La relación entre el movimiento sindical y los integrantes de las fuerzas de seguridad nunca fue fácil, ni siquiera cuando los últimos lograron agruparse en sus propios sindicatos. Nunca lo fue. Y en ningún lugar. Los viejos revolucionarios anarquistas o comunistas de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX consideraban que los «agentes del orden» –fundamentalmente aquellos que elegían esa profesión– no eran de fiar, porque, a la larga, aunque no fueran conscientes de ello, eran «el último garante del orden burgués» y en esa condición terminarían actuando, obedeciendo a las órdenes de los gobiernos, aunque eso significara atacar a sus compañeros de clase, reprimir sus manifestaciones y sus huelgas, ponerlos presos y eventualmente asesinarlos. Fomentar que se organicen corporativamente para que defiendan sus derechos y que sus jerarcas no los pisoteen es una cosa, pero otra es que el movimiento obrero los contemple como a «cualquier otro trabajador» y los integre en sus filas a las centrales nacionales o internacionales, pensaban.
«El obrero convertido en policía al servicio del Estado capitalista es un policía burgués y no un obrero», escribía por los años 1930 un Trotsky ya exilado, en polémica con los socialdemócratas alemanes que creían que los policías podían llegar a frenar el ascenso de Hitler porque «en última instancia» eran trabajadores y, algunos de ellos, incluso socialistas. El marxista argentino Rolando Astarita trajo a colación esos debates en 2012, cuando en su país centrales obreras y organizaciones de izquierda discutían sobre si promover o no el naciente sindicalismo policial («Sindicato de policías, ¿consigna socialista?», rolandoastarita.blog, 06-X-12). Había en la Argentina de entonces confederaciones sindicales –una de las CTA, sectores de la Confederación General del Trabajo– y algunas organizaciones políticas de izquierda que, aun admitiendo que se trataba de trabajadores «especiales» pertenecientes a un sector muy especial, el de los cuerpos represivos del Estado, los policías no dejaban de ser asalariados, en su gran mayoría de un origen social muy pobre, que, en tanto tales, tienen «objetivamente» intereses comunes con el resto de los trabajadores. Y que si el movimiento obrero organizado apunta a ganar para su causa a todos quienes venden su fuerza de trabajo, no puede excluir a policías o gendarmes.
Pura ilusión, respondían otros, Astarita entre ellos: llegado el caso, el policía, por más sindicalizado que esté, responderá a su «patrón» porque no podrá no hacerlo. Estar a la orden del Estado es la naturaleza de su trabajo, y mientras el Estado siga respondiendo a «los intereses de la clase dominante», aunque esos intereses no sean los suyos, el policía los defenderá y los servirá. Sindicalizarse les será funcional para protegerse de abusos y progresar en su carrera; podrán incluso protagonizar movilizaciones por salarios y mejores condiciones de trabajo como cualquier otro sindicato (ejemplos de ese tipo de movilizaciones ha habido muchos en todo el planeta, América Latina incluida); podrán incluso hasta cogestionar los propios cuerpos de seguridad junto a las autoridades del Ministerio del Interior (ahí está el caso de Francia, donde desde hace muchos años buena parte de los policías pertenecen a sindicatos que gozan de un poder enorme a la hora de negociar condiciones laborales y definir reglamentos). Pero de ahí a ponerse «del lado» del resto de los trabajadores, apuntaba Astarita –ubicándose en una tradición de sindicalismo revolucionario, socialista–, hay un enorme trecho. Y mencionaba la rareza extrema de los ejemplos de «confraternización en las calles» de policías y el resto de los trabajadores por reivindicaciones que los unificaran.
Uno de los más notorios y recientes fue el de Portugal de comienzos de la década pasada, cuando policías sindicalizados se negaron a reprimir algunas movilizaciones contra las políticas de austeridad y recortes del gobierno de la época, y llegaron a sumarse a ellas bajo la consigna «somos ciudadanos antes que policías». En marzo de 2019, en momentos en que las movilizaciones de los chalecos amarillos en Francia crecían en amplitud y la violencia policial lo hacía aún más, algunos agentes se negaron a acatar órdenes que consideraron «ilegales», como la detención de manifestantes que no habían cometido delito alguno. La filial de Solidarios, Unidos, Democráticos (SUD), una central sindical de creación relativamente reciente, los respaldó y denunció la «instrumentalización política de la Policía por el gobierno» de Emmanuel Macron, al que acusó de «tratar al movimiento social únicamente por la fuerza» y de contribuir al «distanciamiento cada vez mayor entre la Policía y la población».
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Pero son ejemplos muy excepcionales. En Francia, el peso de SUD entre los policías sindicalizados es ínfimo. Los sindicatos policiales mayoritarios tienen, según algunas investigaciones universitarias, un comportamiento exclusivamente corporativo que se traduce en la defensa férrea de los agentes acusados de «excesos» en la represión a movilizaciones sociales o señalados por casos de gatillo fácil, racismo, xenofobia, homofobia, sexismo. Un sondeo encargado por el Instituto de Ciencias Políticas de París, citado en diciembre por la radio estatal France Culture, da cuenta de una sobrerrepresentación del voto por la extrema derecha entre los policías sindicalizados en relación con lo que «pesa» la Agrupación Nacional de Marine Le Pen en la sociedad francesa en su conjunto. Y además, apunta France Culture, la existencia de las gremiales no ha impedido que surjan desde comienzos de la década pasada agrupaciones policiales «extrasindicales» que afirman representar a miles de agentes y que amenazan con «desbordar» a los sindicatos aún más por la derecha.
Una de ellas es Hors Service (fuera de servicio), que recientemente llamó desde sus redes sociales a «matar a los agitadores de extrema izquierda» en las manifestaciones sociales: «Basta de balas de goma o gases lacrimógenos. Tiros reales». El mismo mes la revista Charlie Hebdo recordó que en cada movilización importante convocada por las centrales sindicales francesas (entre las más recientes: contra la reforma laboral, contra la Ley de Seguridad Global) ha habido «excesos» en la represión, cubiertos y justificados por la gran mayoría de los sindicatos policiales. A tal punto llegaron esos supuestos «excesos» que el presidente Macron debió reconocer, en una entrevista con el portal Brut (4-XII-20) –uno de cuyos periodistas fue golpeado por un uniformado–, que «existe en Francia violencia policial» y que hay un ensañamiento particular de las fuerzas de seguridad con los «diferentes» y con los que «no tienen piel blanca». Macron, promotor de leyes liberticidas y de un reforzamiento en todos los planos de las fuerzas de represión (véase, por ejemplo, «Orwellianas», Brecha, 27-XI-20), pasó sin embargo a ser desde entonces blanco de ataque de la mayoría de los sindicatos policiales y de las asociaciones extrasindicales de uniformados, como Hors Service, Policías Indignados, el Colectivo Libre e Independiente de la Policía y otras.
SUD no renuncia, a pesar de todo, a continuar la lucha por «mejorar las relaciones entre la Policía y la sociedad y por reforzar los lazos de los policías con el resto de los trabajadores». Pero en esa misma central, surgida como una escisión por izquierda de otra confederación obrera, la Confederación Francesa Democrática del Trabajo, hay dirigentes de otros sindicatos que se cuestionan si son «realistas» esos «esfuerzos». «Hay un nivel de asociacionismo policial que indudablemente debe defenderse, para que los agentes tengan derechos sociales y se les proteja en su salud e integridad personal. Son trabajadores particularmente expuestos y tienen una función social. Pero, por otro lado, nunca están de nuestro lado, sobre todo cuando uno se maneja con una concepción del sindicalismo que va más allá de la mera reivindicación salarial o de mejores condiciones laborales», dijo un sindicalista de SUD citado por el diario Libération en 2005, año de grandes movilizaciones sociales en Francia. Y se preguntaba si a los sindicatos policiales hay que integrarlos a las centrales obreras o promover que permanezcan autónomos, «para no mezclar campos». En su blog, Astarita señalaba que la propia «función social» de la Policía debía ser cuestionada desde un sindicalismo con «intención socialista».
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En Estados Unidos, en junio del año pasado, el New Yorker publicó un amplio informe sobre el tema. John Greenhouse, su autor, un experiodista del New York Times especializado en el mundo del trabajo, recordó cómo desde fines del siglo XIX hasta los primeros años del XX –es decir, la época de mayor influencia en Estados Unidos de las corrientes sindicales «clasistas», que a menudo eran impulsadas por inmigrantes europeos– en la Federación del Trabajo de ese país regía una resolución taxativa: «No está dentro de las competencias del movimiento obrero la organización especial de los policías, de la misma manera que no lo está la organización de los militares, siendo que ambas fuerzas son controladas generalmente por poderes hostiles al movimiento de los trabajadores». A medida que el propio sindicalismo estadounidense «evolucionó», las cosas fueron cambiando. El proceso de sindicalización de los policías del país norteamericano comenzó a desarrollarse en los años de posguerra, pero desde su inicio tuvo un sello exclusivamente corporativo: lejos de relacionarse con los movimientos de trabajadores, los policías se centraron en mejorar sus propias condiciones de trabajo y en exigir mayor «cobertura» de parte de las instituciones del Estado, apunta el articulista del New Yorker.
El informe cita además tres investigaciones universitarias que demuestran cómo el mayor «empoderamiento» policial se fue traduciendo en una violencia acentuada de la represión a las movilizaciones sociales y a las minorías raciales. «Un estudio de 2018 de la Universidad de Oxford sobre las 100 ciudades estadounidenses más grandes –dice la revista– encontró que el nivel de protecciones estipuladas en los contratos policiales estaba directa y positivamente relacionado con el nivel de violencia de la Policía y de otros abusos de esa fuerza contra civiles.» Otra investigación, de 2019, de la Universidad de Chicago, concluyó que «otorgar derechos de negociación colectiva a los ayudantes del sheriff en Florida llevó en ese estado a un aumento anual del 40 por ciento de los casos de conducta violenta». Y un tercer estudio, aún no publicado, del profesor universitario Rob Gillezeau, fue en el mismo sentido. «La habilidad de la Policía de llevar adelante negociaciones colectivas llevó a un incremento sustancial del asesinato de civiles a manos de agentes», le dijo Gillezeau a Greenhouse al adelantarle parte de sus conclusiones.
El lobby punitivista de los sindicatos policiales a nivel internacional
Policías en acción
Francisco Claramunt
El juicio contra el policía Derek Chauvin empezó este 8 de marzo. Chauvin saltó a la fama el 25 de mayo, cuando una filmación lo registró arrodillado sobre el cuello de George Floyd, quien, inerme, pedía por su madre y repetía: «No puedo respirar». El asesinato de Floyd despertó la mayor ola de protestas del último medio siglo estadounidense contra la brutalidad policial y el racismo sistémico.
En medio de las cargas de las fuerzas de choque y las amenazas de Donald Trump, una pregunta pasó relativamente desapercibida. ¿Cómo fue posible que antes del asesinato Derek Chauvin tuviera al menos 17 denuncias por mala conducta pero permaneciera activo en la Policía de Mineápolis?, se cuestionaba por entonces Benjamin Sachs, profesor de Trabajo e Industria de la Escuela de Derecho de Harvard. «Parte de la respuesta es el acuerdo de negociación colectiva hecho entre el Departamento de Policía y el sindicato de Chauvin», razonaba este abogado, en un artículo publicado días después del crimen por USA Today, en el que recordaba que, «como otros convenios policiales, el de Minéapolis protege de manera extraordinaria a los policías frente al disciplinamiento por conductas violentas».
Lo logrado por los sindicatos policiales de Minéapolis, Baltimore, Chicago y otras ciudades, apuntaba Sachs, permite, entre otros privilegios para los agentes, «la eliminación de antecedentes de los registros disciplinarios de la Policía luego de cierto tiempo»; en algunos casos, había informado antes Reuters, apenas después de seis meses. La fuerza de las gremiales de uniformados y sus conquistas lleva a que incluso en casos en los que un oficial es expulsado por mala conducta el proceso de apelación demandado por el convenio colectivo conduzca frecuentemente a su restitución. Así lo documentaba en 2017 The Washington Post: en los 11 años previos, los principales departamentos de Policía de Estados Unidos habían expulsado por diversas faltas a unos 1.881 agentes. Pero en casi una cuarta parte de los casos las autoridades se habían visto luego obligadas a recontratarlos tras apelaciones forzadas por los sindicatos, que habían encontrado detalles erróneos en el procedimiento de expulsión. Entre los restituidos había oficiales que cometieron abusos sexuales, torturas y asesinatos de civiles desarmados (3-VIII-17).
HERRAMIENTAS DE TRABAJO
Tras el homicidio de George Floyd, y en respuesta a la acusación de la fiscalía contra su matador, el presidente del sindicato de policías de Minéapolis acusó a los políticos de «vender» a la Policía, en una carta al gremio obtenida por un reportero local. El teniente Bob Kroll había criticado antes al gobierno de Barack Obama por su «opresión de la Policía» y se había deshecho en elogios por la política de «ley y orden» impulsada por Trump, informaba The New York Times (06-VI-20).
Las declaraciones de Kroll coinciden con uno de los principales objetivos de lucha de los sindicatos policiales a lo largo del mundo: la férrea defensa y la búsqueda de impunidad de los afiliados denunciados por abusos y otros crímenes contra civiles. Lo mismo han hecho, por ejemplo, sus más de 63 mil colegas reunidos en la Federación Policial de Australia ante los múltiples casos de gatillo fácil en ese país contra jóvenes aborígenes. La federación no ha titubeado en defender a los agentes «injustamente» condenados por la Justicia por «cumplir su labor y proteger a la comunidad», en palabras de Scott Weber, uno de sus líderes (The Australian, 23-XI-19).
Sucede algo similar en Francia. Frente a las manifestaciones antirracistas del año pasado contra el asesinato de Adama Traoré por un agente policial, el entonces ministro del Interior, Christophe Castaner, propuso el 8 de junio que la técnica de inmovilización por estrangulamiento ya no fuera enseñada en las escuelas de Policía. «Es un método peligroso», dijo en una conferencia de prensa. «Los sindicatos policiales mayoritarios reaccionaron advirtiendo que no se podía privar a las fuerzas de seguridad de los medios de control que han probado ser eficaces», informaba por entonces Daniel Gatti en una nota de este semanario. «Los compañeros se sienten insultados, están enojados», dijo a AFP el delegado sindical Xavier Leveau durante la serie de movilizaciones que, tres días después del anuncio ministerial, las gremiales de uniformados convocaron en distintas ciudades francesas para pedir que se mantuviera en uso la inmovilización por estrangulamiento. Los policías ganaron. Tras sus manifestaciones, se anunció que finalmente el estrangulamiento continuaría dentro del arsenal de técnicas de detención.
LOS ABUSOS BIENVENIDOS
En Brasil, donde buena parte de las fuerzas de seguridad están militarizadas, los sindicatos policiales no son la regla. Los que sí tienen permitido formarlos son los policías federales, que no responden a una estructura militar. Son estos quienes en los últimos años lideraron la oposición a que se aprobara una ley que define los crímenes de abuso de autoridad.
Según explicaba en su portal web el Sindicato de Servidores Públicos Civiles del Departamento de Polícia Federal del Estado de San Pablo, la iniciativa a la que se oponen enumera 37 acciones que pueden considerarse abuso de autoridad: «Se criminalizan, por ejemplo, el uso de esposas en detenidos que no se resisten al arresto; la ejecución de una orden de allanamiento e incautación de bienes, movilizando ostensiblemente vehículos, personal o armas con el fin de exponer a la persona investigada al escarnio público; la coerción a testigos o investigados sin intimación previa de comparecer ante un tribunal; y obstaculizar la reunión reservada entre el preso y su abogado. En estos y otros casos, la autoridad puede ser sancionada con seis meses a cuatro años de prisión».
Para los sindicatos de uniformados la norma «dificulta las labores policiales» y expone a los agentes a los peligros que deben combatir, en palabras de la Federación Nacional de Policías Federales. Apenas aprobada la ley, en 2019, la federación pidió al presidente Jair Bolsonaro su veto total. De acuerdo a los representantes sindicales, sólo pueden defender semejante disparate garantista los «verdaderos criminales» y los «corruptos de cuello blanco» cuyos delitos afligen a Brasil. Los sindicatos policiales de ese país, al igual que sus pares estadounidenses, australianos y franceses –y algunos otros–, buscan proteger a sus afiliados de las consecuencias de seguir órdenes impartidas en un contexto internacional de aumento de la represión contra las poblaciones marginadas y los movimientos sociales. Y no las cuestionan, al menos no públicamente.