas ambientales.
Al miedo a denunciar la destrucción o a velar por los derechos de la naturaleza y de las comunidades se suman la lejanía, la incertidumbre de las instituciones, la inseguridad, el desamparo económico y la pobreza extrema. Todos estos factores influyen en la ruina en la que se encuentra gravitando el departamento y que es inteligentemente gestionada tanto por las administraciones como por las seguridades privadas de las empresas que explotan los recursos.
Históricamente casi todo el apoyo se ha reducido a lo discursivo y, generalmente, proviene de voces que, desde el exilio, son prácticamente inaudibles en el corazón del desierto guajiro. Las únicas que resisten son las organizaciones locales de víctimas de la mina que, con dignidad de hierro y sus propias uñas, han logrado algún reconocimiento legal. Lejos de haberse cumplido, esto ha terminado mutando en múltiples formas de hostigamiento y acoso hacia ellas.
Un domingo cualquiera, al sur de La Guajira, en el Caribe colombiano, Mayra Quintero alista una parrilla oxidada e intenta asar para sus hijos medio costillar de chivo bajo la tutela de potentes detonaciones, aguas turbias y vientos contaminados. Al mismo tiempo, en las tumbonas de un mirador junto a una de las minas de carbón de Renania del Norte-Westfalia, una pareja de jóvenes se abraza y tontea con la intimidad del primer amor. Frente a ellos, la inmensidad de un paisaje de progreso negro y polvoriento que les resulta ajeno, ensimismados y absortos el uno en el otro. Sin embargo, al otro lado del mundo, para personas como Mayra ese paisaje no es otra cosa diferente a la oscura espiral de su vida.
(Esta es la tercera de tres entregas del reportaje «El eje del carbón entre Colombia y Alemania», la primera puede ser leída aquí, la segunda aquí. Este artículo contó con el apoyo de Journalismfund Europe.)