Valores por dinero - Semanario Brecha
Los adioses de Merkel y los problemas de la Unión Europea

Valores por dinero

Con la líder alemana a punto de salir de escena, el conflicto entre las potencias de la Unión Europea y los Estados orientales se profundiza. Mientras Francia y Alemania trastabillan en sus aventuras imperiales, Hungría juega fuerte y endurece sus políticas homofóbicas.

Manifestantes con máscaras de Ursula von der Leyen, Mark Rutte, Emmanuel Macron y Angela Merkel protestan frente a la sede del Consejo Europeo, en Bruselas, el 6 de julio Afp, Kenzo Tribouillard

El 24 de junio Angela Merkel asistió a la que fue publicitada como su última participación en una reunión del Consejo Europeo; de manera prematura, quizá, dado que la formación del próximo gobierno alemán es probable que tome algún tiempo. El Consejo Europeo es la más reservada conferencia de los 27 jefes de Estado y de gobierno europeos; el poder Ejecutivo y Legislativo de la Unión Europea concentrados. Escenario crucial y contradictorio de «diplomacia multinivel», para decirlo en el lenguaje de la ciencia política estadounidense, sus deliberaciones se ocultan tras un torrente de comunicados oficiales cuidadosamente elaborados para el consumo de las distintas opiniones públicas nacionales. En esta ocasión, hubo acuerdo general de que la reunión había sido un desbarajuste, atribuido por algunos a que la habitual dompteuse (domadora de fieras) del consejo se ha convertido ahora en alguien carente de todo poder, dado el inminente abandono de su cargo de gobierno.

El fiasco más espectacular fue el rechazo del consejo a apoyar la propuesta francoalemana de proceder a una reunión plenaria del organismo con el presidente ruso, Vladimir Putin. Al frente de la oposición se encontraron diversos países de Europa oriental que insisten en que la Unión Europea debe mantener una postura de máxima hostilidad hacia Rusia. Su posición es que cualquier encuentro con Putin debe estar sometido a la condición de que Rusia se retire de Crimea. Saben, por supuesto, que eso nunca ocurrirá.

¿Por qué intentaron Francia y Alemania convocar esta reunión? Previo a su iniciativa, ocurrió el encuentro entre Biden y Putin celebrado en Ginebra el 16 de junio. En la época posterior a Trump, Estados Unidos está retornando, de la mano del Partido Demócrata, a la guerra fría contra Rusia, necesaria como sustituto de la Unión Soviética, mientras exige a su comitiva de la Organización del Tratado del Atlántico Norte que haga lo propio. Eso entra en conflicto con los esfuerzos franceses por buscar algún tipo de acomodo con la potencia rusa –no solo en Europa oriental, sino también en Oriente Próximo– idealmente en nombre de la Unión Europea en su conjunto. Para eso, Francia necesita a Alemania.

Alemania, a su vez, necesita a Francia para que apoye su gasoducto Nord Stream 2 con Rusia, requerido con urgencia para asegurarse el suministro de energía luego de que Merkel decidió poner fin al mismo tiempo a la energía nuclear y a la carbonífera. Estados Unidos se pone del lado de los países de Europa oriental y se opone al gasoducto para impedir todo rapprochement alemán con Rusia y mantener así a toda la Unión Europea dentro del rebaño estadounidense. Aunque durante el mandato de Trump esa línea se manifestó con rudeza, con Biden aparece con más sutileza, pero sin ocultar el garrote que los estadounidenses guardan para la época pos-Merkel. Es cierto que Francia y Alemania, la extraña pareja que aspira en vano al estatus de potencia hegemónica articulada europea, podrían haber ido solas a ver a Putin, pero eso habría puesto en evidencia y profundizado la línea de fractura oriental del «proyecto europeo».

REAJUSTES COLONIALES

El desastre francoalemán en la última reunión del Consejo Europeo coincidió con dos acontecimientos formalmente carentes de relación con la Unión Europea, acontecimientos que pueden tener, sin embargo, consecuencias duraderas para su política futura. A principios de junio, Emmanuel Macron hizo público que pondría fin a la Operación Barkhane, la invasión militar francesa de diversos Estados del Sahel efectuada con la pretensión de combatir el terrorismo islámico y que se ha prolongado durante más de ocho años (véase «El (vil) precio de la sangre», Brecha, 17-VII-20). A continuación se produjo en Mali el arresto y deposición del presidente del país por su propio ejército, entrenado por Francia, en un exitoso golpe de Estado antifrancés.

Victor Orban en el Consejo Europeo el 25 de junio de 2021 / Afp, Olivier Matthys

La Operación Barkhane, que por momentos ha tenido más de 5 mil soldados franceses desplegados en la región, nunca fue popular entre los votantes franceses y, tras el último revés, Macron parece haber temido que su inminente derrota militar haría peligrar su ya dudosa reelección en las presidenciales del próximo año. Su decisión de abandonar el teatro de operaciones africano se efectuó evidentemente en el más puro estilo presidencial francés: sin consultar a nadie. Ciertamente, Alemania, que cuenta con 1.700 soldados en el área, fue tomada por sorpresa.

En un primer momento, el gobierno alemán indicó que podría, a petición francesa, continuar el esfuerzo por su cuenta hasta que se produjera la victoria final europea. Pero entonces, mientras se celebraba la reunión del Consejo Europeo, un ataque suicida en Mali hirió a 12 soldados alemanes, lo que exigió su traslado aéreo a Alemania. Incluso el Frankfurter Allgemeine –conocido por su lealtad nibelunga a los aliados alemanes en general y al espejismo del tándem francoalemán en particular, al que considera una fuerza motriz que impulsa a Europa hacia un futuro mejor– aconsejó que Alemania se uniera a la salida francesa, aunque no sin dejar de advertir que la eliminación de los líderes islamistas rebeldes podría realizarse de modo más efectivo y discreto mediante fuerzas especiales.

No es que Alemania sea en principio contraria a cargar con el muerto de otros. El segundo acontecimiento potencialmente decisivo fue la retirada de Estados Unidos de Afganistán, con la que Washington puso fin a su operación Apoyo Decidido (sí, ese era el nombre oficial de la invasión). Francia y otros miembros de la coalición de los dispuestos habían abandonado hace ya tiempo el zozobrante buque afgano. Alemania, sin embargo, estaba todavía de servicio, el último de los mohicanos, tras casi tres décadas sobre el terreno. Permanecía hasta ahora con un contingente de 1.100 efectivos, el segundo en tamaño tan solo por detrás del estadounidense y, por supuesto, con un número desconocido de fuerzas especiales.

Cuando Biden hizo saber que, a diferencia de Obama y Trump, había superado la oposición de sus mandos militares y llevaría adelante su decisión de abandonar Afganistán, la ministra de Defensa alemana, Annegret Kramp-Karrenbauer, alias AKK, comentó públicamente la posibilidad de que Alemania permaneciera allí. Después de todo, la misión –educar a las mujeres, suministrar agua limpia en el desierto y evitar que los varones jóvenes afganos pidan asilo en Alemania– estaba lejos de haberse cumplido. La doctrina oficial alemana todavía mantenía que la libertad de Berlín se jugaba en el Hindukush, al decir de un antiguo ministro de Defensa socialdemócrata.

Todo esto, sin embargo, ya era demasiada deutsche Gründlichkeit (rigurosidad alemana) incluso para el público alemán y, ciertamente, para Biden. El 30 de junio, el último contingente alemán presente en Afganistán llegó a la base militar aérea de Hannover, con todas sus banderas desplegadas, solamente para descubrir que no había ni un solo representante gubernamental para darle la bienvenida: AKK había volado a Washington para mantener conversaciones urgentes sobre un asunto no explicitado. La victoria, se dice, tiene muchos padres y madres, pero la derrota es huérfana. Para remediar la cosa, el gobierno está preparando ahora una ceremonia de bienvenida en el patio trasero del Ministerio de Defensa, oculto a la mirada pública, mientras la oposición, dirigida por Los Verdes, exige un desfile ante el Reichstag. Nada de esto –podemos afirmar con toda seguridad– servirá para enardecer los entusiasmos para ulteriores «misiones» militares en el exterior, sean bajo auspicios alemanes, europeos o estadounidenses.

VIKTOR Y LA FORJA DE LA UNIÓN DESUNIDA

Volviendo al Consejo Europeo, el otro drama de alto perfil que arruinó la despedida de Merkel fue el nuevo episodio de la telenovela que protagoniza el hombre fuerte húngaro Orbán, cuyo sugestivo nombre es Viktor. El consejo se reunió durante el Mes del Orgullo, caracterizado por las manifestaciones LGBTQ celebradas en todo el mundo. Justo a tiempo para la reunión, el astuto Orbán agendó la aprobación por el Parlamento húngaro de la ley que supuestamente protege a los niños de su país de la «propaganda homosexual y transexual» y que reserva a sus padres y madres el derecho a educar a su prole sobre la vida en sus diversas formas. La ley húngara se halla aderezada con una rica panoplia de expresiones ofensivas contra gays y lesbianas.

Coincidente con la reunión del Consejo Europeo se celebraba también la Eurocopa. La Asociación de Fútbol Europea, la UEFA, tradicionalmente una entidad bastante homofóbica, ha descubierto hace poco la antidiscriminación como un nuevo dispositivo de marketing, útil para suavizar su reputación de nido de corruptos. Cuando se reunió el consejo, la selección nacional alemana se preparaba para jugar contra la selección húngara en Múnich. Allí, el gobierno local, en un espíritu de hospitalidad antidiscriminatoria, planeó dar la bienvenida al equipo húngaro iluminando el estadio con los colores del arcoíris. La UEFA lo prohibió en nombre del espíritu deportivo, pero permitió que el capitán alemán, Manuel Neuer, galardonado como mejor golero del mundo entre 2013 y 2016, llevara un brazalete con esos tonos. Alemania jugó de manera pobre, presagiando su posterior eliminación del torneo a manos de los ingleses, y los húngaros volvieron a casa con la cabeza en alto.

Lo mismo puede decirse de su primer ministro tras la celebración del Consejo Europeo. Para comprender por qué, debemos conocer la prehistoria del asunto. Para conseguir la aprobación del paquete de deuda de 750.000 millones de euros del fondo poscovid de la Unión Europea, la Comisión Europea debió prometer al Parlamento Europeo que los pagos a Hungría y Polonia se harían con la condición de que esos países hagan cambios en sus políticas domésticas y reduzcan la influencia de sus gobiernos sobre el Poder Judicial a tenor del denominado Mecanismo Europeo del Estado de derecho. La comisión, sin embargo, precisaba al mismo tiempo del voto unánime de los Estados miembros para eludir las prohibiciones al endeudamiento establecidas en los tratados comunitarios. Para obtenerlo tuvo que prometer a Polonia y Hungría que el citado mecanismo no sería utilizado contra ellos hasta que la Corte Europea de Justicia se hubiera pronunciado sobre su legalidad, lo que sucederá mucho después de que la plata haya sido entregada y gastada. Cuando toda esta tramoya se hizo pública, el Parlamento Europeo se enojó tanto que llevó a la propia comisión a comparecer ante la Corte Europea de Justicia por incumplimiento de sus obligaciones.

La comisión, para aplacar al parlamento, hizo lo mismo contra Alemania y le inició un proceso de sanción por violar tratados de la Unión Europea. La infracción, de acuerdo con la comisión, consiste en que el gobierno alemán no impidió al Tribunal Constitucional alemán pronunciarse en contra de la Corte Europea de Justicia cuando la encontró culpable de actuar más allá de sus competencias en lo relacionado con el Banco Central de la Unión y el gasto público europeo (véase «Amarretes», Brecha, 8-V-20). Todo esto es porque, de acuerdo a la comisión, ahora los gobiernos de Polonia y Hungría están citando el antecedente y el ejemplo del Constitucional alemán como parada de carro jurisdiccional a la Corte Europea de Justicia y para blindar sus propias actividades domésticas. Así es como «la unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa» está siendo forjada. O desguazada.

LA GEOPOLÍTICA EUROPEA DE LA EDUCACIÓN SEXUAL

Aparte de la propuesta de reunión Unión Europea-Putin, lo que ha dominado la sesión de junio del Consejo Europeo ha sido un emotivo debate sobre las leyes de Orbán. En busca de cerrar filas con el Parlamento Europeo, los miembros del consejo expresaron su disgusto no solo con Hungría, sino también con Polonia, donde algunos gobiernos locales han declarado sus municipios como «zonas libres de LGBTQ» (véase «Un rayo en el reino de dios», Brecha, 20-XI-20).

Mark Rutte, primer ministro de los Países Bajos –bajo presión en su país porque su gobierno acosó durante años a un considerable número de familias pobres, a las que acusó falsamente de fraude al Estado–, preguntó a Orbán por qué no se limita a abandonar la Unión Europea, dado su desprecio por los «valores europeos». Mientras tanto, el primer ministro luxemburgués, según parece, bañado en lágrimas, comunicó a sus colegas que su madre no le ha vuelto a hablar desde que contrajo matrimonio con su actual esposo.

Otros dirigentes, cuyos países tienen legislaciones muy similares a las de Hungría y Polonia, en parte porque se inspiran en la Iglesia Católica –una institución europea como no hay otra–, no dijeron una palabra. Lo mismo, se afirma, sucedió con Orbán, quien podría haber estado ocupado calculando los votos que toda esta comedia le dará en las próximas elecciones húngaras del año que viene, en compensación por lo que pueda perder tras los recortes en las ayudas financieras de la Unión Europea.

En cuanto a la comisión, parece entender que su ejercicio de reeducación sexual no ha sido expiación suficiente luego de sus tratos secretos con Orbán, por no mencionar su fracaso en conseguir un cambio de régimen en Polonia o Hungría. En otra vuelta de tuerca, cuatro semanas después de la reunión del Consejo Europeo, la comisión inició otros procedimientos de infracción, esta vez contra Polonia y Hungría, por ir en contra de los «valores europeos» al discriminar a las personas LGBTQ. Un procedimiento de este tipo puede resultar no solo en multas, sino en la expulsión de la Unión Europea, si bien ello exigiría un largo período de tiempo en el que podrían alcanzarse todo tipo de acuerdos.

Más bien, el tema de los procedimientos por discriminación anti-LGBTQ podría ayudar a desviar la atención de la menos seductora y más técnica cuestión relacionada con el «mecanismo del Estado de derecho». De acuerdo con los tratados comunitarios, para aplicarlo, la comisión debe ser capaz de probar que el Poder Judicial de un determinado país carece de la independencia necesaria para supervisar el correcto uso del dinero de la Unión Europea. (Será interesante ver cómo se las arregla la comisión para no afectar a aliados suyos como Bulgaria, Rumania, Eslovenia, Eslovaquia y Malta, que cuando se trata del uso corrupto de los fondos europeos y, de hecho, de corrupción en general, se hallan al menos a la par de Polonia y Hungría, y lo mismo puede decirse respecto a su aplicación de diversas formas de discriminación contra las personas.)

Parece dudoso de todas formas que uno u otro tipo de medidas sean capaces de disciplinar a Orbán y a su homólogo polaco, Kaczynski. La ventaja de los procedimientos por discriminación a la población LGBTQ es que ofrecen más drama y pueden ser una fachada tras la cual alcanzar acuerdos en materia de subsidios financieros. En general, la esperanza de la comisión parece ser que los «valores» son una mejor herramienta que el «imperio del Estado de derecho» para extender su jurisdicción sobre las políticas domésticas de los países miembros, por encima y más allá de la letra de los tratados.

En cualquier caso, la disputa seguirá activa. La semana pasada, para echar gasolina al fuego y como venganza contra la comisión, Orbán anunció un referéndum nacional sobre educación sexual. Si el caso llega a la Corte Europea de Justicia, lo mantendrá ocupado durante un tiempo. En ese lapso, puede que el fervor moral de junio de 2021 se enfríe y se reafirmen algunos intereses geoestratégicos, en particular el interés de Estados Unidos de que Europa oriental siga siendo, dentro del marco europeo, una espina clavada en la carne rusa.

(Publicado originalmente en español en El Salto y en inglés en New Left Review. Brecha publica con base en ambas versiones.)

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