El mismo día en que los talibanes terminaban de tomar Kabul, el 15 de agosto, se cumplía un nuevo aniversario, el 76, de la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Cosa curiosa: nunca más, desde 1945, Estados Unidos, convertido ya en la principal potencia del planeta, ganaría guerra alguna, sacando la tan especial del Golfo, en 1991. Y, exceptuando la invasión a la minúscula isla de Granada, en 1983, para derrocar a un gobierno socialista democráticamente electo y la operación para derribar y detener al exaliado narco panameño Manuel Noriega, en 1989, ni siquiera protagonizaría intervenciones armadas masivas exitosas. Fue derrotado en Vietnam, no pudo con Corea del Norte y de Kabul se ha marchado, como de Saigón en 1975, con la cola entre las patas, desalojado por los mismos yihadistas a los que había pretendido aplastar 20 años antes, quienes a partir de entonces no han hecho más que expandirse por toda una región en la que Washington pretendió implantar –a cañonazos, dronazos y montañas de dólares– su tan peculiar idea de la democracia y la libertad.
Aquel «nuevo siglo estadounidense» pergeñado por los thinks tanks neoconservadores a fines de los años noventa, que debía comenzar a plasmarse con la fulgurante respuesta militar en tierra afgana a los ataques del 11 de setiembre de 2001, parece haber quedado hoy definitivamente enterrado en la propia Kabul. Con un saldo, para Estados Unidos y sus aliados, de unos 3.500 soldados y 4 mil mercenarios muertos y un gasto de más de 2,4 billones de dólares, y, para los afganos, de al menos 240 mil muertos y un país devastado, más tribalizado que nunca y convertido, bajo el civilizador gobierno proestadounidense, en el primer productor mundial de opio. Un panorama muy similar al de Irak y Libia, invadidos y desestabilizados en la estela de la ofensiva pos-11-S, devenidos en verdaderos campos de ruinas en los que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ni siquiera logró colocar a sus peones políticos en posiciones sólidas.
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A la guerra afgana George W. Bush la llamó guerra buena. Su sucesor Barack Obama, que la continuó por dos períodos, la tildó de guerra justa. Bush no tenía miramiento alguno en la manera de conducir sus batallas. Bombardeaba y mataba a como diera lugar, multiplicaba en Asia y Europa del Este los black sites (‘sitios oscuros’, los centros clandestinos de detención de la CIA), a donde eran llevados inicialmente los sospechosos de pertenecer a Al Qaeda antes de ser trasladados al campo de concentración montado en la base naval de Guantánamo.
Obama, que había llegado a la presidencia con una improbable reputación de antibelicista, quiso cerrar Guantánamo (el Congreso se lo impidió) y anunció su intención de «humanizar» la guerra afgana. Humanizar la guerra, ese oxímoron, significaba, en realidad, librarla desde lejos: los ataques se harían a partir de drones y misiles teledirigidos a muy larga distancia, conducidos por operadores que irían reemplazando cada vez más a los pilotos. Minimizaba al máximo los muertos propios, que tan poco ayudan a vender la guerra a la opinión pública, y suponía ajustar la mira para liquidar a los blancos que se debía liquidar. Aunque tras la primera Guerra del Golfo ya había quedado claro que era un cuento yanqui aquello de que los misiles teleguiados tenían «precisión quirúrgica», Obama insistió en transmitir esa ilusión.
En marzo de 2009, tres meses después de que asumiera la nueva administración, escribió el profesor de Historia y Derecho Estadounidense Samuel Moyn en el diario británico The Guardian (versión española en eldiario.es, 5-IX-21): «Un informe legal histórico dio un aviso claro y asombroso de cómo se llevarían a cabo las guerras de Obama, que formalizaban y globalizaban la “guerra contra el terror” de una forma que Bush no había hecho nunca oficialmente. La lucha antiterrorista no tendría límites temporales o espaciales. Esto importaría mucho más que las reformas más comentadas de Obama: prohibir simbólicamente la tortura o retocar las normas sobre prisioneros y juicios».
Solo en su primer año de gestión Obama recurrió a los aviones no tripulados más veces que Bush en toda su presidencia y al final de su segundo mandato atacó diez veces más que su predecesor, causando miles de muertes, tantas que entre 2010 y 2011 debió suspender las operaciones con drones en Yemen. Porque no se trató solo de Afganistán. «Iniciados en secreto y más tarde normalizados en público, los ataques letales selectivos transformaron la “guerra contra el terrorismo” para que se extendiera por todo el planeta. En el último año de Obama en la Casa Blanca los comandos de las fuerzas de elite operaron en 138 países o se desplazaron por ellos, se produjeron combates en al menos 13 y ataques letales selectivos en varios de ellos», apuntó Moyn.
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Aquella guerra «justa» y «buena» por «la democracia y la libertad» puso al frente de los países a los que fue llevada administraciones con muy poca implantación política y social. Con la nueva toma del poder por los talibanes en Afganistán, «salió a la luz el verdadero impacto de la ocupación estadounidense», escribieron en la revista digital Jacobin (17-VIII-21) los investigadores Tabitha Spence y Ammar Ali Jan. Durante los 20 años de gestión indirecta de Estados Unidos y la OTAN «se generó un gobierno títere», «una coalición torpemente tejida de caudillos, elites emigradas y tecnócratas de diferentes partes del mundo», inmersa en una lógica de corrupción que, lejos de ser solamente propia, era también «parte del diseño del ocupante». El gobierno surgido de la intervención habilitó en algo el juego político, mejoró en algo la vida de algunos sectores (las mujeres, especialmente las urbanas, ganaron algunos derechos), pero sobre todo fue funcional a los intereses del ocupante occidental.
En 2003 una militante feminista afgana, Malalai Joya, denunció desde su banca de diputada a los «señores de la guerra» y a las tropas de la OTAN que los habían reinstalado en el poder por cometer juntos «crímenes contra los afganos». Cuatro años después fue expulsada del Parlamento y debió permanecer oculta en su propio país tras sufrir seis intentos de asesinato. «[Afganistán, Irak, Siria y Libia] son emblemáticos de cómo las intervenciones occidentales contemporáneas están orientadas a crear zonas de control imperialista para perseguir objetivos a corto plazo. Una vez que se cumplen estas metas, se abandona el país: la promesa de la democracia y la construcción del Estado resultan ser meros eslóganes. El barniz del humanitarismo ha dado paso a una lógica de terror y destrucción impuesta a los “Estados enemigos”. Estados Unidos encabeza hoy este escuadrón mundial de demolición», dice la nota de Jacobin.
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Spence y Ali Jan citan en su nota un trabajo del profesor británico de Ciencias Políticas Dominic Tierney. Dice Tierney en The Right Way to Lose a War: America in an Age of Unwinnable Conflicts (‘el modo correcto de perder una guerra: Estados Unidos en la era de los conflictos imposibles de ganar’) que Washington «no entiende la política local ni las dinámicas internas» de los países que ocupa. «Afganistán es un caso muy claro, porque es una guerra en la que se metió de repente y apenas sabía nada de ese país», agrega. Y siguió ignorándolo hasta el mismísimo momento de la retirada.
En diciembre de 2019 The Washington Post difundió lo que luego se conoció como papeles de Afganistán, un par de miles de páginas de notas tomadas por la muy oficial oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán a partir de entrevistas con políticos y militares estadounidenses. Uno de los entrevistados fue el teniente general Douglas Lute, consejero adjunto de seguridad nacional en los gobiernos de Bush hijo y Obama, y luego representante de su país en la OTAN. «No teníamos ninguna comprensión fundamental de Afganistán. No sabíamos lo que hacíamos. […] Por ejemplo, sobre la economía. Debíamos establecer un mercado floreciente. Deberíamos haber especificado un mercado de la droga floreciente, porque era lo único que funcionaba. Es realmente mucho peor de lo que se piensa», decía Lute.
Y Donald Rumsfeld, uno de los estrategas de la intervención en tanto ministro de Defensa de Bush, respondió en 2003: «No tengo certeza alguna sobre quiénes son los malos», en referencia a los enemigos que sus tropas supuestamente debían combatir. Los papeles de Afganistán, señaló el mensuario francés Le Monde Diplomatique, que los reflotó en su última edición, dejaron en evidencia, como pocas otras cosas, la pléyade de mentiras con las que los dirigentes estadounidenses inundaron el mundo para justificar su guerra desde el momento mismo de la invasión.
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A la que también hicieron florecer las intervenciones estadounidenses pos-11-S en Afganistán, Irak y zonas más o menos aledañas fue a la propia Al Qaeda. «En 2001, al decir Al Qaeda hablábamos de centenares de combatientes. Ahora son decenas de miles con capacidad de desestabilización en África, Asia, Oriente Medio e, incluso, el sudeste asiático», dijo a la publicación digital española Infolibre (22-VIII-21) Moussa Bourekba, profesor de Relaciones Internacionales instalado en Barcelona.
Al Qaeda ya no busca tanto matar en Occidente, con atentados como los de 2001 en Nueva York, los de 2004 en Madrid y los de 2005 en Londres, afirmó Bourekba, «sino expandirse en las zonas de conflicto en alianza con grupos locales como los talibanes» o multiplicando las filiales (en Irak, en el Magreb islámico, en la península arábiga, en India) o las articulaciones con otras fuerzas yihadistas, como los somalíes de Al Shabaab y el Frente Al Nusra sirio. «La red cuenta ya con más de diez franquicias» y ha crecido en la misma medida en que Estados Unidos y sus aliados han dejado en evidencia su incapacidad para salirse de una estrategia de saqueo y destrucción, y construir apoyaturas estables y arraigadas en los países en los que intervienen. El propio ISIS, activo hoy en una decena de países, surgió de la filial de Al Qaeda en Irak, un país donde esa red no tenía presencia antes de la invasión estadounidense.
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De que la estrategia de la «guerra contra el terrorismo» tal como se había planteado desde el 11-S era un fracaso se dio cuenta hace mucho alguien tan poco sospechoso de pacifista como Zbibniew Brzezinsky, que en los sesenta impulsó la intervención en Vietnam y en la década siguiente fue ubicado en el ala derecha del gobierno de Jimmy Carter. En 2007 Brzezinsky escribió un libro (La segunda oportunidad) en el que recomendaba recular ante la derrota. Apostaba a que Obama rectificara el tiro, pero el presidente demócrata le frustró esa esperanza.
El hashtag #EndEndlessWar (‘terminar con la guerra interminable’), escribió Moyn, «se originó en 2014 a partir del activismo de base entre los progresistas en torno al ritual anual del Congreso de renovar la financiación de la guerra». Pero quien comenzó a darle forma fue el menos pensado: Donald Trump. No precisamente por convicciones antibelicistas, antimperialistas o meramente humanitarias. Nada de eso. Mientras reactivaba Guantánamo, volvía a justificar la tortura, impulsaba leyes securitarias aún más duras, impulsaba el cese de las guerras interminables, como la afgana, para concentrar fuerzas en la guerra económica y comercial con China. Joe Biden retrasó el cumplimiento de los acuerdos con los talibanes suscritos por su predecesor, pero terminó concretándolos, y a las apuradas.
Ahora casi un objeto de consenso en Estados Unidos, el retiro de las tropas de Afganistán, apunta Le Monde Diplomatique, «marca el fin de una época: la de las intervenciones directas y las guerras interminables». «¿Pero anuncia, acaso, una nueva era en la que los estadounidenses dejarían de verse a sí mismos como ese pueblo excepcional destinado a gobernar el planeta? La respuesta la da el propio título del programa de gobierno de Joe Biden: “Guiar al mundo democrático”. La voluntad hegemónica sobrevivió a la derrota en Vietnam. Y no desaparecerá con la lección afgana», añade. Aunque ya no sea, ni de cerca, el de antes.